jueves, 8 de enero de 2015

Ayer

Ayer iba a actualizar el blog, pero la realidad pudo conmigo. Me parecía absurdo hablar de cualquier tontería que tengo en el tintero con lo que estaba pasando. Luego pensé que podría escribir sobre el atentado en Charlie Hebdo, pero era un hecho demasiado reciente y temía no ser capaz de escribir sobre lo que pensaba así, en caliente. Igual escribía alguna barbaridad. No, mejor dicho, no me creía capaz de escribir nada a la altura de los acontecimientos. Porque decir que me quedé sorprendida es poco. O asustada. O alucinada. O decepcionada. Me parecía que era irreal, ficción, que una barbaridad así no podía estar pasando, no podía estar pasando aquí al lado.

Pues sí.

Yo no entiendo los fundamentalismos. Ningún tipo. No concibo lo que es ser fundamentalista, querer, creer, vivir algo tanto que necesitas obligar a los demás a que también lo quieran, lo crean, lo vivan como tú. Hablo de fundamentalismos de cualquier tipo, religiosos, alimentarios o lo que sea. Yo puedo ser muy fan de algo y desear compartir sus maravillas con los demás, pero nunca intentaría obligar a nadie a que lo siguiera. Yo qué sé, yo desde que descubrí la copa menstrual como elemento (juas) de higiene femenina me parece lo más. Y si, estando con amigas, ha salido el tema, siempre alabo sus maravillas. Pero sé de gente a la que no le gusta, no le va bien o no lo encuentra cómodo. De hecho, entiendo perfectamente que haya gente a la que no le guste, no le vaya bien o no lo encuentre cómodo. Y ya está. O como el “Sálvame”. A mí no me gusta ese programa, no lo veo y creo que es totalmente imprescindible. Pero no lo veo. Me da igual que exista. Probablemente sería mejor que no existiera y que la gente viera otra cosa en su lugar (o apagara la tele y leyera un libro), pero yo qué sé qué le pasa por la mente a otra gente, yo qué sé qué buscan viendo “Sálvame” y, si ellos son felices viéndolo, no voy a obligar yo a que quiten el programa. Yo no lo veo y punto. Nadie obliga a nadie a verlo. Y, por supuesto, no iré por ahí con una pistola matando a las que no usan copas menstruales o a los que ven “Sálvame”.

Después está lo de matar en nombre de un dios o un profeta. Yo no sé si existe un Dios, o una Diosa, o muchos dioses y diosas. Pero lo que creo es que ningún Dios estaría nunca orgulloso de una matanza en su nombre. Y mira que se ha matado en nombre de la religión muchas veces, en nombre de muchos Dioses. Pero no son las religiones las que provocan la muerte, son los hombres malinterpretando los dictados de esas religiones. Puedo estar equivocada, mi educación fue sólo católica, pero entre eso y lo que he leído de otras religiones, la base de ellas es el amor. O el Amor, así, con mayúsculas. Las religiones, en sus bases, en sus orígenes, hablan de amar, de hacer el bien. Algunas de las reflexiones más bonitas sobre las religiones las encontré en el libro “Life of Pi” de Yann Martel. El protagonista, de niño, criado hindú, entra en contacto con el cristianismo y el islam y quiere seguir las tres religiones, ante la sorpresa y el rechazo de todos los que le rodean. Él no entiende por qué los que le rodean se sorprenden, ya que lo único que quiere es acercarse a Dios, buscando el mejor camino. De hecho, describe la religión como eso, como caminos, como puentes que atraviesan un río para llegar hacia un Dios, distintos puentes, pero cruzando un mismo río y llegando a la misma orilla.

Pero me desvío del tema.

He intentado no leer demasiadas cosas sobre el atentado de ayer. Sí, me he informado, he leído noticias, algunos artículos y he visto las muchas viñetas conmemorativas que se han dibujado. Pero los comentarios de la gente se me han atragantado. Algunos. He mirado así, por encima, opiniones de gente (desconocida) que dejaba comentarios aquí y allá y, cuando he empezado a leer cosas tipo “Es que con algunas cosas no se juega”, “Es que hay que poner límites a las ofensas” he decidido dejar de leerlos. Porque me cabreaba. Porque me daban ganas de decirles, a esos que piden que no se bromee o se opine o se hable de según qué que se callen, que no opinen, que no escriban lo que escriben porque a mí me ofenden. En un tono irónico se me ocurrían mentalmente muchas respuestas. Muchas. Porque si vamos a poner límites, ¿quién los pone?, ¿quién lo va a decidir? Pongamos que a mí me dan miedo los gatos. Pongamos que cada vez que veo un vídeo de esos de gatos haciendo monerías, me pongo enferma. Pues deberían prohibir todos los vídeos de gatos en internet. ¿Por qué no? A mí me molestan y, ¿quién va a decir que la molestia que a mí me provocan no es más grave que la que provocan lo que otros hacen? Más aún, odio los gatos. Que desaparezcan de la faz de la tierra. ¿No? ¿Por qué no?

No sé. Yo aún estoy confusa, cabreada y un poco perdida. ¿Qué mundo es éste en el que se mata a tiros a gente cuyo presunto delito es hacer unos dibujos? ¿Qué mundo es éste en el que unos asesinos se escudan en la religión para hacerlo? Como dice una frase que, por lo visto, se le atribuye erróneamente a Voltaire, “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Y, siguiendo con frases, dicen que ésta es de George Orwell “Si la libertad significa algo, será sobre todo el derecho a decirle a la gente aquello que no quieren oir”.

Creo que el único límite de nuestra propia libertad debería marcarlo la libertad de los demás. La libertad de uno mismo acaba donde empieza la libertad del de al lado. Yo puedo hacer lo que quiera con mi vida, con mis creencias, con mi tiempo, siempre y cuando eso no impida que tú hagas lo que quieras con tu vida, con tus creencias, con tu tiempo. Vive y deja vivir. No hagas daño a los demás. Sonríe y ama.

A mí me parece sencillo.

Por lo visto, no lo es.

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