sábado, 14 de septiembre de 2013

Rutinas namibias

Llevo aún pocos días en Swakopmund, pero ya tengo instauradas algunas pequeñas rutinas namibias, supongo que resultado (al menos en parte) de que es la tercera vez que estoy aquí en menos de un año.

Mis días namibios son bastante simples. El día empieza de la forma más normal: desayuno en el hotel. Casi todos los camareros ya saben que desayuno té, así que me lo traen ya sin preguntar. También soy rutina para ellos. El hotel en el que estoy, es también una famosa cafetería, así que hay una serie de habituales que ya conozco de anteriores viajes (y otros que han venido mucho antes por aquí que yo, de años antes). Dos señores ya mayores (por lo visto hace años, a uno le acompañaba su esposa), acompañados de un perrito ya bastante viejo, desayunan siempre en una de las mesas de fuera, aunque haga frío como hace ahora. Un cincuentón de pelo largo y coleta llega cada mañana a su mesa reservada, a la que poco después llega también su hijo, igual de alto, más larguirucho y delgado, casi enfermizo. Apenas intercambian palabras sumergidos en sus dispositivos electrónicos con acceso a internet (móviles o tabletas). Una chica morena que llega a tomar su café y siempre habla con los de recepción, como si fuera de la casa (tal vez lo sea).

Tras el desayuno, mi colega española residente aquí pasa casi siempre a recogerme y vamos paseando hasta el trabajo. El día en la oficina es largo: todo el día hablando, explicando en inglés. A media mañana hacemos una pequeña parada: café, té, fruta, galletas, un cigarro con vistas al mar las que fuman (o las que las acompañamos). A mediodía, salimos a comer a alguno de los restaurantes del centro (casi siempre a éste) o comemos allí algún sándwich, fruta o comida preparada que venden en cualquiera de los supermercados de la zona. Tras el trabajo, de regreso al hotel dando un paseo.
En este paseo, o al mediodía, siempre se acerca algún chico para intentar vendernos alguna baratija artesanal (los típicos llaveros hechos con semillas makalami por aquí abundan) sin darse cuenta de que ya nos la ha ofrecido varias veces en los últimos días, bien porque todas las blancas somos iguales, bien por culpa del serio problema de alcoholismo que por aquí impera.

La vida post-trabajo aquí es muy limitada. Cuando acabas de trabajar a las cinco en una ciudad que cierra a esas horas, es difícil hacer algo. Un paseo por el centro o junto al mar, un salto a algún supermercado para comprar algo de cenar o simplemente la habitación del hotel. A las seis, la ciudad cierra, a las siete ha muerto totalmente y ya es noche cerrada. En el hotel, un rato de trabajo, internet, alguna peli, un rato de lectura.

Y dormir.

En Namibia duermo mucho. Aprovecho para dormir y dormir. O al menos para meterme pronto en la cama y descansar.

Hoy se ha roto un poco la rutina. A pesar del fin de semana, la falta de tiempo nos obliga a trabajar incluso los fines de semana durante esta visita. Pero hoy, después del trabajo, la colega española, una colega namibia y yo hemos pasado la tarde en una piscina de este gimnasio que inauguraron hace pocos meses. Cubierta claro, porque aquí aún hace un frío invernal. Nadar, ¡qué gusto! He tenido que venirme a Namibia para recordar lo mucho que me gusta este deporte, lo bien que me sienta y lo maravilloso que es estar en contacto con el agua. Aunque sea en una piscina cubierta. Y tras el baño, un trozo de quiche y un zumo natural.

Mañana es domingo y toca madrugar de nuevo y seguir con la rutina namibia. Y seguiremos con ella unos cuantos días más.

No está mal, esto de las rutinas.

La foto, de esta mañana, de la calle con nombre del río que desemboca en los límites de esta ciudad, del que también ella toma su nombre. Y al fondo, mi lugar de trabajo durante gran parte de este mes.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Bucarest

Una de las pegas de hacer dos viajes muy seguidos es que no te da tiempo de asimilar y disfrutar las emociones de uno cuando ya estás inmerso en el otro. Hoy mismo me he dado cuenta que aún no había descargado las fotos que hice el sábado pasado en Bucarest, donde pasé menos de 24 horas de camino a casa, después de unos días de reunión en Constanza, a orillas del Mar Negro.

Admito que no volví muy entusiasmada de Rumanía. Entre la sensación casi continua de que nos estaban timando, el poco tiempo libre que tuvimos y lo lejos que estábamos del centro de Constanza, los días de la reunión no fueron espectaculares (excepto por el ratito que pasamos junto al Casino, que me entusiasmó). Bucarest fue ligeramente diferente, estábamos cerca del centro y descubrimos una vida nocturna la mar de animada. Al llegar en autobús el viernes por la tarde, me pareció una ciudad inmensa y casi inabarcable en un paseo, así que el sábado, decidí subirme en un bus turístico y recorrer la ciudad como una guiri cualquiera.

El paseo valió la pena. Paré en un parque enorme en el que me perdí un par de veces. Yo sólo quería encontrar el lago. Lo encontré, pero di tantas vueltas que pensé que acabaría perdiendo el avión. Exagero. El paseo fue la mar de agradable (y frustrante, pero sólo hasta que conseguí encontrar el lago).

Mi siguiente parada ya fue el centro, que ya conocía y donde comí en el mismo sitio que cenamos la noche anterior (y sobre el que ya escribiré otro día).Y de vuelta al hotel, con una parada en un pequeño (pero interesante) mercadillo artesanal y en una librería muy bonita en la que me sentí friki total, como ya conté aquí.

Bucarest estuvo bien. Es una ciudad de grandes avenidas, edificios magnánimos (mención especial al Palacio del Parlamento Rumano: para su construcción se derribaron barrios enteros, incluyendo iglesias, sinagogas, monasterios y restos arqueológicos. Una exageración, vaya) y muchos árboles. No está en mi Top Five de ciudades favoritas o de lugares a los que volvería siempre, pero es una ciudad curiosa, interesante y animada. Muy ciudad, muy grande. Me siento muy de pueblo en este tipo de ciudades.














lunes, 9 de septiembre de 2013

Ciao

Pues nada, me voy otra vez.

Apenas he tenido tiempo de deshacer la maleta, lavar la ropa y volverla a hacer.

Ni siquiera he tenido tiempo de descargar las fotos del último viaje.

Y sí, tengo ganas de estar un poco tranquila, quieta, parada, absorbida por la rutina.

Pero de momento, no. De momento me esperan 24 horas de viaje para volver a un destino no por conocido, menos interesante, fascinante y sorprendente: Swakopmund en Namibia.

Me esperan muchos días fuera, mucho trabajo y algo (un poco) de tiempo libre.

África, ¡allá voy!

En la foto, mi carnet de conducir internacional. Me lo hice el otro día. ¡Qué emoción!

domingo, 8 de septiembre de 2013

Frikismo


Creo que mi nivel de frikismo harrypotteriano ha quedado claro con mi colección de Harry Potters internacionales. Es una cosa que siempre he aceptado, sí, me parecía un poco friki, pero me di cuenta de su alto nivel cuando unas amigas me dijeron una vez que no fuera por ahí enseñando esa colección, que ellas me entendían y que eran mis amigas, pero que era muy, muy friki.
Alguna vez me ha dado un poco de vergüenza visitar en un país cuyo idioma no conozco una librería y preguntar por el primer libro de la serie Potter. Siempre he pensado que algún día, algún dependiente me miraría raro y me interrogaría sobre qué diablos hago comprando un libro en un idioma que no entiendo. Previsora ante algo así, tenía incluso una respuesta estudiada “Es para un regalo”.

Tengo casi una decena de HP, la mayoría comprados por mí y sí, a veces me he avergonzado un poco al comprarlo, pero en general me ha parecido que no era algo tan raro. Hasta ayer.

Ayer, en Bucarest, me sentí tan, tan, tan friki que me entraron ganas de salir corriendo. Pasé la mañana paseando con el bus turístico por la ciudad, comí en el centro y por la tarde, antes de volver al hotel para dirigirme ya al aeropuerto, pasé por una librería que había visto por la mañana. No tenía muchas esperanzas de encontrarla abierta, pero sí, estaba abierta. Era una librería preciosa, un edificio antiguo, con suelos y escaleras de madera, con varios pisos. Vi una sección, en la planta baja, dedicada a libros infantiles y rápidamente encontré alguno de Harry Potter, pero no el primero. Así que me dirigí a la caja y le pregunté (en inglés) al empleado. Me preguntó varias veces si lo quería en rumano o en inglés y le insistí que en rumano. Fue al piso inferior a buscarlo y subió ojeándolo.

- Aquí lo tienes. Pero es en rumano. ¿No lo quieres en inglés? (supongo que pensaba que tenía un nivel de inglés Ana Botella y por eso insistía para comprobar que nos entendíamos).
- No, lo quiero en rumano.
- ¿Seguro?
- ¡Sí!
- Es que no lo entiendo.
- Hmmmm.
- ¿Por qué lo quieres en rumano?

Le conté que los coleccionaba en varios idiomas y siguió insistiendo en que no lo entendía. El pobre muchacho no daba crédito. Casi ni quería darme el libro. Se lo pensó mucho, me volvió a mirar y a insistir en que no lo entendía. Yo quería salir corriendo. Tierra trágame. Pero al final se lo pasó al chico de la caja, me cobró y me lo llevé, despidiéndome amablemente de ambos. El chico seguía mirándome con cara de asombro.

Al salir de la librería, quise salir corriendo. Otra vez. Creo que el muchacho aún debe estar flipando y les debe contar a sus amigos la historia de una friki extranjera que compró Harry Potter en rumano.

En mi vida me había sentido tan friki. Pero ya se me ha pasado. Y tengo un HP más para mi colección, ¡¡yujuuuu!!

La foto, de las (maravillosas) escaleras de la librería en cuestión. La cámara de mi móvil está cada vez peor, qué churro de fotos que hace…

jueves, 5 de septiembre de 2013

Por fin


Por fin veo de esta ciudad algo más que el hotel en el que nos alojamos y la sala en la que nos reunimos.

Por fin hemos conseguido acercarnos al centro, ver de manera fugaz su casco antiguo (semi-abandonado, destripado y completamente en obras) y descubrir una ciudad mucho más viva de lo que, a simple vista, parecía.

Por fin he podido sacar la réflex de la maleta y hacer alguna foto. Pocas, pues no quería hacer esperar a mis compañeros de paseo no fotógrafos.

Por fin he visto el casino, junto al mar Negro, que parece ser el símbolo de la ciudad. A pesar de estar abandonado (o precisamente por eso), emana una energía y una magia especial, muy difícil de explicar. Sí, el casino de Constantza tiene una fuera proveniente, supongo, de su pasado de lujo, de hospital, de restaurante. De mil y una historias vividas entre sus paredes, de mil y un momentos históricos contemplados desde su interior.

Podría haber pasado horas fotografiándolo, contemplando sus detalles, viendo como las sombras de la noche empezaban a cubrirlo, pero cuando paseas en compañía, a veces hay que sacrificar momentos.
Mañana, después de la reunión, partiremos hacia Bucarest. Creo que me pierdo todo de esta ciudad, que lo dejo todo por ver. Qué lástima y qué frustración. En teoría, en febrero-marzo tenía que volver a esta ciudad, pero no va a ser así. En fin… Qué breves son los momentos de felicidad.

En la foto, el casino de Constantza (Rumanía), esta misma tarde.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

"Las cosas que no nos dijimos" de Marc Levy

Debería estar ahora mismo currando un poco, pero después de un largo día de reunión, no me apetece demasiado, la verdad. Y como en un rato salgo hacia una cena de grupo (o social dinner como decimos siempre), aprovecho para actualizar con un libro que acabé poco antes de venirme a orillas del Mar Negro.

Éste es un libro prestado. Mi hermana la gafapasta es súper fan de Marc Levy y como yo no me había leído ningún libro suyo, me dejó “Las cosas que no nos dijimos”. “Te encantará”, me dijo ella. Cuando lo empecé, no me gustó nada, pero nada de nada. De verdad, ¿eh? Pero no quería dejarlo y seguí leyéndolo. Luego apareció un poco de historia por en medio (la caída del muro de Berlín), la cosa se animó un poco y al final me enganché. Eso sí, está lleno de topicazos (el mejor amigo gay, la búsqueda del amor de juventud) pero es un libro majo, ameno, entretenido, que se lee rápido y bien. Ah, y cuando mi hermana la gafapasta me dijo que no era un libro de amor, me mintió vilmente. Ya no sé si voy a volver a hacer caso a sus consejos…

El libro cuenta la historia de Julia, una joven neoyorkina que, pocos días antes de su boda, recibe la noticia del fallecimiento de su padre, con el que apenas tenía contacto. Tras suspender la boda, recibe un extraño paquete que le permite reencontrarse con su pasado, reconciliarse con su padre y replantearse su futuro.

El libro está bien, no es para tirar cohetes, pero sí que es entretenido y agradable, sin grandes complicaciones ni cosas profundas. Ideal para el verano.

Pues nada, voy a ver si me pinto la raya del ojo antes de ir a cenar.

martes, 3 de septiembre de 2013

A orillas del Mar Negro

Llevo poco más de dos días a orillas del Mar Negro y la única foto que he hecho es la que ilustra este post: una etiqueta de una botella de agua, curiosa cuanto menos.

Una vez comparé estas reuniones con los dementores: chupan lo mejor de ti y te dejan sin energía. Creo que eso hace que mi capacidad para hacer fotos, mi empatía hacia el mundo que me rodea, estén bajo mínimos.

Son extrañas, estas reuniones. Sobre todo si estás en un país que no conoces, en el que tienes la sensación de que los taxistas te timan y te cuentan mentiras (como que en esta ciudad viven un millón de habitantes, cuando no llegan al medio millón, o que es el segundo puerto europeo más importante, cuando en realidad es el cuarto), aunque te sientes mejor al ver que otros compañeros también son timados (como cuando un taxista le dijo a uno que no le daba un ticket del viaje “porque aquí no se lleva eso”).

Son extrañas, porque vives anécdotas curiosas, como que pidas pan con mermelada y mantequilla para desayunar y, además, te traigan platos y platos de quesos y embutidos variados, frutas y bollería. “El desayuno rumano es muy consistente, no podéis comer sólo eso, ¡¡venga, comed!!”, te dice la señora del hotel, como si fuera tu madre.

Son extrañas porque aunque quieres conocer más del lugar, comer sus platos típicos, la primera noche cenas en un italiano y la segunda en un japonés, porque es todo lo que hay a una distancia razonable de tu hotel, MacDonald’s aparte y tampoco quieres alejarte mucho más, porque te han dicho que “no es muy seguro ir por la calle de noche”.

Son extrañas, porque lo mejor que pasa en ellas es lo que pasa al final del día, cuando acaban: cervezas con los colegas, cenas agradables y charlas entre risas.

Son extrañas porque, aunque estés a miles de quilómetros de tu vida, hay cosas que vuelven una y otra vez, recuerdos que reaparecen aunque no quieras y gente a la que apenas conoces que te pregunta por gente a la que estás intentando olvidar.

Y así, pasas horas y horas encerrado en una sala discutiendo, proponiendo, hablando y opinando sobre temas que, a veces, te vienen grandes y son importantes, pero son también difíciles y complejos y encima en un idioma que no es el tuyo.

Y así, pasan los días, matando mosquitos por la noche en la habitación y vigilando que las bombillas del baño del hotel no se fundan, otra vez. Que ya me duché el primer día a la luz del móvil y no me apetece repetir.

Sed felices.