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miércoles, 26 de febrero de 2014

Entre dos aguas

Octubre de 2010. Estoy sentada en la terraza de un restaurante en Estambul. Es de noche y hemos llegado hasta allí en un microbús. Es el día de la cena de grupo, ese día en las reuniones en las que todos salimos a cenar juntos, la social dinner la llaman los guiris. A mi lado, una colega italiana que siempre me trata con infinito cariño me cuenta lo mayor que (dice ella) es y lo poco que le queda para jubilarse. Enfrente, un colega griego al que acabo de conocer, criado en Alemania y con trabajo en España, se sorprende de que conozca una película griega que a los dos nos entusiasma, “Un toque de canela”. A su lado, una colega alemana que trabaja en Malta charla con él en alemán, poniéndose al día porque hace muchos años que no se ven, tal vez contándole sus vaivenes sentimentales. En algún momento de la noche, me encuentro con una colega (y amiga) francesa en el baño. Nos reímos. “He bebido mucho vino”, dice una. “Y yo”, dice la otra. Seguimos riendo. Nuestra conversación se desarrolla en ese inglés perfecto que tenemos todos después de unas cuantas copas de vino. Reímos de lo bien que nos lo pasamos cuando nos encontramos, hablamos de lo maravilloso del lugar, decidimos quiénes son los chicos más guapos de la reunión.

Es una noche mágica, como mágica es toda Estambul. Estambul es puro sentido, es vista, es olfato, es oído, es gusto, es tacto. Estambul es la visión de los minaretes de sus mezquitas, el olor a especias, el sonido del canto del muecín llamando a la oración, el gusto del zumo de granada, el tacto de sus piedras.

Estoy allí, en esa terraza en Estambul y oigo cómo un músico toca una guitarra española dentro del restaurante. Toca varias canciones. De repente, suena esto:


Sí, “Entre dos aguas”. Sólo que yo aún no sé que se llama “Entre dos aguas”. Es sólo una canción que me suena. Pero el chico griego la conoce muy bien y me habla de la canción, de Paco de Lucía y de que él también toca la guitarra. Así, en Estambul, descubro que esa canción que me suena es de Paco de Lucía y que se llama “Entre dos aguas”, gracias a un griego criado en Alemania.

Esa noche, alguien da una noticia de que otro colega ha conseguido un trabajo con una colega griega presente en esa cena. Ella está feliz, entusiasmada. Esa noche, volviendo al hotel en taxis, un colega francés se deja una mochila en uno. Él no se preocupa demasiado, porque no había nada de valor dentro.

No sé por qué recuerdo todos aquellos pequeños detalles de esa noche.

Noviembre 2010. Cadaqués. Estoy cenando con el colega griego y varios compañeros suyos de trabajo en el que es su campo base mientras realizan unos muestreos en la zona. Estoy recorriendo la costa catalana, en plena road movie, yendo por los puertos, reuniéndome con pescadores, responsables de cofradías, muestreadores. Esa misma mañana, he recibido una llamada desde Bruselas y me han ofrecido ser la silla de una reunión por tres años y aún no sé muy bien qué decidir. Y ahí estoy, en mitad de un grupo de gente que no conozco, disfrutando de una ya fría noche de otoño. Yo he llevado productos típicos de mi tierra (sobrassada, aceitunas, queso mahonés) y un italiano cocina platos de pasta maravillosos. En algún momento de la noche, vuelve a sonar “Entre dos aguas”, la pone el chico griego en su portátil y hablamos de Estambul, del trabajo, de música, de guitarras, de cine. Tras la cena, salimos a tomar algo (café, infusión) en el Casino. Dan fútbol por la tele. Juega el Barça. Champions creo.

Febrero 2014. Mi hermana la gafapasta envía un correo que dice “¿Habéis oído lo de Paco de Lucía?”. Entro en twitter pero ya me imagino que es “lo”. De repente viene todo esto a mi mente. Estambul, las guitarras, los colegas, Cadaqués. Pienso en el chico griego, que ahora trabaja en Alemania y sé de él a través de otros, porque hace tiempo que no nos escribimos. Pienso en toda esa gente que compartió conmigo aquellos días. En cómo me he ido cruzando con unos y otros, aquí y allí, en los que ya se han jubilado pero aún siguen al pie del cañón, en los que veo muy de tanto en tanto pero con los que mantengo esa complicidad que sólo el tiempo da, en los que ya no se hablan entre ellos, en los que aún no se han jubilado, en los que me he encontrado de nuevo pero no he sabido ubicar. Y trato de recordar cuándo volví a escuchar “Entre dos aguas”. No oírla así como si nada, sino cuándo la he vuelto a escuchar de verdad, consciente de ello, como la escuché en Estambul y en Cadaqués. Y no lo recuerdo. Casi juraría que, desde entonces, no la había vuelto a escuchar. ¿Es posible? Sí.

No sé nada de música y no sé nada de de flamenco. Así que esto es todo lo que puedo contar sobre Paco de Lucía.

La foto, Estambul, octubre 2010.

lunes, 24 de febrero de 2014

Operación Palace

Me gusta bastante Jordi Évole y veo bastantes veces “Salvados”. No lo veo todas las semanas, ni siquiera lo veo dependiendo del tema que trate, sino que lo veo según mi estado de ánimo. El programa de Évole me suele cabrear mucho y, aunque es una cosa muy necesaria siempre y en particular en estos tiempos que corremos, algunos domingos no estoy para más cabreos que los estrictamente necesarios en una víspera de lunes.

La cuestión es que ayer se confabularon una serie de hechos que me hicieron plantarme delante de la tele en horario de Évole. Sabía que era un reportaje sobre el 23-F y que no era un programa habitual, pero tampoco le había dado más importancia. En realidad, no es que me interese demasiado el 23-F, no por nada, sino porque es una parte de la historia española reciente que yo no recuerdo para nada y de la que siempre he creído que sabemos menos de lo que deberíamos. Aunque a veces parece que nos lo han contado todo.

Tenía el programa de fondo, mientras hacía otras cosas, así que no le prestaba atención. Pero enseguida me llamó la atención algo. ¿Estaban insinuando que el Óscar de Garci fue tongo? Es lo primero que me sorprendió. Al cabo de un rato, levanté la vista, ¿un montaje sobre el golpe de Estado? ¿Estaban diciendo que se preparaba un montaje de golpe de Estado pero el de verdad se adelantó o que el que creíamos real era un montaje? El interés que despertó en mí me hizo ir a por las gafas para ver mejor la tele (que me ponga las gafas para ver la tele implica que realmente estoy interesada lo que estoy viendo y no es sólo televisión ambiental). Una de dos, o Évole se estaba ganando a pulso entrar en los libros de Historia o todo era una gran broma. Parecía una broma pero... ¿una broma sobre el 23-F? ¿Alguien se atreve a bromear sobre el 23-F? Me lancé a twitter, que es donde se cuece todo. Y sí, allí ya había quien decía cosas como “Si sale alguien hablando en inglés, es todo una broma” (e inmediatamente salió alguien hablando en inglés) o que si estábamos delante de un evento de las características de “La guerra de los mundos” de Orson Wells (pincha aquí si no sabes de qué hablo). No sé cuándo decidí que lo que estaba viendo no era real, pero había demasiadas cosas que no me cuadraban. ¿Garci reconociendo que su Óscar era un tongo? ¡Ja! (Sí, lo sé, políticamente seguro que esto es lo menos escandaloso del reportaje –si fuera real- pero a mí es casi lo que más me impactó, será por las reminiscencias cinéfilas de mi adolescencia).

Al final sí, realmente todo es un falso reportaje del que se habló mucho ayer por Internet y hoy allí y en muchos otros sitios (supongo, porque he preferido no oír/leer nada hasta escribir mi propia opinión). Hay quien aplaude a Évole y hay quien lo mataría ahora mismo. Yo soy de las que, cuando acabó el reportaje, tuve ganas de levantarme y aplaudir. Me gustó mucho, mucho. Me pareció ameno, valiente y con un transfondo mucho más allá del 23-F. El reportaje de ayer es una crítica al hecho de que, aún hoy, los archivos sobre el golpe de Estado son secretos, así que cualquier cosa que pensemos, que nos inventemos, que especulemos podría ser tan verdad o tan mentira como lo que realmente sabemos. Sí, el 23-F pudo ser un montaje como el que mostró ayer Évole. O puede que Tejero fuera un extraterrestre que intentaba invadir la Tierra empezando por nuestro país. O puede que lo que sabemos fuera la verdad. Pero no lo sabemos, porque esos archivos siguen siendo secretos. Toma.

El reportaje también es una punzante arma para los espectadores, ¿tenemos que creernos todo lo que vemos en la tele? ¿Nos lo creemos? ¿Opinamos de manera encarnecida sobre todo lo que nos cuentan en la tele? Yo cuando empecé a verlo, no escribí en twitter nada sobre el reportaje. ¿Por qué? Porque desde el primer momento, tuve dudas. No me voy a hacer aquí la más lista y decir que desde le minuto cero supe que era mentira, porque no es cierto. Pero tampoco en el minuto cero me creí todo lo que vi, no me lo tragué como cierto. No es que sea una experta en periodismo y no sé cuándo decidí no creerme todo lo que sale por prensa y tele, pero la primera vez que se publicó un reportaje en la prensa local sobre un proyecto en el que participé y vi que habían publicado la conclusión principal justamente de manera contraria a como había sido, decidí que nunca me creería nada sin antes pensarlo un poco antes. Y eso es lo que, como espectadores, como sociedad, nos hace falta: ser críticos, poner en duda todo, absolutamente todo lo que nos dicen, lo que nos enseñan, lo que nos cuentan. Tal vez es mi espíritu científico el que me lleva a dudar de todo lo establecido (esa es la base de la investigación), pero creo que esa incredulidad debería ser básica para que no nos convirtamos en robots.

Por último, creo que el reportaje de Évole se merece un aplauso por la valentía de hacer algo así en un país en el que no estamos, para nada, acostumbrados a este tipo de ficción. Esto está muy relacionado con lo anterior. En un país en el que mucha gente se sigue indignando con las noticias de “El mundo today”, necesitamos más mundostoday y más falsos reportajes de Évole para educar al personal en la autocrítica. Recuerdo perfectamente la primera vez que me creí un falso reportaje. Se publicaba en un suplemento dominical. No recuerdo si yo aún era una estudiante adolescente o estaba ya en la Universidad haciendo Biología, pero vi un reportaje de un tal Jean Fontana sobre unos fósiles que se habían encontrado de un animal ya extinto que se parecía mucho, pero mucho a las míticas sirenas. Flipé, flipé en colores. ¿Cómo podía ser aquello verdad? Y sobre todo ¿cómo podía ser aquello verdad y nadie me lo había contado antes? Al final del reportaje descubrí que en realidad Jean Fontana es Joan Fontcuberta, un artista especializado en fotografía que había creado aquel falso reportaje. Mirándolo bien, al inicio del reportaje ponía algo así como “relato” o algo que indicaba claramente que no era un reportaje, sino una simple ficción. Me cabreé mucho, muchísimo, ¡cómo alguien osaba tomarme el pelo así! Con el tiempo, relativicé mi cabreo y valoré mucho más aquella historia (fabulosa, por otro lado). En realidad lo que me cabreaba era que algo tan increíblemente maravilloso no fuera real. Me cabreaba que la fantasía fuera mejor que la realidad, que la maldita realidad (una vez más) no le llegara ni a la punta de los zapatos a la fantasía. Y me enseñó a no creer a pies juntillas nada de lo que viera o leyera.

Resumiendo. Somos corderitos que nos dejamos llevar al matadero sin ni siquiera plantearnos nada. Nos lo creemos todos, lo engullimos y nos puede más el opinar antes de verificar lo que nos cuentan. Así nos va, así nos irá. Flipamos con las distopías de las novelas de ciencia-ficción futurista, pero somos ya carne de cañón para protagonizar nuestra propia distopía. Así que cuidado con lo que os creéis.

Enhorabona, Jordi! Ets un puto crack!

jueves, 13 de febrero de 2014

Lo del aborto

La reflexión más razonable que he leído en mi vida sobre el aborto fue en una carta al director en un diario, hace varios años. La escribía una señora católica y practicante. Dejaba bien claro que ella nunca abortaría, por convicciones religiosas, pero que entendía que había gente que no compartía sus creencias y que tenía que existir una ley que lo regulara, que permitiera a una mujer abortar en el caso que ella lo considerara necesario.

“Me quito el sombrero delante de esta señora”, pensé entonces. Ojalá todo el mundo pensara como ella, fuera tan respetuoso como ella. Ella tiene unas ideas muy claras y sabe lo que no haría, pero ella no se consideraba nadie para decidir lo que hicieran los demás, ni para juzgarlo.

Yo fui a un colegio de monjas. Desde los 3 a los 17 años. Toda mi vida escolar. Me contaron muchas cosas. No soy practicante y creyente sólo a ratos. Digamos que soy pseudo-escéptica y pro-“que cada uno piense lo que quiera y haga lo que quiera, mientras no moleste a los demás”. Lo que sí que me quedó claro tras tantos años de rosarios, misas y sermones es que, al fin y al cabo, lo único que importa es ser buena persona o ser mala persona.

Pongamos que no existe Dios. Si no existe Dios, podemos ser buena gente o mala gente porque nos da la gana, porque nos parece lo correcto o porque ser una u otra cosa nos parece lo más adecuado. A mí, en este escenario, lo lógico me parece ser buena gente. Da menos problemas, no te metes en líos y no te genera mala sangre.

Pongamos que sí existe Dios. Si existe Dios, podemos ser buena gente o mala gente, porque a Dios le parecerá bien o mal. A mí, en este escenario, lo lógico me parece que todos los que creen en Dios van a ser buena gente. Si eres buena gente, irás al cielo; si no, te quemarás en el infierno. Vamos, que si crees en el Dios que sea, eres siempre bueno, ¿no? Pues no.

Para mí, ser buena gente es vivir tu vida, sin molestar a nadie, ayudando a los que quieres, sin dejarte machacar, ignorando a la mala gente (cuando puedes). Y, qué queréis que os diga, últimamente los católicos practicantes no me dan el pego de buena gente. ¿Tu religión no te permite abortar? No abortes. Los musulmanes no comen cerdo y no por eso han creado una ley que prohíba comer carne de cerdo, ¿no? Si no quieres comer carne de cerdo, no la comas. Pero si la quieres comer, puedes ir al súper a comprarla.

Pues eso.

Esto del aborto es un tema muy serio. La mujer que aborta no lo hace alegremente, como si fuera a sacarse una muela. Todo lo que lleva y rodea una decisión así es muy duro. No es una decisión tomada al azar, ni arbitraria, ni feliz. Supongo. Ninguna mujer que yo conozco ha abortado que yo sepa, lo que no quiere decir que no conozca a nadie que haya abortado. Simplemente, yo no lo sé. Tampoco, supongo, es una cosa que se va contando por ahí. Yo nunca he tenido que pasar por la experiencia de plantearme nada así, pero no tengo ni idea de lo que haría, ni idea. Si tengo pareja, soy feliz y me quedo embarazada, lo tendría. Si me quedo embarazada de un gilipollas que me pega, me ha abandonado, me he quedado sin trabajo, me van a desahuciar y la criatura viene con una malformación que acabará con su vida en días, supongo abortaría. Y por eso mismo creo que tiene que existir una ley que lo regule de manera razonable, sin tener en cuenta las convicciones religiosas de nuestros gobernantes. Cada caso es un mundo, cada mujer, cada vida, cada instante no tiene nada, absolutamente que ver con otro. Y por eso creo que cada mujer, en cada instante de su vida, tiene que tener derecho a decidir y a que la ley le ampare en su decisión, sea cual sea ésta.

Recuerdo dos anécdotas de mi época escolar relacionadas estrechamente con esto. La primera era un caso que contó una compañera de una mujer cuyo esposo sólo pasaba por casa cada cierto tiempo, para hacerle un hijo y volver a desaparecer. Se hizo una ligadura de trompas, a pesar de ser católica, practicante, porque ya no podía más. No podía mantener a los numerosos hijos que su esposo religioso le engendraba periódicamente, para después abandonarlos. Cuando le preguntamos a la monja de turno si eso era pecado, dijo “Bueno, claro, es que cada caso es diferente…”. También recuerdo una charla que nos dio un sacerdote recién llegado de las misiones de África. Entonces, para mí, África era un país enorme lleno de niños que pasaban hambre y de guerras. Él volvía de una de esas guerras, en las que algunos sacerdotes habían muerto y muchas monjas habían sido violadas. Nos contaba cómo las monjas hacían todo lo posible para evitar quedarse embarazadas tras las violaciones o abortaban con lo que tuvieran a mano (creo recordar que pronunció palabras como “espráis” y “palos”). El murmullo en el auditorio era claro, nuestras mentes (pre)-adolescentes no daban crédito a la información que recibíamos. ¿Abortar? ¿Monjas? Al sacerdote aún le dio tiempo a hablar un poco más antes de que la monja cortara de cuajo la charla: una monja embarazada en mitad de un conflicto bélico tiene los días contados. Y al final, lo que importa es sobrevivir, hacer lo que nos toca hacer para enfrentarnos a las circunstancias y salir adelante.

Pues eso.

Supongamos que sí existe Dios. Si Dios existe, quiero ser yo quien le de a Él las explicaciones pertinentes de por qué hice o no hice esto o aquello. Quiero ser yo la que haga las cosas bien o mal, la que decida sobre un tema tan delicado como la maternidad. Si Dios existe, habrá que rendirle cuentas a él. Yo no quiero rendirle cuentas a Gallardón. Él no es Dios. Él es un Ministro con un cargo temporal que no debería jugar a ser Dios. Si Dios existe, Él se encargará de juzgar a quien haya actuado bien o mal. Si Dios existe, quiero ser juzgada por él, no por un humano que se cree superior a mí por… ¿por qué? ¿Por ser religioso? ¿Por ser político? ¿Por ser hombre? Cualquiera de estas respuestas me aterra.

Supongamos que sí existe Dios. ¿Qué opinaría Él de la reforma de la ley del aborto? ¿Creéis que felicitará a Gallardón cuando le llegue su hora y tenga que rendirle cuentas? Yo creo que no. No el Dios del que me hablaron en mi infancia y juventud. Pero igual peco de soberbia al intentar pensar lo que opinaría Dios. Pero ¿no pecan también de soberbia nuestros gobernantes al intentar implantar lo que ellos creen que es lo correcto? ¿Pueden ser más soberbios, ellos, nuestros gobernantes (que NO LO OLVIDEMOS fueron elegidos por nosotros, trabajan para nosotros, nosotros somos sus jefes y no al revés), que nosotros, los que los elegimos? Una cosa que recuerdo muy, muy bien es que Dios hizo a los hombres libres, capaces de actuar bien o mal, de pecar o no pecar. Libre albedrío, lo llamaban. Si Dios nos dio libre albedrío, ¿por qué los políticos nos lo quieren arrebatar?

Que alguien me lo explique, porque no lo entiendo.

Tampoco entiendo por qué hay tanta falsedad, tanta doble moral con este tema. Mi abuela era enfermera de un sanatorio (en el que, por cierto, nació nuestra actual Princesa). Son muchas las veces que mi madre la oyó hablar de “raspados vaginales” a los que las niñas bien de la ciudad eran sometidas. Había mucho alcohol en las fiestas de aquella época, la gente bien se lo pasaba muy bien y, como buenas católicas, los métodos anticonceptivos no eran norma habitual. Así que las niñas bien de la ciudad se sometían a “raspados vaginales” que solucionaban el problema, mientras que la gente pobre aguantaba con lo que venía o moría en manos de supuestas sanadoras expertas en eliminarte esos problemas. ¿Pensáis que la nueva ley solucionará esto? No. Volvemos a lo de siempre, a lo que es tan habitual en los últimos tiempos: la fractura entre la clase alta y la clase baja (¿media? ¿quién habló de clase media?). Si esta reforma de la ley del aborto sale adelante, volveremos a esta doble moral: quien pueda, abortará a escondidas, pero con todas las comodidades necesarias, aquí o en lugares donde sea legal. Quien no pueda, se arriesgará en manos de sanadoras que (seguro) resurgirán en todos lados o se verá obligada a alimentar a una boca más, pueda o no pueda, venga la criatura como venga, y sean sus condiciones vitales las que sean.

Qué queréis que os diga. A mí todo esto me da mucha pena. No soy yo de salir por ahí con las tetas al aire gritando eso de que mi cuerpo es mío y yo hago con él lo que me sale del floro. No lo soy porque me da vergüenza enseñar las tetas y porque no sé si es el mejor camino para conseguir las cosas. Pero entiendo que haya quien lo haga y creo que lo agradezco. ¿Es una barbaridad enseñar las tetas o interrumpir una misa para reclamar mantener un derecho que, actualmente, tenemos? Sí, puede que sea una barbaridad. Pero también es una barbaridad obligar a una mujer a ser madre de un crío con malformaciones, o ser obligada a ser madre en una situación personal determinada, que no conocemos y que, por tanto, no podemos, ni debemos juzgar. Y son barbaridades muchas cosas que pasan a nuestro alrededor últimamente, como oír a un cura decir que alguien tiene cáncer por ser homosexual, o que se aprueben tasas inasumibles para poder generar energía limpia, o que haya más de una cuarta parte de la población activa sin trabajo, o que desahucien a gente por deudas insignificantes en comparación a los sueldos de nuestros políticos, o que… o que…

Hay tantos “o que” últimamente. Pero parece que ya somos inmunes a todo.

Qué pena.

domingo, 26 de enero de 2014

Las bicis y Son Moix

 Ya conté el otro día que estos días pasados han sido días de fiesta por mi tierra. El día 20, patrón de la ciudad, aproveché para hacer algo que, desde que he tenido uso de razón, he querido hacer y nunca había hecho: participar en una diada ciclista.

Es un acontecimiento que se repite cada año desde hacer 36. Es un recorrido que va desde la plaza del Ayuntamiento, hasta un polideportivo municipal, Son Moix. La primera diada ciclista fue para dar a conocer las entonces recién estrenadas instalaciones de Son Moix: un enorme edificio con piscinas y pista de baloncesto. Este año, ha servido de excusa para re-inaugurar el mismo reciento. Vosotros igual no os acordáis, pero hace unos años, esta isla sufrió las consecuencias de una ciclogénesis explosiva que, entre otras cosas, se llevó por delante el techo de estas inmensas instalaciones.

La cuestión es que ahí estaba yo, un poco antes de las 12 del mediodía, después de una noche de fiesta, con la bici de mi hermana la gafapasta (la mía, plegable, sigue pinchada), con un número de inscripción que me encanta (con sietes, muchos sietes) rodeada de miles de otros ciclistas de todos los tipos y edades: profesionales, jóvenes resacosos, niños con padres, grupos escolares, familias enteras que durante un día desempolvan la bicicleta para hacer de esta ciudad eso, una ciudad de bicicletas.

El recorrido no es largo, unos seis quilómetros. Yo, que voy en bici pero poco (y menos distancias) no estaba muy segura de ser capaz de hacer todo el recorrido sin problemas. Aunque todo el mundo me decía que seis quilómetros no son nada, no estaba yo muy convencida. Pero me llena de orgullo y satisfacción decir que hice los seis quilómetros sin problema (bueno, con un ligero dolor en una rodilla, dolor que no recordaba desde mi época de futbolista –hace sólo un par de años). Incluso subía la terrible cuesta junto al cementerio, en la que el 50, qué digo el 50, yo diría que el 70% de la gente que participaba tuvo que subir a pie. Incluso subí la aún más terrible (pero corta) última cuesta que hay justo antes del puente que atraviesa la vía de cintura, ya a pocos metros del polideportivo.

Y allí llegué yo, más feliz que una perdiz, a la meta.

Como decía, el día también sirvió para re-inaugurar las instalaciones deportivas del viejo polideportivo. Qué queréis que os diga. Yo aprendí a nadar en esas piscinas. Poder volver a entrar allí, después de tantos años, después de haber visto fotos de esas piscinas casi en ruina, poder volver a ver la piscina pequeña, en la que aprendí a nadar y la grande, en la que flipaba con su profundidad, fue muy especial. Como cuando haces obras en casa y, por fin, tras meses y meses de polvo y obras, las ves acabadas. Como volver a una lugar querido al que hace mucho que no vuelves. Ahora toca esperar unas semanas más para que las re-inauguren de verdad y poder probarlas.

Las fotos, un batiburrillo de bicicletas y piscinas.

Ahora sí, ahora de verdad, ahora se han acabado las fiestas.

Ya va siendo hora de volver a la realidad.

Yo ya estoy en el aeropuerto, a punto de partir al segundo viaje laboral del año.










lunes, 20 de enero de 2014

En fiestas

Hay unos días, a mitad del mes de enero, que mi isla se llena de fuego. Son los días que van aproximadamente del 15 al 20 de enero, aunque pueden alargarse más o menos en el calendario, ya se sabe, las fiestas hay que celebrarlas bien celebradas. Son los días que rodean a San Antonio, el día 17, patrón de la mayoría de pueblos de la isla y San Sebastián, el día 20, patrón de la capital de la isla. Son días en los que se discute siempre, siempre, la conveniencia e inconveniencia de ambas fiestas: los de los pueblos que trabajan en la capital se quedan de tener que hacerlo el día de su patrón y no poder disfrutar de sus fiestas, los de la capital que trabajan en pueblos se quedan de lo mismo; incluso aunque puedas disfrutar de tus fiestas locales, unos y otros se quejan (nos quejamos) de no poder disfrutar de las otras. Todas estas quejas esconden una realidad absoluta: todos los mallorquines quisiéramos que fuera festivo en toda la isla tanto el día 17 como el 20. No sólo eso, ojalá fuera festivo ambos días y los días intermedios, sin molestos días laborales de por medio.

La cuestión es que estos han sido días de fiesta por estos lares. Fuego en forma de grandes hogueras, viandas de cerdo, humo, música y bailes tradicionales, glosas, alcohol y hasta pinos de más de 20 metros por escalar. Y lluvia. Fiestas y enero son una combinación extraña. Así que la lluvia suele ser un invitado no por menos inesperado sí incómodo.

Anoche, víspera de San Sebastián, se celebró la revetla, la verbena de la ciudad. Una revetla que se celebra en la calle, con conciertos oficiales y extraoficiales en varias plazas de la ciudad, con fuego y humo. Y, como muchos años, con lluvia. Ya hace años que no se suspenden las actuaciones musicales porque los escenarios son cubiertos. Aún recuerdo aquella revetla, con todos los conciertos suspendidos y la gente paseando por las calles, sin querer volver a casa, bajo una lluvia intermitente pero puñetera. Porque esta es una noche para estar en la calle, para pasear, para ir de plaza en plaza cruzándote con amigos, conocidos y hasta con enemigos. Todos están en la calle, todo vamos a las calles. Hasta las luces de Navidad se vuelven a encender, una sola noche, el 19 de enero.

Ayer fuimos al centro con paraguas, chubasqueros y botas de agua, después de una tarde de lluvia constante. El primer chaparrón fuerte nos pilló a resguardo, cogiendo fuerzas para pasar la noche, mientras sonreíamos por los incondicionales de los bailes tradicionales que seguían bailando bajo la lluvia. Poco después, tras algunas copas, éramos nosotros los incondicionales que estábamos allí, bajo la lluvia, como si fuera la última oportunidad de nuestras vidas de bailar así. Es lo que tiene, la magia de esta revetla.

La lluvia intermitente nos acompañó toda la noche. Imposible estar en todas las plazas. Música tradicional primero. Ritmos de jazz y swing después. De vuelta a casa, el diluvio universal. Y, una vez en la cama, aún con el frío en los huesos y el olor a humo y fuego impregnando ropa y pelo, piensas en que ya ha pasado otro año, que aún queda otro un entero para volver a disfrutar de una velada en la que la ciudad se lanza a la calle, en la que el fuego invade todos los rincones y la música las principales plazas.

Las fotos, mal hechas con el móvil, son de anoche: nuestro refugio de la lluvia, bailes en la plaza y la lluvia de vuelta a casa.




domingo, 5 de enero de 2014

Reyes Magos



Esta noche vienen los Reyes Magos.

Y por mi casa van a pasar, seguro.

¿Cómo lo sé? Porque llevan varios días subiendo por el balcón.

Ja.

miércoles, 1 de enero de 2014

1 de enero de 2014

El año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, un Ginkgo biloba, por ejemplo. Así, a simple vista, es una cosa seca, esmirriada, sosa, pero en su interior guarda toda su sabia, toda su energía, que irá mostrando tal vez poco a poco, a lo largo del año, tal vez de golpe, en algún momento en concreto.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, sabes que lo que traerá, lo que vendrá es más o menos similar al año anterior… o no. Porque puede sorprenderte, para bien o para mal: nuevas hojas, nuevas ramas, nuevas sorpresas, nuevos problemas. Cosas agradables o desagradables.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, aparentemente muerto y vacío por fuera, absolutamente vivo por dentro, preparado para estallar en toda su vitalidad a partir de ahora, en cualquier momento.

En la foto, mis ginkgos (casi) sin hojas, hoy, primer día de 2014.

Feliz día. Feliz año.

martes, 31 de diciembre de 2013

13 de 2013


Yo antes, cuando tenía otro blog, cada año me dedicaba a hacer un resumen de los viajes que había hecho ese año, de las noches que había pasado fuera de casa, de los aviones que había cogido y de los países que había visitado. Pero era un poco agobiante, la verdad, y a veces hasta angustioso. En los últimos tiempos, ya ni lo hice. Desde que tengo este blog, sólo ha habido un final de año antes que éste y admito que he tenido que ir a la entrada correspondiente para ver qué había escrito.
 
Éste ha sido un año bastante mierdoso en general, pero si miro atrás, en mi caso, no ha sido tan malo. Qué va. Con la historia de GordiPé de las trece cosas que nos hacen sonreír o ser felices o llenarnos de buen rollo, empecé a pensar a ver si era capaz de encontrar trece cosas de mi año que me provocaran eso. Y flipé. Porque me salían más de trece. Eso sí, tengo que admitir que algunas de ellas las he recordado mirando el blog, porque las había olvidado. Creo que pongo tanto empeño en olvidar algunas cosas malas que, sin querer, algunas buenas desaparecen misteriosamente de mi mente. Es así, esta cabecita mía.

Ahí van algunas de las cosas que me han hecho feliz este año. Trece para ser exactos.

1. Las agujas. Esto debe sonar a marujeo total, pero tejer me hace feliz. Aunque empecé en 2012, ha sido este 2013 en el que me he lanzado más. Gorritos, cuellos, faldas, mantitas. Ahora ya me lanzo a todo. Aunque ahora mismo sufro una pequeña crisis tejedora, ya que estoy a punto de deshacer el que iba a ser mi primer jersey, cuando ya está casi, casi listo. Pero es que es demasiado grande. Y ya que hacemos las cosas, las hacemos bien.
 
2. Una carretera costera en Irlanda del Norte. Porque, a pesar de todo, fue una pasada.

3. Una cerveza y un libro en el Cap de Creus. Uno de mis lugares a los que volvería siempre. Siempre.

4. Namibia. Con todo lo que significa. Siempre me da una pereza mortal ir: demasiadas horas de avión, demasiado trabajo, un lugar tan fascinante como extraño. Pero Namibia tiene algo mágico, especial. Horas y horas de trabajo se compensan viendo lobos marinos, paseando por el desierto, comiendo junto a flamencos, visitando Etosha, comprando telas o presumiendo de mis trencitas namibias. He pasado cinco semanas de este año allí, más una el año pasado. Tras mi isla natal y Creta, es el tercer lugar en tierra firme en el que más tiempo he estado en mi vida. El mar va aparte.

5. El mar. Siempre el mar. He pasado un mes este año, con momentos más o menos buenos. Me quedo con la primera semana en el mar, en un barco que no conocía, una campaña compacta, tranquila, curiosa e irrepetible.
 
6. Una velada con Joseph Fiennes. Uff. Qué momento.

7. Mi coche nuevo. Vale, sí, esto es materialista total, pero comprarme CocheCapricho fue lo que necesitaba en ese momento. Y estoy encantada de haberlo conocido. Muy encantada.

8. Las albonquetas. Por el momento risas que conllevaron. Y todos los momentos de risa tonta y absurda que he pasado con mi familia, con mis amigos; esas cervezas, vinos o copas compartidas. Esas explosiones de risa en momentos absurdos son lo más de lo más. Esas confidencias delante de un vaso de lo que sea son también lo más de lo más. Ver reír a la gente de tu alrededor. Reír con ellos. Estar con la gente que quieres. Compartir con ellos. ¿Hay algo mejor?

9. El lindy hop. Llevo ya meses escuchando swing y viendo bailar lindy hop. Incluso en verano fui a una clase. Pero con tanto ir y venir de aviones, no me he puesto en serio a aprender a bailar. El otro día, fui a otra clase y flipé. Quiero bailar lindy. ¡Ya! ¡Quiero ser una hopper!

10. El monasterio, el cementerio y Venecia. Cómo un viaje de trabajo se convierte además en un viaje con amigos. Volver a Venecia. Visitar un cementerio mágico. Y volver a un monasterio aislado del mundo en el encontrar esa paz que a veces todos necesitamos. Todo fue genial.

11. El casino de Constanza. No me entusiasmó especialmente el viaje a Rumanía, nada, pero cuando vi el casino de Constanza, a la cálida luz del atardecer, emitiendo toda su magia, caí rendida a sus pies. Sin contemplaciones.

12. Asturias y la supervivencia de las plantas. Me gustó volver a Asturias. El rato que pasamos sentados en un banco en Cudillero es de lo mejorcito del año. Sin duda. Pero hubo muchos otros momentos, como el baño en la playa de San Antolín, el mejor del año. Relacionado con este viaje, me quedo con el montaje que hice para que mis plantas sobrevivieran en mi ausencia. Y hablando de plantas… mis plantas… mis ginkgos… verlos crecer es de lo mejorcito de cualquier año. 

13. El espectáculo navideño de luces y música en Bruselas. Mi relación amor-odio con Bruselas tendió inexorablemente hacia el amor cuando vi en la Grand Place un espectáculo de luces y música que me puso los pelos de punta. Qué maravilla.

Como decía, ha habido más de trece momentos buenos este año, muchos más. Y espero que 2014 traiga todavía más. Para mí y para todos.
 

Feliz entrada de año.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Solsticio de invierno

Mañana del día de Nochebuena.

06:30. Suena el despertador de mi móvil nuevo. Al principio no lo reconozco, ¡suena tan raro! Lo paro. Durante un mini-segundo me planteo realmente lo de levantarme. ¿A las seis y media? ¿En un día que no trabajo? ¿En invierno? ¡Ja! Me doy la vuelta y me acurruco entre las sábanas.

06:40. Pero tal vez debería levantarme. Yo había puesto el despertador por algo guay. Pero igual no vale la pena. Es invierno. Es de noche. Hace frío. Y estoy en la cama súper feliz, súper abrigadita. Pero si no me levanto, igual me arrepiento. Pero si me levanto y luego no vale la pena, igual me enfado por no haberme quedado en la cama.

06:44. Vale, el límite son las siete menos cuarto. Si a y 45 no me levanto, pues ya no me levanto. Pero si quiero ir… pues me tendré que levantar.

06:45. Suena el despertador radio, colocado a una distancia suficientemente lejana como para obligar a levantarme para pararlo. Mierda. Ahora sí que no me podré dormir. No lo entiendo. Cuando suena para ir a trabajar, ni lo oigo. Y hoy sí. ¿Será una señal? Venga, me levanto.

06:46. Fantaseo con la idea de salir a la calle con el pijama debajo de la ropa. Pero tampoco hace tanto frío. Bah, no voy a desayunar, así gano tiempo. Pero tengo hambre. Mucha hambre. Miro por la ventana: hay nubes, pero no está totalmente cubierto. Hay esperanzas.

07:00. Desayuno una tostada de pan con sobrasada y miel. ¿Que nunca lo habéis probado? Es néctar de dioses. Me salto el té, ya me lo tomaré cuando vuelva.

07:10. Me visto. Voy sobre la hora prevista. Cojo la réflex digital. Le ponto el objetivo 55-200 y meto el 18-55 en el bolso. Por si acaso.

07:15. Salgo de casa. Es de noche. No hace tanto frío como creía. Menos mal que me he quitado el pijama.

07:19. Llego a la parada del servicio público de bicis. Hay muchas, muchas bicis. Hm, tal vez haya salido demasiado pronto de casa.

07:23. Llevo a mi destino. Si es que esto de las bicis es la leche. Vale, es muy pronto. Qué digo yo, requetepronto. Llego a la entrada del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo, Es Baluard, situado en el recinto amurallado que rodeaba la ciudad. Oh, hay más gente. Menos mal. No he sido la única pringada que se presenta aquí a estas horas. Siguen las nubes.

07:30. La chica de seguridad del Museo aparece puntual a abrir el acceso a las terrazas, acceso abierto de forma excepcional estos días. Y a estas horas. Nos da los buenos días a la poco más de media docena de pringados cargados con cámaras de fotos, trípodes, guantes y bufandas.

07:32. Subo por primera vez a las terrazas de Es Baluard. Nunca había estado. Aún es de noche. Las vistas son preciosas: la Catedral (nuestra Seu), el Castillo de Bellver, toda la ciudad, la bahía. Un enorme crucero espera para entrar en el puerto.

07:45. Esto se va animando. Cada vez hay más gente. La gente va tomando posiciones. Poco a poco, se va haciendo de día. La oscuridad va dejando paso a una claridad tan tenue que apenas es perceptible. Ahora soy totalmente consciente de que he madrugado demasiado. Pero no pasa nada. Voy haciendo pruebas con la cámara, jugando con la luz, apreciando esa claridad tan sutil que va iluminándolo todo.

07:50 (o por ahí). Se apagan las luces de las calles. Cada vez hay más claridad. Y más gente. Pero hay nubes. De todas maneras, hay una pequeña franja despejada en todo el horizonte. Aún hay esperanzas…

07:55. Vale. Ya. Que salga el sol de una vez, que empiezo a tener frío.

08:00. Suenan las campanas de algunas iglesias. La claridad del día es palpable. La Seu, a contraluz, sigue estando oscura. La piedra y el cristal de su rosetón parecen del mismo material, oscuro, gris, apagado.

08:03. Ya nos vemos todos las caras. Quien más quien menos mira de reojo a sus compañeros de excursión matutina, sólo sombras hasta pocos minutos antes. Somos más de cincuenta personas, casi un centenar mirando hacia el este, con legañas en los ojos y esperanzas de que el sol venza a las nubes.

08:06. Un niño a mi lado grita “¡Ya se ve!”. Y tiene razón el enano. De repente, el rosetón se ilumina tenuemente de color rojo. Rojo fuego. No sé si alguien lo dice, si lo pienso yo o si lo he leído en algún sitio: parece que se haya prendido fuego dentro de la Seu. El efecto no es espectacular: las nubes limitan mucho el momento, pero el brillo, la luz, es clara. El sol recién salido atraviesa los dos rosetones de los extremos de la Catedral, a modo de gigantesco caleidoscopio arquitectónico. Astronomía, arquitectura, diseño, y belleza se aúnan en este momento casi mágico.

08:10. “Ya se ha acabado por hoy”, dice alguien. “Podemos ir ya a desayunar”, comenta otro. Pero no nos movemos. No sé si por un respeto a nuestros ancestros capaces de diseñar algo así, por miedo a romper la magia o, simplemente, con la esperanza de ver algo más. El rosetón vuelve a estar muerto, sin luz. Aparece un señor mayor, con auriculares puestos y a paso ligero: “¿Se ha visto algo hoy?”. “Un poco.”, le contesta alguien, “Se ha visto algo, pero sólo un poco”.

La gente empieza a desfilar, nos vamos todos a casa en esta mañana de Nochebuena. Vuelvo a pie, pensando en lo que acabo de ver, en lo que significa, en la belleza de las cosas que parecen simples, pero que en realidad son sumamente complejas. Y llego a la conclusión que acabo de inaugurar una nueva tradición a repetir en cada solsticio de invierno.

Hay bastante información en internet sobre este fenómeno, como en la página de la Societat Balear de Matemàtiques (que son los que han promovido el conocimiento de este efecto y que organiza actividades cada año), documentos científicos, fotos y vídeos, incluyendo la noticia en el Telediario de La 1 o en el programa “Un país en la mochila”.

Vale la pena madrugar para ver algo así. Lo prometo.

En las fotos, sucesión de imágenes de la Seu, antes, durante y después del espectáculo de luz.








domingo, 8 de diciembre de 2013

Mandela

En el aeropuerto de Johannesburgo, hay una figura de Mandela, a tamaño natural. Creo recordar que está hecha de pequeñas cuentas, pero no estoy totalmente segura. Es una figura grande, no sé si él era muy alto o la figura es más grande de lo que él era. La figura lleva una de esas camisas tan coloridas, camisas Madiba las llaman, el nombre de la tribu de Mandela y como le conocían en Sudáfrica. Muy cerca de la figura, hay precisamente una tienda de este tipo de camisas.

He seguido con atención las noticias de la muerte de Mandela, desde que me enteré el jueves por la noche. Ha habido una especie de evolución en la información, al principio todo, absolutamente todo, eran halagos hacia su figura, hacia su labor en la eliminación del apartheid. Luego la cosa se fue diluyendo, con críticas no a él ni a su labor, sino a aquellos que en su día lo condenaron y ahora lo alaban, y con una visión un poco más realista de la situación actual de Sudáfrica: sí, no hay apartheid, pero la situación dista mucho del mundo de igualdad por el que Mandela luchó.

Recuerdo una conversación sobre Mandela, a los pies del faro de Swakopmund, hace apenas de 3 meses. Hablaba con una española afincada allí sobre la visión que tienen los namibios de Mandela. Me sorprendió, lo admito. Me sorprendió porque para ellos Mandela es una figura que los países del primer mundo han ensalzado y adoran, un representante del fin del apartheid, cuando en realidad, Mandelas hubo muchos, gente luchando contra el apartheid hubo mucha y, en realidad, sus Mandelas son diferentes a los nuestros. No es que infravaloran la labor que hizo, sino que la relativizaban en un contexto mucho más amplio, en un contexto que nosotros ni siquiera conocemos. Digamos que los blancos convertimos a Mandela en un héroe, cuando héroes hubo muchos más.

Supongo que también lo del fin del apartheid se ve muy distinto en Sudáfrica o Namibia que cómo lo vemos en Europa. Como decía antes, la sensación que tuve yo en Namibia es que el apartheid no existía sobre el papel, pero sí en la realidad. No conozco Sudáfrica, pero de lo que conozco de Namibia puedo decir que allí la igualdad está muy lejos de ser real. En Swakopmund no hay un solo negocio, ni uno solo, cuyo dueño sea negro. Los blancos son, en general, los ricos. Los negros, los pobres. No verás negros viviendo en los lujosos chalets que hay a orillas del mar, igual que no verás blancos viviendo en Mondesa. No hay colegios exclusivos para blancos y colegios exclusivos para negros, pero no son tantas las escuelas que son interraciales en la práctica. Como tampoco son tantos los restaurantes en los que hay clientes de ambas razas. Cuando estuvimos en Etosha, los únicos visitantes negros del parque (además de nuestro acompañante) eran niños de colegios cercanos, que vimos el último día. La noche que cenamos en el restaurante de Okauko, nuestro amigo negro era el único cliente de color y juraría que el trato hacia él del camarero negro era diferente que hacia nosotras, dos chicas blancas.

La realidad es ésta: aún queda mucho por hacer. Y no nos pensemos que en nuestra cómoda Europa las cosas son mejor. Hace unas semanas, estando en Copenhague, viví una experiencia que me llamó la atención. Estaba haciendo cola en recepción, esperando para pedir un certificado de mi estancia en el hotel (suena tan raro como es), cuando las chicas que había justo delante de mí (unas nórdicas muy rubias) hicieron un gesto tan sutil como racista. Había dos recepcionistas: uno negro y otro blanco y rubio. Ambos estaban atendiendo a otros clientes, a punto de acabar los dos, pero el chico negro acabó antes, apenas unos segundos, pero antes y se dirigió a las chicas sonriendo. Ellas lo ignoraron y miraron al chico rubio, que acababa en ese preciso instante de atender a otro cliente y se dirigieron a él. Así. Sin más. Con total disimulo, o con total descaro. Por despiste o por racismo. No lo sé. Pero la cara que se le quedó al recepcionista negro fue todo un poema. En dos segundos se recompuso y pasó a sonreírme a mí y a atenderme (súper profesionalmente, súper diligentemente, súper educadamente). Me llamó mucho la atención, mucho, mucho y me pareció una situación bastante desagradable.

Y ahora Mandela ha muerto. Su labor fue increíble, sí, pero necesitamos muchos más Mandelas para lograr vivir en una sociedad como con la que él soñaba. Entre las muchas frases suyas que estos días circulan por doquier, hay una que me parece especialmente significativa: “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Es así. Si esas muchachas rubias hubieran vivido con naturalidad desde pequeñas la realidad interracial del mundo, probablemente su reacción hubiera sido distinta. Si yo desde pequeña hubiera conocido la realidad interracial del mundo (de pequeña, para mí los negros eran sólo cabecitas oscuras en las huchas del Domund), no hubiera necesitado viajar a Namibia para saber cómo se siente un negro en mitad de un mundo blanco, porque es exactamente igual que cómo se siente un blanco en mitad de un mundo negro. Porque sí, al fin y al cabo, todos somos iguales.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Señores diputados:

El pasado 1 de noviembre, me sorprendió la noticia de la desbandada de muchos de ustedes para empezar a disfrutar del fin de semana largo de Todos los Santos. Y me sorprendió mucho más ver cómo ustedes justificaban sus carreras por el pasillo del Congreso. ¿Por qué me sorprendió tanto? Pues porque yo, ese 1 de noviembre, festivo en España, estaba trabajando, estaba participando en un congreso científico en Marsella, a pesar de ser festivo, a pesar de que no podría volver hasta el sábado pasada la medianoche a mi casa (o sea, ya en domingo).

Déjenme que me presente. Soy Licenciada en Biología y Doctora en Ecología Marina. Tengo un trabajo temporal (desde hace 12 años) en un Organismo Público de Investigación del Gobierno Español. Casi, casi diría que somos colegas de trabajo. Eso sí, yo cobro mucho menos sus señorías y, por lo visto, no tengo los mismos derechos que ustedes. Yo (y muchos otros) también hubiera querido salir corriendo del Congreso para pasar el largo fin de semana con mi familia, pero no, me quedé cumpliendo mi trabajo, por el que me pagan y reduciendo este (para ustedes) largo fin de semana a tan solo un día. Porque, además, no volví el sábado a primera hora, sino el sábado por la noche, en un vuelo nocturno que me hizo llegar a casa pasada la medianoche, en una compañía de bajo coste, porque era más barato que otra combinación que me hubiera permitido empezar mi fin de semana un poco antes.

Y, como yo, muchos otros. Científicos de todo el Mediterráneo reunidos, trabajando. Hasta el Príncipe Alberto de Mónaco sacrificó su día festivo, como presidente de la Comisión Científica del Mediterráneo, organizadora del congreso, para pasar el día con nosotros. Supongo que él también hubiera salido corriendo para estar con su familia y para disfrutar de unos días con los suyos. Él también tenía derecho a eso. Pero estuvo allí, con nosotros, hasta casi las nueve de la noche del viernes 1 de noviembre, festivo también en su principado. Imagínense, hasta me han hecho sentir más respeto por un personaje del papel couché, que ha accedido a su cargo real por ser hijo de quién es, que por ustedes a los que por lo visto el pueblo (yo misma incluida) les hemos votado democráticamente.

Me ha impactado la justificación que algunos de ustedes han hecho de su huída: ya habían acabado su trabajo y querían estar con su familia. Bueno, yo (y muchos como yo) cuando estoy en la oficina, aunque tenga mi trabajo acabado, no puedo irme hasta que no es mi hora. Yo (y muchos como yo) cuando estoy en una reunión laboral, no salgo corriendo, sea la hora que sea, aunque se alargue más de lo debido (aunque a veces lo haría). Yo (y muchos como yo) cuando estoy en una campaña de investigación científica en medio del mar, no hago atracar el barco en el puerto para volver a casa a final del día porque ya he acabado mi trabajo o porque es fin de semana. ¿Saben ustedes cuántos cumpleaños de familiares me he perdido por motivos laborales? ¿Saben cuántas bodas de amigos? ¿Saben cuántos cumpleaños míos he tenido que celebrar (o no celebrar) rodeada de desconocidos? ¿Saben cuántos nacimientos de hijos de amigos no he podido vivir de cerca? Lo mejor de ser mujer, en todo este asunto, es que sé que no me perderé el nacimiento de mis hijos, si es que la situación económica me permite algún día convertir en realidad mi deseo de ser madre.

Comentando su huída con una compañera en el congreso (en el científico), me confesó que ella hacía dos semanas que no veía a sus hijos. Que a pesar de haber tenido un par de días entre dos reuniones para viajar a casa no lo había hecho porque resultaba más barato que se quedara allí, porque no sé si ustedes lo saben, en ciencia cada vez hay menos dinero. Y nos apretamos el cinturón, día sí, día también. Mientras ustedes salían corriendo hacia su fin de semana familiar, había científicos en un congreso científico recibiendo fotos de sus niños disfrazados a través de su móvil. Y porque no hablo de los que están fuera, científicos y no científicos. Esos que sólo pueden ver a su familia cuando vuelven a casa por Navidad, si es que pueden permitirse un billete de ida y vuelta.

Sí, señorías, ustedes tenían derecho a salir corriendo para ver a sus familias o irse a viajes con los que los ciudadanos de a pie sólo podemos soñar. Pero los demás, el pueblo, ¿no tenemos también derecho? ¿O son ustedes superiores a nosotros? ¿De qué especie son ustedes para justificar esa huída con un “era mi derecho”? También es un derecho acceder a una sanidad y una educación pública de calidad, también es un derecho tener un hogar en el que vivir y un trabajo que nos permita mantenernos. No hace falta que les recuerde cuánta gente no puede disfrutar de esos derechos. Pero no se preocupen, les entiendo: ustedes estaban en su derecho huyendo del Congreso. Y nosotros tenemos que dar las gracias por sentirnos afortunados de ser científicos en España (al menos de momento) y poder participar en un congreso. Qué ironía. Congreso versus congreso. Y, ¿saben lo más divertido? Muchos de los científicos que allí estaban se habían pagado el viaje y el alojamiento de su propio bolsillo. Porque no hay dinero. Igual eso cuenta como vacaciones, ¿no? Sí, ya sé, toda esa historia de que los científicos tenemos vocación y lo hacemos todo porque nos encanta y que estábamos allí porque queríamos, que nadie nos obligaba. Sí, claro, no me vengan con esas. A ustedes nadie les ha obligado a ser diputados. Cierto, nosotros les votamos, pero no nos echen toda la culpa.

Tengo una pregunta, ¿cómo cobran las dietas de ese día que han salido corriendo? Porque yo hace poco tuve que devolver la mitad de las dietas de un día porque, en un viaje laboral de julio, mi avión aterrizó en mi ciudad antes de las 10 de la noche. Y claro, si mi avión aterriza antes de las 10 de la noche, no tengo derecho a cenar en el aeropuerto. Aunque resulte que venga de un país europeo en el que se come a las 12 e independientemente de la distancia que esté el aeropuerto de mi hogar. Perdónenme pero no puedo dejar de hacer comparaciones: ustedes tienen derecho a salir corriendo de su puesto de trabajo pero yo no tengo derecho a cenar antes de las 10 de la noche. Ya me lo dijo mi padre, al poco de meterme yo en este mundillo de la investigación: “A ver cuando dejas de trabajar en esto y te buscas un trabajo serio”. Tal vez se refería a hacerme diputada.

Espero que hayan pasado un fin de semana estupendo. Yo llegué anoche después de medianoche a casa, así que hoy me he dedicado a hacer la colada y prepararme para una nueva semana laboral que empieza mañana. Un súperplanazo de fin de semana.

Ya ven.

jueves, 24 de octubre de 2013

Por qué

Hoy hay huelga general en la enseñanza. Y aunque yo no trabajo en ese ámbito, la apoyo.
 

¿Por qué?
 

Porque no me parece bien que se recorte en educación. Si hay falta de dinero, se puede recortar de muchas, muchas partes, pero no en educación (ni en sanidad, ni en investigación).
 

Porque creo que la educación debe ser para todos y no para las élites. Y a veces tengo la sensación de que la educación acabará siendo como antes, para los ricos. Formo parte de la primera generación de mi familia (por las dos partes) con estudios universitarios. Y me gustaría que mis hijos y nietos tuvieran también la posibilidad de realizarlos.
 

Porque me parece absurdo que cada gobierno nuevo que entra, se invente una nueva reforma educativa y vayamos siempre, siempre, de mal en peor.
 

Porque cada vez hay menos becas, menos ayudas, menos profesores y más alumnos por clase. Y eso no puede ser bueno. Para nada.
 

Igual no lo sabéis, pero en mis islas, los docentes se pasaron en septiembre varias semanas de huelga. Era una huelga apoyada por profesores, padres de alumnos y sindicatos. La prensa la simplificó como una huelga “contra el TIL”. Pero, ya digo, eso es simplificar.
 

El origen de todo sí es la aplicación del TIL: el Tratamiento Integral de Lenguas. O tal vez no es el origen, tal vez fue la gota que colmó el vaso tras todo tipo de recortes que ya hace mucho que la educación está sufriendo. La idea teórica del TIL es fabulosa: los niños saldrán de los colegios baleares sabiendo castellano, catalán e inglés. ¿Quién no querría eso? El problema es la implantación: de golpe, de un día para otro, pasando por encima de las decisiones de supresión cautelar del Tribunal Superior de nuestras islas. De hecho, el político que habló de implantarla de manera gradual, fue destituido de su cargo. También lo fueron varios directores de centros de Menorca, porque se negaron a implantar de golpe el TIL (porque así se decidió en el consejo escolar). Y otros han dimitido ya. Por una vez, docentes, padres y sindicatos se pusieron de acuerdo. Alguna razón tendrían, ¿no? Dice el gobierno balear que no, que el TIL estaba en su programa electoral (no lo está) y que tienen el apoyo de la mayoría absoluta en las urnas (cuando les votaron el 26.6% de los que podemos votar). Qué queréis que os diga. Para mí eso no es gobernar para el pueblo, para mí eso es gobernar para las urnas. Y no es lo mismo.
 

Os voy a contar una cosa. Soy licenciada en Ciencias Biológicas, doctora en Ecología Marina (con título de doctora europea, porque hice al menos una estancia en el extranjero de más de tres meses, escribí la tesis en inglés y la defendí, en parte, en ese idioma) y tengo el nivel C1 de inglés. Estoy cursando (por tercera vez) el C2, pero no me he llegado a presentar nunca a los exámenes (espero hacerlo este curso). Por si alguien no lo sabe, C2 es nivel de nativo. Participo de manera regular en reuniones internacionales, en las que hablo en inglés, uso inglés en mi día a día muy habitualmente y, de hecho, en menos de un año he pasado un total de seis semanas en Namibia dando unos cursos a colegas namibios. En inglés, claro. Y digo y perjuro que yo, si fuera profesora, no querría ni muerta tener que dar clases a niños y adolescentes en inglés. ¿Por qué? Porque no soy nativa, mi inglés es aprendido, me hago entender perfectamente y entiendo a los demás. Pero yo no querría ser ejemplo de nadie. No querría que mis hijos tuvieran a una profesora como yo enseñándoles en inglés. Yo puedo enseñar mis conocimientos en inglés a unos alumnos, pero no creo estar capacitada para que ellos aprendan de mí MI inglés. Preferiría que alguien les enseñara biología y que alguien les enseñara en inglés. No que su nivel de biología fuera más bajo de lo esperado sólo para que pudieran cursar esa asignatura en inglés. Y sí, al cabo de unos años, si han hecho esto desde pequeñitos, me parecería estupendo que alguien les enseñara biología en inglés. Pero de manera progresiva, de manera casi natural. No de sopetón.
 

Esa es mi opinión.
 

Y por eso, apoyo la huelga de educación en general y la huelga de docentes de mis islas en particular.
 

Y ya que estoy, que sepáis que el conflicto lingüístico del que hablan en prensa es una visión muy parcial de lo que aquí ocurre. Conozco a bastante gente trabajando en educación y todos a los que les pregunto me contestan lo mismo: en el día a día, en la vida real, no existe tal conflicto. Los niños aprenden y estudian sin problemas lingüísticos, no hay esa conflictividad. Si un niño tiene problemas de aprendizaje con un idioma, existen herramientas para ayudarlo. Sí, seguro que alguien os cuenta de historia truculenta sobre este tema, claro que las habrá, de todo hay, pero no es la norma. Por supuesto que hay problemas, por supuesto que hay gente extremista en todos los bandos que provoquen situaciones absurdas, incómodas y estúpidas. A mí me han insultado por la calle por hablar en castellano, cuando soy totalmente bilingüe, pero con mi familia –de origen peninsular- hablo en castellano, pero también me han dicho despectivamente que hable “en cristiano” alguna vez que me he dirigido a alguien en catalán. Pero os aseguro que eso no es la norma, sólo la excepción. Eso sí, vende mucho, porque genera polémica. Y a la gente le gusta la polémica.
 

Así que hoy el blog está de verde.
 

Y al que no le guste, que no mire.

sábado, 10 de agosto de 2013

24 h

He pasado 24 horas fuera de mi ciudad (ascendida ayer a categoría de isla por obra y gracia de nuestro Presidente del Gobierno. Gracias, Mariano. Me llena de orgullo y satisfacción saber que no distingue usted una isla de una ciudad, lo que me lleva a una pregunta, ¿qué es Gibraltar para usted?).

En estas horas, ha habido muchos y buenos momentos. Good times. Entre ellos, podríamos destacar:

Daiquiri time.


Snorkelling time.


Aperol Spritz time.



Y para compensar lo mal que hace las fotos mi móvil (creo que el alguna caída se debió fastidiar la cámara), ahí van dos hechas con la cámara compacta. Podríamos llamarlas, simplemente, Summer time.