lunes, 23 de diciembre de 2013

"El médico" de Noah Gordon

Hacía tiempo que quería leer este libro, no sólo porque había oído hablar mucho de él, sino porque el anterior libro que me había leído de Noah Gordon, “La bodega”, me había gustado mucho. Admito que me daba un poco de pereza leerlo, por sus 700 y pico páginas, no por el hecho de ser largo en sí, sino porque no me imaginaba a mí misma paseándome por aeropuertos del mundo con un libro tan gordo. Solución: leerlo en el libro electrónico. Je.

La novela cuenta la vida de Rob J. Cole, desde su infancia en Londres hasta la edad adulta, contando las vicisitudes de su vida en su proceso de alcanzar su sueño: ser médico. Después de unos primeros años como ayudante de cirujano-barbero, Cole viaja a Ispahán para estudiar medicina, en un viaje lleno de tantas aventuras como las que vivirá también en Persia, epidemias y guerras incluidas.

Me gusta mucho el estilo de Noah Gordon, el planteamiento de sus historias, cómo sus novelas no sólo te entretienen sino que te enseñan: con “La bodega” aprendí mucho del cultivo de la uva y la fabricación del vino; con “El médico” he conocido una parte de la Historia totalmente desconocida para mí, Historia de Persia y de Inglaterra, pero también sobre la vida y las costumbres persas y judías y sobre medicina. No es que sea una novela histórica, pero sí que integra la Historia en la vida de los personajes, o mejor dicho, integra los personajes en la Historia.

“El médico” es el primer libro de una trilogía, así que tendré que leerme los otros dos. Me ha gustado lo suficiente como para seguir leyendo. Ah, y hace unos días descubrí que van a estrenar una película basada en esta novela. Y tiene una pinta estupenda. Habrá que verla.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

De matanzas

Un cerdo murió.

Era lo que tocaba.

Ya lo dicen, eso de que a todo cerdo le llega su sanmartín.

A éste le llego en un sábado frío de finales de noviembre.

Yo aún dormía.

Cuando llegué, ya no tenía cabeza y estaba a punto de ser colgado de sus patas traseras.

Cuando llegué, había 3.5ºC.

Cuando llegué, no llovía.

Luego, a lo largo del día hubo limpieza de intestinos, herramientas cortantes, frito a media mañana, música tradicional, pimentón y pimienta negra, lluvia, frío, pies secándose junto al fuego, agujas e hilo, delicias gastronómicas colgadas esperando a madurar.

También hubo una cena que me perdí, porque tenía que volver a casa, a preparar la maleta para un nuevo viaje (glups).

Nunca me dejaré de sorprender de lo mucho (de lo todo) que se aprovecha de un cerdo.

Qué gran criatura.













jueves, 12 de diciembre de 2013

Raro, raro

Ay, Bruselas, Bruselas.

Curiosa ciudad, ésta.

Una ciudad con edificios en los que el primer piso es el 01 y el segundo piso es el 1.


Igual es que se lo han quitado a otros edificios que no tienen primero. ¡Ni cuarto!


Es tan rara esta ciudad, que hasta hay tostadoras en las mesas de los restaurantes.



Así no me sorprende que en el Parlamente Europeo se tomen decisiones raras. Nosotros, por si acaso, comemos cada día vigilando a los europarlamentarios.


Menos mal que siempre nos quedará el chocolate. De las variedades más curiosas. Hasta de confeti.

Ahora que lo pienso, esta tableta se parece un poco a unas gráficas que hecho hoy, ¿no?

Ay, Bruselas, Bruselas.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Bruselas (Reloaded)

Cuando estuve en octubre en Bruselas, además de unos días de reunión disfruté de unos días de vacaciones. Los viajes de trabajo que se convierten (antes o después) en viajes de placer con amigos son una de esas curiosidades bastante esporádicas de las que hay que disfrutar.

Ahora que he vuelto a Bruselas, me ha parecido buen momento de rescatar algunas fotos de aquellos días, que en su momento no compartí, por pereza o falta de tiempo. Así que aquí estamos, de nuevo en Bruselas, recordando momentos anteriores en Bruselas, pero también en Brujas y en Gante, ciudades a las que hicimos una rápida visita. Fue un viaje de volver a lugares que ya conocía (Le Grand Place, el Manneken Pis y su equivalente femenina, el Atomium, Brujas) y conocer sitios nuevos (como el Parlamentarium, Gante o algunas zonas de Bruselas).

Bruselas en diciembre es tan fría como Bruselas en octubre. Estos días hace sol como entonces (aunque también nos llovió), pero no lo vemos en todo el día: cuando llegamos al edificio de la reunión es aún casi de noche; cuando salimos es ya noche cerrada. Pero Bruselas estos días tiene un curioso encanto navideño del que ya hablaré otro día.

Hoy toca recordar imágenes de un viaje de hace tres meses. Con frío. Con amigos. Con faringitis.

 








 

 

lunes, 9 de diciembre de 2013

La mantita de M.

M. aún no ha nacido, pero le he tejido una mantita. Empecé a tejerla al poco de enterarme de que su madre la esperaba (y fue bastante pronto). Aún así, he tenido que acabarla casi, casi corriendo, porque M. está a punto de venir al mundo, cualquier día de estos. Y quería que, si me pillaba de viaje, la mantita ya estuviera en su casa. M. no lo sabe, pero su mantita ha viajado conmigo varias veces. Y bastante lejos. Ha viajado conmigo a Namibia, donde tejí mucho. Ha viajado conmigo a Marsella, donde tejí poquito. Ha viajado conmigo a Copenhague, donde no tejí nada.

M. es una niña que no sé si será rubia o castaña, con ojos marrones o azules, alta o baja, llorona o tranquila. Pero lo que sé es que va a ser una niña muy, muy querida. Bueno, ya lo es. Y que tendrá una mantita de colorines. Una mantita que ha viajado a Namibia, Francia y Dinamarca. Algún día se lo contaré.

Me ha hecho mucha ilusión tejer este proyecto. Aunque tejer regalos siempre es delicado (¿Le gustará? ¿No le gustará? ¿Quedará bien? ¿Quedará mal? ¿La acabaré a tiempo?), creo que tengo que hacerlo más a menudo. Me gusta sí.

El patrón lo encontré aquí. Lo seguí de la misma manera que sigo las recetas de cocina: tomo lo que me parece y modifico lo que me apetece. No tengo a mano la referencia de la lana, ya editaré la entrada y la actualizaré otro día.

En las fotos, la mantita de M.



domingo, 8 de diciembre de 2013

Mandela

En el aeropuerto de Johannesburgo, hay una figura de Mandela, a tamaño natural. Creo recordar que está hecha de pequeñas cuentas, pero no estoy totalmente segura. Es una figura grande, no sé si él era muy alto o la figura es más grande de lo que él era. La figura lleva una de esas camisas tan coloridas, camisas Madiba las llaman, el nombre de la tribu de Mandela y como le conocían en Sudáfrica. Muy cerca de la figura, hay precisamente una tienda de este tipo de camisas.

He seguido con atención las noticias de la muerte de Mandela, desde que me enteré el jueves por la noche. Ha habido una especie de evolución en la información, al principio todo, absolutamente todo, eran halagos hacia su figura, hacia su labor en la eliminación del apartheid. Luego la cosa se fue diluyendo, con críticas no a él ni a su labor, sino a aquellos que en su día lo condenaron y ahora lo alaban, y con una visión un poco más realista de la situación actual de Sudáfrica: sí, no hay apartheid, pero la situación dista mucho del mundo de igualdad por el que Mandela luchó.

Recuerdo una conversación sobre Mandela, a los pies del faro de Swakopmund, hace apenas de 3 meses. Hablaba con una española afincada allí sobre la visión que tienen los namibios de Mandela. Me sorprendió, lo admito. Me sorprendió porque para ellos Mandela es una figura que los países del primer mundo han ensalzado y adoran, un representante del fin del apartheid, cuando en realidad, Mandelas hubo muchos, gente luchando contra el apartheid hubo mucha y, en realidad, sus Mandelas son diferentes a los nuestros. No es que infravaloran la labor que hizo, sino que la relativizaban en un contexto mucho más amplio, en un contexto que nosotros ni siquiera conocemos. Digamos que los blancos convertimos a Mandela en un héroe, cuando héroes hubo muchos más.

Supongo que también lo del fin del apartheid se ve muy distinto en Sudáfrica o Namibia que cómo lo vemos en Europa. Como decía antes, la sensación que tuve yo en Namibia es que el apartheid no existía sobre el papel, pero sí en la realidad. No conozco Sudáfrica, pero de lo que conozco de Namibia puedo decir que allí la igualdad está muy lejos de ser real. En Swakopmund no hay un solo negocio, ni uno solo, cuyo dueño sea negro. Los blancos son, en general, los ricos. Los negros, los pobres. No verás negros viviendo en los lujosos chalets que hay a orillas del mar, igual que no verás blancos viviendo en Mondesa. No hay colegios exclusivos para blancos y colegios exclusivos para negros, pero no son tantas las escuelas que son interraciales en la práctica. Como tampoco son tantos los restaurantes en los que hay clientes de ambas razas. Cuando estuvimos en Etosha, los únicos visitantes negros del parque (además de nuestro acompañante) eran niños de colegios cercanos, que vimos el último día. La noche que cenamos en el restaurante de Okauko, nuestro amigo negro era el único cliente de color y juraría que el trato hacia él del camarero negro era diferente que hacia nosotras, dos chicas blancas.

La realidad es ésta: aún queda mucho por hacer. Y no nos pensemos que en nuestra cómoda Europa las cosas son mejor. Hace unas semanas, estando en Copenhague, viví una experiencia que me llamó la atención. Estaba haciendo cola en recepción, esperando para pedir un certificado de mi estancia en el hotel (suena tan raro como es), cuando las chicas que había justo delante de mí (unas nórdicas muy rubias) hicieron un gesto tan sutil como racista. Había dos recepcionistas: uno negro y otro blanco y rubio. Ambos estaban atendiendo a otros clientes, a punto de acabar los dos, pero el chico negro acabó antes, apenas unos segundos, pero antes y se dirigió a las chicas sonriendo. Ellas lo ignoraron y miraron al chico rubio, que acababa en ese preciso instante de atender a otro cliente y se dirigieron a él. Así. Sin más. Con total disimulo, o con total descaro. Por despiste o por racismo. No lo sé. Pero la cara que se le quedó al recepcionista negro fue todo un poema. En dos segundos se recompuso y pasó a sonreírme a mí y a atenderme (súper profesionalmente, súper diligentemente, súper educadamente). Me llamó mucho la atención, mucho, mucho y me pareció una situación bastante desagradable.

Y ahora Mandela ha muerto. Su labor fue increíble, sí, pero necesitamos muchos más Mandelas para lograr vivir en una sociedad como con la que él soñaba. Entre las muchas frases suyas que estos días circulan por doquier, hay una que me parece especialmente significativa: “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Es así. Si esas muchachas rubias hubieran vivido con naturalidad desde pequeñas la realidad interracial del mundo, probablemente su reacción hubiera sido distinta. Si yo desde pequeña hubiera conocido la realidad interracial del mundo (de pequeña, para mí los negros eran sólo cabecitas oscuras en las huchas del Domund), no hubiera necesitado viajar a Namibia para saber cómo se siente un negro en mitad de un mundo blanco, porque es exactamente igual que cómo se siente un blanco en mitad de un mundo negro. Porque sí, al fin y al cabo, todos somos iguales.