domingo, 18 de noviembre de 2012

Macarons

No sé cuándo, cómo ni dónde descubrí los macarons [*], la verdad. La cuestión es que durante mucho tiempo no me llamaron la atención: me parecían un dulce hortera y sumamente empalagoso. Sin haberlos probado, claro. Este verano, estando por tierras francesas de reunión, me decidí a probarlos. Y me sorprendieron. No sólo me parecieron preciosos, con todos sus colores y posibilidades, sino también deliciosos.

Así que decidí que tenía que intentar hacerlos. Lo he intentado ya dos veces. Dos fracasos absolutos. No es que sea una cocinera estupenda, pero creo que soy mañosa y que las cosas que me propongo hacer, me salen. Pero los macarons no, al menos de momento no.

El primer intento quedó así:


Patético. Eso sí, ricos estaban. Pero no se parecen en nada a unos macarons. Pero en nada de nada.

El segundo intento fue igual de patético, o hasta peor. Me sentí tan triste que ni les hice foto.

Luego decidir parar. Tenía que leer más, investigar más, hasta dar con la solución a mi fracaso macaronil.

Y un día de celebración de la tesis (sí, he celebrado el fin de la tesis ya muchas, muchas veces), durante una parada de emergencia a los baños de un MacDonalds a una hora tardía ya (muy tardía) de la noche, descubrí con una amiga que vendían macarons. Así que compramos uno para cada una. El mío era rosa, aunque en la foto no sólo se ve desenfocado, sino gris:


Sí, era otoño, como se ve en las hojas enfocadas del suelo.

Y en mi último viaje, en una de las escalas que tuve que hacer, buscando algunos chocolates para entretener la espera, descubrí esto:


Y no pude evitar comprármelos. Porque no los sabré hacer, no. Y comprar macarons en el aeropuerto de Munich probablemente no sea una buena idea, no. Pero no me pude resistir. Tan preciosos, con todos esos colores. Aaaah, ¡¡quiero hacer macarons!!

Lo volveré a intentar.

Lo prometo.

[*] Para quien no lo sepa, los macarons son unos pastelitos de origen francés, muy bonitos y coloridos y muy dulces.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Libros o libros

No tengo un criterio claro para comprar libros. Me gusta pasearme entre estanterías llenas de libros, sea en una librería convencional, un centro comercial cualquiera o un aeropuerto. Me gusta mirarlos por encima, sin buscar nada concreto y acercarme a uno que me llame la atención, bien por su portada, bien por su título. O porque alguien me ha hablado de él o he leído algún comentario en algún sitio. Tengo épocas que compro bastantes libros y los voy acumulando en un estante de libros sin leer. Tengo épocas que no compro casi ninguno y acudo a ese estante en busca de mi siguiente lectura. Leyendo soy como un adicto al tabaco: cuando acabo uno, busco el siguiente para leer.

Tampoco tengo un criterio claro en cuanto al orden de leer los libros. Cojo del estante el que me apetece, no me importa si es la última incorporación o uno que compré un par de años antes. Simplemente, leo el que en ese momento me llama. A veces he pecado de ordenada y he intentado leer un libro que había comprado hace mucho, para que los nuevos no le ganaran la batalla. Fracaso total. He empezado libros que he dejado a medias hasta que realmente ha llegado su momento. Hay un momento para cada libro y cuando le toca, le toca. Ni antes, ni después.

Todo este rollo viene porque creo que algo está cambiando en mi caos lector. Tengo un lector de libros electrónicos. Ha sido un regalo sí (¡alguna ventaja tiene hacerse doctora después de muchos años!), pero es un regalo que yo pedí. Aún no tengo una opinión formada sobre mi lector. Me gustan los libros, mucho. No sólo leerlos. Me gusta tocarlos, notar su peso, sentir sus lomos y ojear las portadas y contraportadas. Me gusta mirar si el tamaño de la letra y el tipo de papel me será agradable a la vista y al tacto. Me gusta cuando están tan nuevos que tienen las páginas apretadas y cuando ya los he leído y se abren solas en abanico. Me gusta colocarlos desordenadamente en sus estanterías, sin seguir ningún criterio ni de autores, ni tamaños, ni idiomas. Me gusta esa parte tan cálida y física que tienen en comparación con cualquier cachivache electrónico de los (muchos) que hoy en día usamos.

Por eso no entiendo muy bien por qué quise un lector. No parecía necesitarlo, no debería, pero me apetecía. Y en el mes y pico que hace que lo tengo, creo que me gusta, y mucho. El lector tiene algunas ventajas respecto a los libros. Es pequeño, manejable y poco pesado. Cuando viajas con relativa frecuencia, se agradece. Y se agradece sobre todo si tienes varios libros en marcha, cosa que odio, pero a la que me veo obligada al compaginar la lectura de mi clase de inglés con mi lectura por ocio. O si tienes un libro que sabes que acabarás en el primer vuelo de tu viaje. Llevas 2, 3, 5 ó 100 libros en el espacio que ocupa menos que uno en papel.

Otra ventaja es conseguir libros que no encuentras, libros que buscas y no aparecen o, simplemente, libros que no has buscado suficiente. Vas a Internet y ahí están. También está el precio. Hay muchos libros gratuitos, muchos legales y muchos ilegales. Puedes conseguir libros por los que sientes cierta curiosidad pero por los que nunca pagarías 10 ó 20 €. Los consigues y los lees. Te pueden gustar o no. Pero no te arrepientes de haber mal invertido esos 20€.

Además, tengo la sensación de que con el lector leo más. No sé si por curiosidad o porque ahora tengo más tiempo después de la tesis, pero sí que leo más. También puede ser porque estoy empezando a superar mi animadversión a compaginar varios libros. Nunca me ha gustado, pero me he descubierto a mí misma con no dos, sino tres libros diferentes en marcha: uno en papel de ocio, el de inglés y uno en el lector. Sonará extraño, pero tengo la sensación de que al ser soportes y/o idiomas diferentes no son incompatibles, qué chorrada, ¿no?


La principal desventaja que de momento he descubierto en el lector es que, cuando vuelas, no puedes leer durante el despegue y aterrizaje. Sí, no es un gran trauma, pero cuando los vuelos son cortos, el tiempo real de lectura en un avión se reduce considerablemente. Sí, siempre hay otras cosas que hacer: mirar por la ventana, leer las revistas del avión, revisar algunos papeles de trabajo o simplemente, nada. Curiosamente, en mi último viaje, el primero con mi nuevo lector, suplí esta carencia sin casi planteármela: en el aeropuerto de salida, vi un libro que me tuve que comprar. Inevitablemente. Lo vi y pensé “tengo que comprarlo”. Me resistí un poco, algo así como treinta segundos. Lo cogí, leí la contraportada y supe que ya era mío.
Resumiendo, tengo un lector de libros electrónicos nuevo, rojo, precioso y lleno de libros por leer, regalo de mi hermana. Y tengo una funda nueva, roja y maravillosa para el lector, regalo de mis amigas. ¿Qué más se puede pedir?

En las fotos, mi lector y mi funda. Preciosos, ¿verdad?

lunes, 12 de noviembre de 2012

"El haiku de las palabras perdidas" de Andrés Pascual

La primera ver que vi este libro y me llamó la atención, no me lo compré. Hacía poco que me había leído un libro relacionado con el Japón y no me parecía el momento de reincidir en el tema. Sin embargo, poco después lo volví a ver y decidí que no era cuestión de ignorar su llamada.

Curiosamente, presenta una estructura muy similar al que me leí justo antes: está contando a varias voces y en varios tiempos. Por un lado, narra la historia de Kazuo, un niño holandés, huérfano de padres y adoptado por un médico japonés en el Nagasaki pre-bomba atómica, su adoración por Junko una niña japonesa y como la guerra y la bomba cambian toda su vida. Y por otro, narra la historia actual de Emilian un arquitecto defensor de la energía atómica y ve como su proyecto de creación de una isla energéticamente autosuficiente se ve frustrado en el último momento, a la vez que conoce a una fascinante japonesa, Mei. Ambas historias están relacionadas por la propia Mei: su abuela es Junko, aquella niña que enamoró al joven holandés y que ahora, anciana y muy enferma, quiere intentar averiguar qué pasó con aquel muchacho.

Es una historia muy amena, interesante y que relata de manera clara unos hechos históricos tan dolorosos como aparentemente lejanos. No me gustan las novelas históricas, la historia en general no me interesaba demasiado en mi época de estudiante, pero me gustan las novelas con trasfondo histórico, que integran la historia que cuentan en la Historia (así, con mayúsculas). Me gustan porque despiertan mi curiosidad y me descubro a mi misma navegando por Internet y releyendo pasajes históricos que estudié en mi adolescencia y que tengo ya olvidados. Me encanta. Y me encanta cuando están bien enlazados con la historia (en minúscula), cuando ésta te engancha y tienes ganas de saber más y más, como en el caso de este libro. Muy recomendable.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Un pez en Split

Estoy en Croacia. Croacia está fuera de la Unión Europa. Eso significa que me han puesto un sello en mi pasaporte. Así:


Los viajes laborales en esta época del año son especialmente duros: no sales de la reunión hasta que es noche cerrada. Así, te acostumbras a los paisajes nocturnos de las ciudades. Qué remedio.

Pero a pesar de las horas de encierro, de la oscuridad y del frío, todo tiene su parte buena. Aumentar mi colección de Harrys Potters internacionales (de la que ya hablaré algún día). Reencontrarte con colegas y amigos. Llegar con agua hasta dentro de las orejas después de correr bajo la lluvia y unos truenos y relámpagos espectaculares. Comprar algunos recuerdos anti-típicamente turísticos. O descubrir un pez ahí, colgado en una pared, en tierra firme, al que no puedes quitarle el ojo. Me lo hubiera llevado en la maleta, sí señor.


jueves, 1 de noviembre de 2012

Cambio de armario

Hoy he hecho el cambio de armario. Ya me daba pena ver mis faldas y vestiditos veraniegos, mis chanclas y sandalias. Ya me había casado de bucear en las maletas de ropa de invierno para encontrar algo que ponerme y no morir de frío. Así que he decidido pasar este maravilloso día soleado (y templado) para esconder el verano y dar paso al otoño-invierno.

Mientras doblaba la ropa de verano, me he dado cuenta de lo triste que es pasar de todos esos tejidos finos, alegres, con mil colores, a los tonos grises, oscuros y monótonos de mi ropa de invierno. Es un contraste espantoso, la luz y alegría del verano con la oscuridad y tristeza del invierno. He de admitir que el otoño tiene cosas maravillosa. Dormir calentita bajo el peso del nórdico. Oír llover. La luz especial de los atardeceres. Pero siempre es extraño reencontrarme con la ropa invernal y desterrar de mis armarios y cajones la ligereza del verano.

También me ha hecho plantearme en cómo será mi vida cuando vuelva a sacar la ropa de mil colores de las maletas naranjas en las que la guardo, en el altillo de uno de los armarios empotrados. ¿Cómo será mi vida la primavera, el verano que viene? ¿Seguiré con el mismo trabajo o me aplicarán la nueva ley? ¿Me querrá a alguien? ¿Querré yo a alguien? ¿Estará toda mi familia bien? La vida es extraña, la vida es sorprendente. De repente, está metiendo tu verano en una maleta y, de repente, te das cuenta que de aquí al próximo verano faltan muchos meses, pueden pasar muchas cosas y me he encontrado a mí misma pensando, deseando que no estaría tan mal seguir exactamente como hasta ahora. Con sus cosas malas, con sus cosas buenas. Todo puede ir a mejor sí, pero también peor. Así que crucemos los dedos, carguémonos de energía, propóleo y buen rollo e intentemos disfrutar al máximo de las bonanzas de estos meses oscuros.
Adiós verano. Nos vemos pronto.

En la foto, ropa de colorines, antes de despedirme de ella hasta el verano que viene.

lunes, 29 de octubre de 2012

Mi hermana es una gafapasta


Porque sólo ella es capaz de coger un avión para hacer una visita relámpago  a Madrid para ver fútbol y ponerse a leer en el Santiago Bernabéu en mitad del partido.

La foto está retocada (por ella) y convenientemente cortada (por mí) para preservar su intimidad.

domingo, 28 de octubre de 2012

Organizando

Cuando te pasas años, muchos años, intentando compatibilizar un trabajo, un doctorado, actividades extraescolares y un poco de vida social, aprendes a organizarte tu vida, sobre todo tu tiempo libre, minuto a minuto. Y con antelación. Sin lugar a la espontaneidad, ni a los planes inesperados.

Hoy es viernes. No tengo planes esta noche. Genial, haré tesis y me iré a dormir pronto. Mañana me levantaré pronto y seguiré. Luego iré a ensayo con el grupo. Después de comer, trabajaré un rato más, porque por la noche tengo una cena. Intentaré que no se haga muy tarde, así aprovecho la mañana del domingo. Luego se hace tarde, claro, y te levantas a las tantas. No pasa nada, aprovecho las dos horas que quedan de mañana para hacer los deberes de inglés y limpiar el baño. Después de comer me pongo otra vez. Y esta tarde no quedo con nadie, así aprovecho más.

O…

Hoy es viernes. Tengo cena. Bueno, no saldré. Bueno, saldré pero no beberé. Bueno, saldré, beberé, pero poco. Bueno, tampoco pasa nada si mañana por la mañana no hago nada. Bueno, me levanto pronto aunque tenga sueño, trabajo por la mañana y ya hago la siesta después de comer. No, mejor que no salga hoy. Bueno, venga, sí que salgo, pero el sábado no, que el domingo tengo excursión y estaré todo el día fuera. Pero volveré de la excursión pronto y trabajaré un rato. Pero no mucho, que si el domingo me voy a dormir tarde, el lunes no soy nadie en el curro.

Y así hasta el infinito.

Ahora, en este estado de extraña felicidad postdoctoral, he descubierto que soy incapaz de olvidar esta rutina de organizar mi tiempo libre al milímetro. Lo voy consiguiendo sí… al menos a ratos. Pero me descubro a mí misma en plan…

Hoy es viernes. Viene gente a casa. Ayer no tuve tiempo de ir a Carrefour. No pasa nada. Después de comer, bajo los papeles y plásticos para reciclar, voy al Mercadona y luego me pongo a preparar la cena. El sábado por la mañana recogeré la casa y haré la siesta, porque estaré cansada del viernes. Y tengo planes para el sábado por la noche. Ir a tomar algo. ¿Cena antes? Tal vez sí pero… ¿por qué no hemos quedado ya para cenar? ¿Por qué lo tenemos que decidir en el último momento? Y el domingo hará malo. No pasa nada. Limpio la casa. Arreglo las plantas. Hago deberes de inglés. Me tumbo en el sofá a hacer el vago. Escribo un poco. ¿Y por la tarde? ¿No tengo planes para el domingo por la tarde? Hm... debería leer el libro de inglés, que voy algo retrasada. Y tengo que poner una lavadora.


Algún día seré una persona normal. Eso espero.

O no.

La foto, hecha con el móvil el otro día en el Palma aquarium, donde fue a una conferencia. Es interesante la vida que existe después de la tesis.