sábado, 22 de diciembre de 2018

El cielo de mi padre

El cielo de mi padre tiene una playa enorme, de arenas finas y blancas y aguas cristalinas. En la playa, luce un sol cálido que no quema y sopla una brisa suave y agradable que, sin embargo, no levanta olas, por lo que el mar está en calma. Mi padre pasa largas horas paseando por la orilla de la playa, mojándose los pies, o nadando en las aguas limpias y transparentes, con una gorra de visera cochambrosa de tanto usarla. A veces se sienta en una silla bajo la sombrilla, contemplando la playa y el mar, en primera línea porque, en su cielo, siempre hay sitio para clavar la sombrilla y colocar la silla en primera línea de playa. A veces, el cielo se nubla y mi padre contempla los relámpagos que se ven en el horizonte y escucha los truenos que se oyen en la lejanía con una sonrisa en los labios.

En su cielo, mi padre tiene una casa de planta baja y orientación sur, con un taller en el que guarda ordenadamente un montón de herramientas que usa frecuentemente, porque en su cielo, siempre hay algo que reparar, alguna bombilla que colgar, algún cuadro que colgar, alguna pared que pintar o alguna estantería nueva que montar. No son grandes obras, son cosas pequeñas que va haciendo poco a poco, para mejorar su casa (y seguro que la de algún que otro vecino). En su casa, tiene una tele grande en el salón, en la que siempre dan documentales de naturaleza o partidos de fútbol, que ve frecuentemente. En su cielo, el Barça gana todos los partidos y se corona campeón de todas las competiciones. La casa tiene una cocina grande y se dedica a cocinar cosas ricas, sin preocuparse de colesteroles, ni de azúcar, ni de ninguna de esas cosas que nos preocupan en la tierra. Cocina para él y para los visitantes que recibe: sus padres, su hermano pequeño, amigos de la infancia y juventud que llegaron a sus propios cielos antes que él. Hace paellas, come lechona frecuentemente y desayuna un bocata con un vaso de vino. Lo genial es que la hora del desayuno o de la comida o de la cena no está ahora relacionada con la ingesta de pastillas, porque en su cielo, mi padre no tiene ni el colesterol, ni la tensión, ni el azúcar altos; no tiene que tomar anticoagulantes, porque allí no existen las cardiopatías; no tiene problemas de retención de orina porque su vejiga está intacta y funciona estupendamente bien, sin ningún tumor jodiéndole el funcionamiento y la vida. Ni siquiera tiene que ponerse los audífonos porque oye perfectamente. Por supuesto.

Fuera de casa, en su cielo, mi padre tiene un huerto enorme. Bueno, no enorme, lo suficientemente grande para cuidarlo y cultivarlo él, sin esfuerzo. En su huerto, tiene sembradas un montón de cosas. Tomates, pimientos, fresas, berenjenas, plantas aromáticas y algún que otro árbol, como limoneros, naranjos, una higuera y un granado. Las plantas no enferman y dan unas frutas y verduras deliciosas que recoge siempre en su punto de maduración exacto. La casa tiene un porche en el que se sienta tranquilamente al anochecer, a contemplar el huerto, escuchar alguna tormenta lejana (sí, sí, son habituales las tormentas en su cielo) mientras se toma una cerveza y espera, mirando siempre el camino que llega del mundo de los vivos a su cielo. Porque en su cielo, mi padre está esperando a que llegue el amor de su vida, mi madre. Y me sabe mal tener que decirlo, pero vas a tener que esperar bastante, papi, porque tú te has ido demasiado pronto pero voy a retener aquí a mamá, con nosotras, todo el tiempo que pueda. Egoístamente. Total, al final os reencontraréis, nos reencontraremos todos. Eso es inevitable.

Mi padre, que ya lleva más de dos meses en su cielo, hoy hubiera cumplido 78 años y lo hemos celebrado comiendo y bebiendo, como mejor sabemos, como lo hubiéramos hecho si siguiera aquí.

Ay, papi, cómo te echo de menos.

En la foto, mis padres hace unos cuantos años, en una playa que se parece mucho a la de su cielo.

domingo, 9 de diciembre de 2018

Una noche inesperada


 El martes pasé una noche inesperada en Ibiza.

Volvía de Madrid a Palma y el avión se tuvo que desviar por la niebla que cubría mi ciudad y su aeropuerto. Pero aterrizamos felizmente (como bien dijo el piloto) en Ibiza. Y claro, aparecieron un montón de expertos en aeronáutica que dudaron de la decisión del piloto, de su capacidad y que pretendían arreglar el mundo con sus opiniones declamadas en voz (demasiado) alta. “Otros vuelos están aterrizando”, era la conclusión sabia de muchos. Sí, pero por lo que fuera, el nuestro no.

En realidad “por lo que fuera” era algún tema técnico del avión. El nuestro era pequeño y no tenía capacidad de aterrizar con niebla. Eso nos dijeron. Y yo, al contrario que muchos de los otros pasajeros, no soy experta en aeronáutica, así que si me dicen que nos desvían a Ibiza porque no podemos aterrizar en Palma por niebla, me hecho unas risas con el jefe, me reacomodo en mi asiento y espero a que aterricemos viendo capítulos de “Pequeñas mentirosas”.

Luego la cosa se complicó, porque querían llevarnos con otro avión más grande, pero al final no pudo ser, así que cinco horas después de aterrizar en Ibiza, por fin pudimos ir a un hotel.

De Ibiza no vi nada. Bueno, sí, Dalt Vila, los edificios que forman el casco antiguo amurallado, iluminado de noche, pero nada más. Al llegar al hotel, caí agotada en la cama, no podía más. Al día siguiente, a las siete y rodeados de nuevo de niebla, volvíamos al aeropuerto para viajar, esta vez sí, y aún teniendo que esperar algunas horas más, a nuestro destino final.

Esa noche inesperada en Ibiza me recordó la noche inesperada en Estambul de hace un año.

Hace un año viajé a orillas del mar Negro, a Batumi, una ciudad curiosísima de Georgia. La ciudad en sí bien se merecería su propia entrada, que nunca hice, pero la vuelta de ese viaje se merecería casi un libro. La cuestión es que viajar entre Batumi y mi isla era complicado, así que el viaje tenía dos etapas: Batumi-Estambul-Roma, noche en Roma y Roma-Madrid-Palma. Con la emoción de que al día siguiente viajaba a otra reunión a Barcelona que a su vez enlazaba con otra reunión en Málaga.

Nadie dijo que los viajes de trabajo fueran fáciles.

Aquel viaje de vuelta se convirtió, vuelo cancelado mediante, en una noche extra en Batumi (en una habitación de hotel más grande que mi casa. Qué digo yo, casi diría que el doble que mi casa) y en una noche inesperada en Estambul. Porque al final, lo más sencillo fue enlazar dos semanas de viaje, sin pasar por casa, antes de caer rendida por agotamiento justo en navidades (como, por otra parte, viene siendo habitual en mí). Así que me pasé dos semanas con una maleta de mano como único equipaje (salvada por el servicio de lavandería del hotel de Barcelona). Eso también se merecería una entrada propia.

Pero yo hablaba de noches inesperadas.

Lo más loco de la noche inesperada en Estambul es que, al llegar a su aeropuerto, me separé de mis compañeros de viaje (que sí llegaron a su destino final ese mismo día, bueno, más o menos), pero en la cola de los pasaportes, alguien me saludó efusivamente. “¿A quién conozco yo en Estambul?”, pensé. Pues conocía a una chica georgiana que había sufrido el mismo vuelo cancelado que yo y que volaba también a Barcelona al día siguiente (pero en un vuelo distinto al mío). Así que nos juntamos, nos hicimos amigas, nos fuimos juntas al hotel y decidimos irnos a pasear por Estambul, con una frase común “Yo, esto no lo haría sola, pero ya que estamos las dos…”.

Así que mi noche en Estambul fue más productiva que mi noche el Ibiza: Al menos paseamos por la ciudad (que recordaba sorprendentemente bien, aunque solo había estado una vez antes, hace siete u ocho años), compramos un par de cosas (incluido un bolso precioso), cenamos y nos tomamos un té. Y nos volvimos más felices que unas perdices al hotel.

La vuelta al aeropuerto al día siguiente también fue toda una odisea, pero bueno, bien está lo que bien acaba.

Y cuando la vida te regala una noche inesperada en Estambul, en Ibiza, o donde sea, hay que disfrutarla. Aunque disfrutarla signifique meterte en el hotel a dormir a pierna suelta.

Quién sabe cuándo volveré a Estambul.

Quién sabe cuándo volveré a Ibiza.

Las fotos, una de la mañana de niebla en Ibiza, la otra de la noche en Estambul.





lunes, 24 de septiembre de 2018

Baby ginkgos

Durante varios meses, he tenido tres fiambreras de plástico en la nevera llenas de semillas de Ginkgo biloba, de tres orígenes diferentes: Madrid, Roma y Pisa. Las dos primeras, del año pasado; la última, de principios de este año. De vez en cuando, he sacado las semillas para volver a empapar el papel de cocina que las envolvía, para ayudar a su germinación. Pero hacía mucho que no las sacaba, ni les hacía caso. Estaban ahí, pero he tenido muchos fracasos intentando germinar ginkgos después de aquel primer intento que fue un éxito, hace casi diez años, así que dejarlas en la nevera, sin comprobar si iban bien o, simplemente, no iban, era una manera de no aceptar una nueva derrota. Hoy, no sé por qué, me he decidido hacerlo.

Tal vez ha sido por la resaca de una semana de viajes en la que todos mis vuelos han llevado retraso o se han cancelado, en la que mi maleta ha llegado tarde tanto a la ida como a la vuelta y de la que he acabado muy cansada y algo cabreada. Aunque también me ha enseñado a relativizarlo todo.

La cuestión es que al abrir las tres fiambreras, me he encontrado un poco de todo.

Las semillas de Madrid estaban podridas, así que han acabado en la basura. Ni siquiera he intentado salvar alguna de ellas; no, no lo he intentado.

Las de Pisa, las más recientes y más pequeñas, estaban bien. Las he vuelto a hidratar y las he devuelto a la nevera.

Algunas de las de Roma estaban podridas y otras, ¡oh, sorpresa!, germinadas. Son las de la foto.

Ha sido una alegría equivalente a la que sentí el viernes, cuando recuperé mi maleta después de tres días sin ella.

Así que he sembrado las semillas en varias macetas diminutas que tenía por casa.

No sé cuántas de esas semillas prosperarán, ni si alguna llegará a convertirse en un arbolito, pero que no sea porque no lo he intentado.

Crucemos los dedos para que mi bosque de ginkgos siga creciendo.

martes, 28 de agosto de 2018

Sin aliento

No recuerdo exactamente qué pasó. Sé que dijo o hizo algo. O simplemente, apareció. Sé que, fuera lo que fuera, me dejó sin aliento. Sé que me alejé todo lo que pude, tenía excusa para hacerlo. Salí de allí a paso firme, andando sin parar, bajando las escaleras con decisión. Y cuando llegué a un punto en el que sabía que estaba fuera del alcance su vista, me paré. No podía respirar. Me ahogaba. Respiré hondo, tratando de llenar los pulmones, de recuperar el oxígeno que no había entrado a ellos al quedarme sin aliento. Ojalá recordar qué hizo o dijo, pero de verdad que no lo recuerdo. Pero recuerdo la sensación de ahogo, el no poder respirar, el pensar en que no debería dejarme llevar por sentimientos tontos. Pero me ahogaba. Y entonces supe que había vuelto a perder la batalla.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Cádiz

Por motivos diversos, llevo viajando los tres últimos años a Cádiz en las mismas fechas, finales de julio. Del primero de esos viajes, hablé aquí. El segundo, ni lo mencioné. Algún día tendría que saldar esa deuda de no haber escrito casi sobre mis viajes del año pasado. En cualquier caso, ha sido curiosa la manera en que, a lo tonto, estoy convirtiendo ese viaje en una tradición. En realidad no llega a tradición, en realidad todo ha sido fruto de la casualidad. De varias casualidades. De un montón de constelaciones que se han alineado para que sea así. De un montón. Ni os lo podéis imaginar. Pero ha sido así y no me importaría repetir el año que viene y convertir estos viajes en eso, en tradicionales.

Este ha sido un viaje bonito pero también extraño y complejo. He ido por varios motivos, que se entrelazaban entre ellos y que me han hecho difícil contestar a la pregunta que me hacía la gente: “¿A qué vas?”. “A muchas cosas”, contestaba yo.

De los días en Cádiz me llevo varios momentos, reflexiones y recuerdos memorables. Un montón. He paseado por la ciudad, que me encanta. He trabajado, como era necesario. Y he pasado mucho tiempo con mucha gente, gente variada, amigos nuevos, amigos antiguos, colegas que hacía mucho que no veía, otros que vi hace poco, gente con la que he reído, gente con la que he charlado, hasta gente con la que me he enfadado un poquito y gente con la que he compartido tintos de verano, cerveza, atún, chocos, cazón y salmorejo.

Y también he tenido tiempo de pasear, sola, y pensar y darle vueltas a muchas cosas, sobre algunas decisiones e, incluso, de volver a ver el gingko que hay en el Parque Genovés. Qué bonito es.

Cádiz me encanta, con ganas de más me he quedado, claro.

Debería volver el año que viene. Claro que sí. No debería olvidar que, en estos momentos, yo podría estar viviendo allí.

Las fotos, con el móvil. La réflex, ni me la llevé. Y las pocas que hice con la compacta, ni las he descargado aún.











lunes, 20 de agosto de 2018

Una cesta

Hace mucho que no publico nada de las cosas que tejo. En realidad, es que no he tejido demasiado en los últimos meses. Bueno, tejer, tejo, pero acabar cosas, pocas. Estos días he decidido intentar retomar los proyectos que tengo pendientes de acabar y tejer cosas rápidas, de esas que solo necesitas unos días para tenerlas listas.

Y ahora tengo una cesta nueva.

Es de trapillo que compré hace tiempo y tenía por casa. La verdad es que no me ha entusiasmado tejer en trapillo, pero el resultado sí que me gusta. Me encanta, porque queda rígido que es lo más adecuado para una cesta.

La cesta es de un patrón de We are knitters y es la tercera que tejo. La primera, una verde de lana gruesa, que uso para meter lanas. La segunda, una de colorines que regalé a mi madre y ya enseñé aquí. Esta es la tercera. Lo del cactus y los aloes no es definitivo, la cesta no será para ellos, pero quería ponerle algo bonito dentro. Lo curioso es que, según el material que he usado, pongo por fuera la parte exterior o la interior. No es que sea una cesta reversible, pero según el material me gusta más de una manera o de otra.

Y esta me gusta así.

jueves, 12 de julio de 2018

"Mansfield Park" de Jane Austen

Creo que “Mansfield Park” es el único libro de Jane Austen que no me había leído aún, así que con la excusa de las tuiteras austenida, tocó leerlo. Vaya por delante que la planificación no está saliendo según lo planeado (a estas alturas, ya deberíamos haberlos leídos todos), pero oye, la cuestión es leer.

Creo también que “Mansfield Park” es el libro que menos me ha gustado de Jane Austen. No sé si es que me ha pillado en una época un poco desenganchada de la lectura, que iba predispuesta a odiar a Fanny Price por la influencia de Lady MG o que simplemente no me ha enganchado como esperaba. El principio se me hizo largo, pesado y confuso (me tuve que hacer un esquema de personajes, no sabía quién era quién); vamos, se me atragantó un poco. Pero llegó un día que decidí que no podía ser, que tenía que acabarlo, y poco a poco fui avanzando en la historia hasta conseguirlo.

La novela cuenta la historia de Fanny Price, una jovencita de origen humilde que se va a vivir con sus tíos económicamente mejor situados, Sir Thomas y Lady Bertram. Allí crece con sus cuatro primos, dos chicos y dos chicas. Se enamora perdida y secretamente de su primo Edmund y tiene que lidiar con el enamoramiento de éste hacia Mary Crawford y del hermano de esta, Henry, hacia ella. Henry previamente se ha dedicado a tontear con las primas de Fanny, Maria y Julia, aunque la primera está comprometida al señor Rushworth. El cuarto primo, Tom, es un pájaro de cuidado que se dedica a dilapidar la fortuna familiar. Hay otros secundarios por ahí, pero creo que ya es bastante complicado el tema.

La verdad es que vista así, la historia es divertida. Cierto que Fanny es un poco pava, sobre todo al principio y cierto que al principio se me hizo todo muy cuesta arriba y complicado, pero me alegro de haberla acabado de leer, vale la pena.

Nada más acabarla, vi la película, dirigida por Patricia Rozema y ¡madre mía! Igual estaba muy influenciada por la novela (pues claro), pero solo le encuentro “peros”. Para empezar, los actores me parecen mayores que los personajes a los que interpretan, pero mucho, sobre todo ellas, y eso hace que no me los crea. No los veo como jovencitos, sino como adultos hechos y derechos haciendo de jovencitos. La ambientación me ha confundido un poco o igual es que yo no entendí la novela: creía que los tíos eran ricos y me imaginaba una casa no sé, no Downton Abbey, pero sí algo más elegante. Que el aspecto abandonado y decadente de Mansfield Park en la película es fascinante, pero ese no es el Mansfield Park que describe el libro (o yo lo entendí todo mal). Tiene momentos que me parecen pedantes, cuando los personajes se quedan mirando al infinito mientras una voz en off (la de Fanny, porque esa es otra diferencia, en la película es Fanny la que cuenta la historia) nos cuenta cosas. Y los cambios de los personajes y la trama. Yo no he visto los personajes de la novela reflejados en la película. Sí, la película cuenta una historia con unos personajes, pero no es la historia que en la novela ni son los mismos personajes. Han borrado de un plumazo a William, el hermano de Fanny, que, a partir de un momento dado, es parte importante de la trama. Le dan mucha importancia desde el principio a Susan, una de las hermanas de Fanny que en el libró solo aparece hacia el final. Y convierte Lord Bertram, un tipo serio pero sensato en la novela, en un explotador y abusador de esclavos, en una trama que no existe en la novela y que no entiendo qué pinta ahí. O igual estaba y yo no entendí nada, de verdad. Lo único divertido ha sido descubrir a un jovencito Lord Grantham de “Downton Abbey” (Robert Crawley) haciendo del señor Rushworth.

Ahora toca “Emma”. He intentado empezar a leerlo estos días, pero creo que voy a esperar al otoño para leerlo, no me pega hacerlo en verano, no sé por qué.