viernes, 24 de julio de 2015

Sète

Sète (Seta en occitano) es una pequeña ciudad portuaria, al sur de Francia, en pleno Golfo de León. Es una ciudad marítima y marinera, surcada por canales en los que se practica una de las competiciones más simpáticas que conozco: las justas náuticas. Es una ciudad curiosa; turística y bastante bulliciosa en verano y calmada y apagada fuera de temporada. Es, además, de los pocos lugares de Francia que conozco y, de lejos, el que mejor. Ya he perdido la cuenta de las veces que he estado en Sète (yo diría que ya son siete, la última hace dos años); creo que mis viajes aquí superan incluso a mis viajes a Roma, porque de manera más o menos constante, vengo por aquí una vez casi cada año, desde hace ya unos cuantos.

El viaje hasta allí es largo y eso que no está tan lejos de donde vivo. Siempre hacemos el mismo recorrido: un avión a Barcelona y casi 400 km de coche. Es una alternativa razonable a los tres aviones que, de otra manera, necesitaríamos para llegar. Aún a pesar del largo viaje, ir a Sète siempre es agradable. Me gusta esa ciudad y me gusta trabajar con los colegas con los que allí trabajo. Me gusta darme una vuelta por su centro antiguo, ver sus canales, el faro de su puerto, la subasta de pescado, incluso el cementerio marítimo de aquí tiene vistas espectaculares al Mediterráneo. Es una ciudad muy, muy ligada al mar, con una flota pesquera de dimensiones considerables, multitud de pequeños veleros atracados en sus muelles y el espíritu marinero presente en cada uno de sus rincones.

También es una ciudad con zonas claramente delimitadas: la zona antigua junto a los canales, la colina con espectaculares vistas al mar, la parte nueva y moderna, en la zona alta, junto a las playas. Incluso con su clima loco y cambiante, con días de nubes y niebla en plena ola de calor veraniega, con vientos fuertes que empiezan a soplar cuando menos te lo esperas y un afloramiento de aguas profundas que es la clave de la riqueza marítima de esta zona pero también es el responsable de que la temperatura superficial del mar baje a veces tanto que, con casi cuarenta grados fuera, la gente no se atreva a meterse dentro.
El toque decadente de los edificios que rodean sus canales le da a la ciudad un punto melancólico que me
atrae e incomoda a partes iguales. Porque sobre todo en los meses silenciosos fuera de temporada, pero también en plena locura veraniega, se respira claramente ese aire de tristeza melancólica que le da a la ciudad un toque triste y a la vez, interesante, casi seductor.

Y allí he pasado unos días de este mes de Julio, de nuevo trabajando, de nuevo en esta ciudad de canales. Las fotos son de estos días, menos la primera, que es de la única vez que tuve oportunidad de ver las justas náuticas, hace ya cuatro años. Eso sí, esta vez pillé los fuegos artificiales de la fiesta nacional francesa. E incluso tuve oportunidad de visitar el buque científico en el que trabajan los colegas franceses, L’Europe.










lunes, 20 de julio de 2015

De esto que... (IX)

De esto que estás en una pequeña ciudad en el sur de Francia. En concreto, en Sète (Seta en catalán, como bien indica la señal de entrada al lugar). Es la última noche aquí, después de una semana de trabajo cansado y complicado, cansada porque el día ha sido largo y hasta un poco feo, y porque ayer condujiste nosécuántos quilómetros para ir a Barcelona a buscar al jefe. Total, que es la última noche y salís a cenar. Estáis delante del hotel, decidiendo si ir a echar gasolina en el Fiat 500 huevito blanco con el que has conducido más de 1000 quilómetros en dos días (ah, qué bonita la cascada de Sant-Laurant-le-Minier, ah, qué bonito el pueblecito de Saint-Guilhem-le-Désert) y al final decidís que no, que la gasolina se echa mañana, pero os vais a cenar al restaurante aquel en el que comisteis una vez hace años con una lugareña. Y en eso que entráis al coche (tú de pilota oficial), arrancas y suena en el CD la banda sonora de “El fantasma de la ópera” a todo volumen. Bajas el volumen y de repente, ¡plas!, fundido en negro (por poner un símil cinematográfico), el coche se apaga. ¿El coche se apaga? ¿Se pueden apagar los coches? Éste sí. Pruebas de arrancar una y otra vez, pero no, no funciona nada: ni las luces, ni el mando a distancia, ni el contacto.

Oh, oh. ¡Oh, oh, oh!

A 175 quilómetros de la frontera española (o catalana o ¡qué más da! A 175 quilómetros de un lugar cuyo/s idioma/s entiendes sin problemas) y con un avión que coger en Barcelona en menos de 24 horas, no cunde el pánico, pero casi. Si hubiera estado sola, creo que me hubiera puesto a llorar. Llamada al servicio de asistencia, un rato largo explicando una y otra vez qué pasa, qué no funciona y respondiendo a preguntas extrañas, como que cuántos quilómetros hemos hecho… ni idea, Barcelona-Sète, Sète-Barcelona, Barcelona-Sète, Sète-Barcelona y alguno más por los alrededores de la Seta ésta. Y así nos quedamos, més penjats que un mico, en Sète y con el coche roto.

Y encima, los mosquitos la han tomado conmigo mientras pedíamos asistencia.

Eso sí, el muscat de por aquí muy rico, oye.

Mañana, a las ocho, nos vienen a rescatar.

Espero.

Por favor, venid a buscarnos. Quiero volver mañana a casa.

De verdad.

La foto es del otro día, de Saint-Guilhem-le-Désert. No tiene nada que ver, pero la pongo. O igual sí: así me veo mañana, esperando en una silla destartalada a que nos vengan a rescatar. O vengáis. Por favor.

miércoles, 15 de julio de 2015

"The Last Dance and Other Stories" de Victoria Hislop

Hace ya un par de meses que me leí este libro pero, no sé por qué, no lo había referenciado hasta ahora. Soy muy fan de Victoria Hislop (como ya conté aquí), sus novelas me parece que tienen el punto justo para engancharme: entre el culebrón y la historia, normalmente griega, aunque también tiene una novela ambientada en España y, la última (que aún no tengo), en Chipre.

Compré este libro de relatos en Dublín, en mi librería favorita de esa ciudad. Recuerdo perfectamente la conversación que tuve con el tipo que me la vendió, muy amable a pesar de que sólo quedaran unos minutos para cerrar (pasamos mucho tiempo en ésta y otras librerías dublinesas). Me pregunté de dónde venía, le contesté que de Mallorca y me empezó a enumerar varios (muchos) de los lugares que conocía, lugares totalmente atípicos de conocer para un turista. Entonces me contó que visitaba la isla cada primavera, para practicar ciclismo.

Anécdotas dublinesas aparte, éste es un libro de relatos que se desarrollan en Grecia, variados y diferentes, aunque la mayoría se desarrollan en pueblos griegos, también hay alguno ambientado en Atenas. Admito que las historias me han gustado de manera desigual, unas me han parecido muy logradas y otras no me han llegado a enganchar, pero esta autora nunca me llega a defraudar, así que tengo que conseguir ya su libro sobre Chipre.

Hoy, actualizo desde el sur de Francia, desde Sète. Iba a escribir algo rápido sobre esta ciudad hoy, pero me he dado cuenta de que no he contado nunca nada de ella. Así que se merece una entrada más tranquila y reposada.

viernes, 10 de julio de 2015

Diario de a bordo

Desde que me ha tocado ser jefa del Festival de Primavera, llevo un diario a bordo. En realidad no fue iniciativa mía, aunque sí que es cierto que en algunas campañas previas había hecho ya una especie de diario o al menos anotaciones sueltas de cosas que pasaban, veía o vivía. Pero el primer año que me tocó ser jefa, el jefe me recomendó hacerlo: escribir cada día las cosas que habían pasado. Los días de mar son muy densos e intensos y, a menudo, las cosas que pasan a primera hora se acaban diluyendo entre las cosas que pasan un rato más tarde y, al final del día, o bien no las recuerdas o bien parece que pasaron varios día antes. Y, cuando vuelves a tierra, hay muchos detalles importantes que has olvidado. Algunos de esos detalles son importantes, a qué hora se acabó el trabajo cada día, incidencias hubo y cuándo fueron, por lo que lo que empecé a hacer hace años por recomendación lo he asumido como una tarea muy necesaria para el trabajo.

Escribir el diario cada día, después de largas horas en el puente, de subir y bajar escaleras y de la tensión que supone llevar una campaña, suele ser bastante cansado. Pero, aún así, intento hacerlo siempre. Incluso a lo largo del día voy anotando cosas que luego igual olvido, como cuánto cable hemos tenido que añadir en un determinado muestreo, si había barcos en la zona o los motivos por los que algún muestreo ha sido nulo.

Empecé a escribir los diarios de forma metódica y profesional. Reflejaban casi exclusivamente cosas laborales que pasaban, incidencias, problemas o ideas para mejoras en años siguientes. Con el tiempo, me he ido relajando y cada vez más anoto también anécdotas personales, cosas divertidas que pasan, mis enfados, si la comida está rica o quién se ha peleado con quién. Luego, en tierra, los repaso al menos una vez, cuando preparamos el informe preliminar en el que reflejamos las incidencias y problemas que hemos experimentado durante los días de mar. Y siempre me río. Me río porque aparecen anécdotas que ya no recordaba. Me río porque la perspectiva en tierra es muy distinta a la del mar. Me río porque me encuentro frases como “Qué putas, éste es mi diario y escribo lo que quiero” justo antes de una reflexión eterna sobre alguna chorrada que me ha pasado por la cabeza ese día.

Me gusta releerlos no sólo porque me resulta necesario laboralmente, sino porque veo reflejado en ellos lo que siento cada día, cómo va cambiando mi actitud según los días. Después de dos o tres semanas en el mar, a la vuelta lo recuerdas todo como un conjunto, un resumen, algo global, perdiendo los detalles del día a día. Pero es bucear en los recuerdos escritos lo que me da la perspectiva real de lo que viví a bordo, o al menos la idea de cómo yo viví esos días a bordo. Hay días fabulosos en los que no paro de escribir sobre lo feliz que estoy por tener un trabajo maravilloso. Y hay días en los que estoy tan enfadada y/o cansada que sólo escribo palabras sueltas (“Hemos hecho cuatro muestreos. Todo bien. Estoy muerta”). Hay días en los que incluso escribo sobre conversaciones que hemos tenido en el puente, sobre los delfines que hemos visto o sobre las copas que nos hemos tomado el día que entramos a puerto. También hay veces que escribo cosas que, cuando las releo, no sé qué significan. Y luego hay cosas sobre las que no escribo, muchas, pero al releer otras, a veces las recuerdo. A veces no y se quedan ahí, perdidas en algún rincón oscuro de mi memoria caprichosa.

Me gustan estos diarios. Aunque me suponen un esfuerzo cuando están en el mar, creo que son una herramienta estupenda, tanto laboral, como personal. Me ayudan a conocerme un poco mejor, a saber quién era y quién soy. Y, aunque sólo sea por eso, creo que vale la pena seguir con ellos.

En la foto, uno de los portillos de mi camarote .

lunes, 6 de julio de 2015

ALB & SKJ

Un fin de semana cualquiera, de verano. Para ser más precisos, un fin de semana largo, cuatro días, porque tengo que ir cogiéndome días que me deben antes de que caduquen. En principio, no tengo planes destacados, pero no me importa: en verano, los planes aparecen en el último minuto. Pero antes de eso, antes de que llegue el último minuto, de repente, se me presenta un plan atractivo: ayudar a muestrear atunes en un concurso de pesca. Bueno, igual no es un plan atractivo para muchos. Para mí, que hace ya años que tengo ganas de colaborar en estos muestreos, sí que lo es. Un planazo.

Y así me paso dos tardes-noches de un fin de semana cualquiera de verano, ayudando en un muestreo científico, haciendo de becaria novata con un grupo de colegas, sufriendo el sol y las temperaturas demasiado altas incluso en pleno verano, llegando a casa a las 2 de la mañana, con la ropa y la piel veteada de sangre de atún, aprendiendo a distinguir la albacora o bonito o atún blanco (en inglés albacore, de nombre científico Thunnus alalunga y ALB el código que utilizábamos para etiquetar las muestras) del listado (en inglés skipjack, de nombre científico Katsuwonus pelamis -ah, ¡la magia de los nombres científicos!- y SKJ de código), aprendiendo cosas sobre su biología, su distribución, su pesca, aprendiendo incluso a limpiar estos peces magníficos, elegantes, veloces y hasta violentos, de carne roja y sangre oscura.

Ha sido genial.

Si puedo, repetiré el año que viene.









martes, 30 de junio de 2015

Sant Joan

A lo largo de mi vida, he celebrado San Juan de formas tan variadas que, en general, ni siquiera lo he celebrado. A veces me ha pillado en el mar, a veces recién vuelta a tierra, a veces por el mundo. Lo que sí que une todos los sanjuanes de mis últimos años es el hecho de que ningún año soy capaz de recordar lo que hice el año anterior. Es una incapacidad extraña que tengo: recordar fácilmente cómo celebré San Juan el año anterior.

Este año, acababa de llegar del mar. De hecho, el mismo día por la mañana había ido de nuevo hasta el barco. Y sentía una necesidad imperiosa de pasarla con mis amigos. A pesar del cansancio, a pesar de no poder cogerme unos días libres para adaptarme a la vida en tierra, a pesar de las ganas de quedarme en casa sin hacer nada, quería irme con mis amigos, reencontrarme con mi realidad de tierra, para intentar que el proceso de pasar del mar a la normalidad fuera lo más rápido posible. Una extraña necesidad de redescubrir lo que me gusta de la vida en tierra, de reencontrarme con mi gente aquí.

Pero me desvío del tema. La cuestión es que fuimos a la playa, tuvimos velas, algún que otro rito, saltos sobre una minihoguera y baño a medianoche. Fue una noche serena, plácida, corta (porque volvimos después del baño a casa, ya que al día siguiente trabajábamos casi todos) y agradable. Ah, los amigos, qué bueno es volver a ellos.

Y al final de la noche recordé, como en un flash, cómo había pasado el anterior San Juan: en Copenhague.

Quién sabe cómo y dónde lo celebraré el año que viene.



lunes, 29 de junio de 2015

En el mar

Hace ya más de una semana que volví del mar. Ah, el momento del retorno, casi la parte más dura de este trabajo. Volver a tierra, volver a la normalidad, volver a una vida que has dejado apartada, casi olvidada, durante quince días en el mar.

A veces creo que hablo demasiado sobre el mar. Pero es mi vida. A veces creo que amo demasiado el mar. Pero es lo que siento.

Ésta ha sido mi quinta campaña en este barco, pero no sabría decir qué lugar ocupa en mi lista de campañas. Creo que la vigésima-sé-qué. O la trigésima-algo.

Qué más da. La cuestión es que, después de tantos años viviendo esto, sigo sintiendo una melancolía absurda a la vuelta, una añoranza por los días de mar. Aunque haya habido momentos malos, aunque haya habido momentos duros.

Esta campaña pasará a mi historia personal por ser la primera (creo) en la que he ido de jefa y en la que no he pensado o dicho en ningún momento lo de “El año que viene no vengo de jefa”. Igual es que me estoy haciendo mayor. Igual es que le estoy cogiendo el tranquillo a esto. Igual es porque eso no lo decido yo.

Ha sido ésta una campaña buena, muy buena. No ha habido grandes desastres, no ha habido momentos horribles, no me he querido tirar por la borda ningún día. Pero (siempre hay un pero), pero eso lo digo ahora estando en tierra: ha ido todo bien, todo ha salido como estaba planeado o, si ha habido fallos, los hemos solucionado sin demasiados problemas. Pero, decía, pero estando a bordo no puedo evitar estar tensa, preocupada, en guardia todos y cada uno de los días de mar, en todos y cada uno de los momentos en que estoy despierta. Dormida, entro en coma, ni siquiera sueño. O casi no sueño. O duermo tan profundamente que no recuerdo los sueños. Pero estoy en tensión, decía, inevitablemente, en guardia, pendiente de si lo que puede fallar, falla, si lo que puede ir mal, va mal, si los problemas que pudieran surgir, surgen.

A veces no pasa. A veces se alinean los astros y las cosas que pueden fallar, no fallan, lo que puede ir mal, no va mal y los problemas que pudieran surgir, no surgen. Y lo que falla, lo que va mal y los problemas que surgen, se arreglan.

No nos engañemos, no hemos estado en un crucero, no hemos estado tomando el sol y bebiendo mojitos. Pero hemos pasado quince días en el mar trabajando y sonriendo. Trabajando y sonriendo.

Y eso me parece maravilloso.

El año pasado me preguntaba qué recordaría de la campaña de entonces. Ahora me pregunto qué recordaré de ésta. Estas son algunas cosas que creo que recordaré: El primer domingo sin cruasán y la perturbación de la fuerza que eso provocó. La bronca pausada del jefe de máquinas cuando rompimos las cintas en el parque de pesca. Las conversaciones en el puente: del sexo al amol, pasando por cualquier tema imaginable. Las charlas por la radio con pescadores amigos. Atisbar pesqueros y clamar “Son flota amiga”. Los buenos días con sonrisas. El trabajo perfectamente coordinado de toda la tripulación: marineros, máquinas, cocina y puente, cómo admiro a toda esta gente, qué fácil hacen nuestro trabajo, qué placer trabajar con ellos. La banda sonora en el puente, desde Abba hasta Háblame del mar marinero, pasando por habaneras, cantadas por el capitán y oficiales. Descubrir a Josh Woodward gracias al primer oficial. Momentos de euforia inexplicables, momentos de tristeza inexplicables. Las reuniones del personal científico, en la sala de descanso. Los días de verano al principio de campaña, los días de temporal hacia la mitad. Los días lentos, silenciosos y pesados de mala mar. Los momentos de risas, charlas y bromas tras un día de mala mar. Las horas y horas que hemos pasando buscando boyas caladas en las zonas de muestreo. Las langostas que mueren en condiciones poco claras. El zafarrancho de limpieza en el puente, los viernes. Los garbanzos con callos. Llegar tarde a comer. Perderme todos los domingos los entrantes, los domingos son días de trabajo complicado. El mar de fondo. Más mal tiempo que hace cambiar los planes. Maó. La noche en Maó, el desayuno en Maó, apurar las horas en tierra bebiendo las cervezas que a bordo se nos prohíben. Cámaras de fotos que hacen de las suyas y nos hacen perder fotos y recuerdos. Barrer algas en cubierta. Trombas de agua (caps de fibló) a diestro y siniestro. Algún delfín. Los caramelos de menta. Despertar una mañana a los pies del Puig Major, justo delante de Sa Calobra. Ese momento de bajón, el penúltimo día en el que necesitaba mil abrazos y opté por la soledad de la proa, tirada allí, viendo unas estrellas increíbles sobre mi cabeza, respirando esa paz y tranquilidad que sólo me da el mar. Las ganas de llorar al ver las gambas rojas y las cigalas hervidas. El primer trago en tierra, aún en mitad de la descarga, con gran parte de la tripulación y algunos científicos. Los atardeceres. Los amaneceres. Los cielos estrellados. Los cielos rasos. Los cielos nublados. El mar en calma. El mar embravecido. El mar jugando al despiste.

El mar. El mar.

Ay, cómo lo echo de menos.