lunes, 26 de agosto de 2019

El semáforo

De camino al trabajo, paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que siempre pillo en rojo. Inevitablemente. Y es inevitable porque vengo de otro semáforo que si pillo en verde (raramente), cuando llego al otro, ya está en rojo. Si lo pillo en rojo, cuando llego al otro, también está en rojo. Así, solo lo pillo en verde si el anterior lo pillo en rojo, yo estoy la primera en el carril y acelero lo suficiente (un poco mucho) para pasarme el semáforo en verde tirando a naranja. Sino, lo pillo en rojo.

Es decir, que paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que, si conduzco con normalidad y no acelero como un piloto de carreras, siempre pillo en rojo.

La peculiaridad de ese semáforo que regula cuatro carriles es que el carril de la derecha es para girar a la derecha y los otros tres para seguir recto. Yo sigo recto. La peculiaridad no es esa, es que el semáforo del carril que gira a la derecha se pone en verde antes que el de los que van recto. Y esta simpleza provoca innumerables situaciones curiosas y, frecuentemente, peligrosas. Porque la gente que va recto, ve una luz verde y acelera, sin darse cuenta de que el verde es sólo para los que giran a la derecha. Y cuando se pone ese verde, se pone también verde el de los que vienen de esa derecha y atraviesan por delante de los que esperan (o deberían esperar) a ir recto. Y claro, se arma un poco de lío.

He visto de todo. Gente que acelera y, cuando ve coches venir por la derecha, frena en seco y pone (supongo) cara de susto. Gente que acelera y pasa del resto del mundo, sigue recto como si nada y el que tiene que frenar en seco es el que viene de la derecha. Gente que acelera, frena, vuelve a acelerar, frena, da marcha atrás sin entender nada y, al mirar de nuevo el semáforo, comprende su fallo. Un día vi tres coches acelerando simultáneamente y tirando recto, mientras que los que venían de la derecha los contemplaban anonadados.

Yo, como igual habéis supuesto ya, tengo un máster en ese semáforo. Me lo conozco tan bien que, cuando se pone en verde para girar a la derecha, sé el tiempo exacto que falta para que se ponga en verde recto. Pero lo sé no en segundos, sino en instantes. Es decir, en una unidad inexistente e imaginaria, pero sé en qué momento exacto puedo poner el pie sobre el acelerador para que el coche arranque cuando el semáforo se acaba de poner en verde. En el instante preciso.

Aunque igual todo lo que acabo de escribir debería ponerlo en pasado. Porque las cosas han cambiado. Supongo que alguien descubrió el peligro que ese semáforo representaba. O mejor dicho, el peligro de la gente, incapaz de interpretar correctamente un semáforo que, por otro lado, es correctísimo. O igual ha habido algún accidente del que no me he enterado. Así que a alguien se le ocurrió una solución que, para mí, es brillante. Brillante, porque nunca se me hubiera ocurrido. Brillante por su simplicidad: Tan simple como convertir la luz verde de girar a la derecha en una luz naranja intermitente. Tachán.

Así, ahora, la primera luz que se enciende es naranja, para girar a la derecha. Si giras a la derecha, vas con cuidado, atientes para ver por qué esa luz no es verde, pero sigues tu camino (supongo que con cierta sorpresa, ya que no hay nada objetivamente peligroso). Si vas recto, te llama la atención y te fijas más en el semáforo, supongo, y así puedes detectar que tu semáforo, en realidad, sigue en rojo.

Desde que el semáforo funciona así, no he vuelto a ver a nadie acelerando en el semáforo antes de tiempo. Y, la verdad, que la solución haya sido tan simple me fascina.

lunes, 22 de julio de 2019

2008

Fue el verano que más morena he estado en mi vida.

Llegué a Creta a mitad de julio, con el pelo muy corto y gafas rojas que apenas un año antes estrenaba para contrarrestar mi miopía. Era todo nuevo y excitante: iba a vivir sola, en un país extranjero del que desconocía el idioma y tenía cuatro meses por delante para trabajar exclusivamente en mi tesis doctoral. En una isla mediterránea.

La vida allí fue tan simple como maravillosa.

Vivía en un diminuto apartamento, de una única habitación que hacía las veces de cocina, comedor, salón y dormitorio, con un diminuto baño y un balcón muy decente, con vistas al mar y a la isla de Dia. El apartamento estaba en mitad de campos de olivos, llenos de cigarras, que únicamente dejaban de cantar cuando se hacía de noche.

Entre semana, me levantaba pronto y me iba a trabajar en un instituto de investigación marina situado en mitad de una antigua base militar americana abandonada. Era fascinante. Y un poco terrorífico. Tardaba unos quince o veinte minutos yendo a pie, algo menos con la bicicleta que me agencié a los pocos días. No la usaba mucho: ir era fácil, pero la vuelta implicaba una cuesta muy empinada, que creo que solo fui capaz de subir sobre la bici una vez. También tenía que hacer un tramo por una carretera nacional, con mucho tráfico. Ni a pie ni en bici era muy seguro pero, como me di cuenta al poco de llegar allí, bah, aquello era Creta, y no pasaba nada.

Los días laborales los dedicaba a trabajar. Compartía mi oficina con tres colegas griegos. Allí cada uno hacía el horario que quería y, así, nunca sabía quiénes íbamos a estar en la oficina, ni cuánto tiempo. Era un despacho de la planta baja, del ala este del edificio en forma de L, con ventanas alargadas que siempre estaban sucias. Escuchaba mucho la radio, emisoras españolas, por internet. Sabía que solo iba a estar allí cuatro meses y no quería volver totalmente desconectaba de la realidad. La escuchaba mañana y tarde. Escuché en directo toda la tragedia del avión de Spanair. Me harté de oír hablar de la crisis que llegaba cuando, allí, en Creta, ya se vivía en crisis. Viví varias huelgas generales griegas.

Me llevaba al trabajo una fiambrera con comida que preparaba en la diminuta cocina eléctrica que tenía en mi apartamento. Planear las comidas me divertía. Cocinaba los domingos, martes y jueves, siempre dos platos diferentes y dos raciones por plato, asegurándome las comidas y las cenas de dos días. Los lunes por la tarde, después del trabajo, limpiaba. El resto de tardes o iba a alguna de las playas cercanas, o cocinaba, o curraba un rato más en casa, o leía, o veía películas, o navegaba por internet, gracias a un usb con conexión que contraté. Pasaba las noches en el balcón, leyendo o escribiendo o mirando internet o bebiendo cervezas con mi vecino portugués, balcón con balcón, mirando las estrellas, arreglando el mundo y planeando nuestras vidas futuras cuando dejáramos aquella isla.

Los fines de semana, hacía turismo. A veces cogía el autobús para ir a la capital, Heraklio, a hacer algunas compras, visitar lugares turísticos o museos o, simplemente, a pasear por sus calles. O me desplazaba a algún otro lugar de la isla que estuviera a una distancia razonable para ir y volver en el día en autobús. Rethymnon, Agios Nikolaos. Algunos fines de semana, alquilaba un coche, siempre un diminuto Toyota Yaris amarillo, y me aventuraba por las carreteras de la isla. Iba al este. O al oeste. O al sur. Visitaba pueblos, ciudades, ruinas, palacios y playas. Visité Chania y su península vecina con sus monasterios y la playa en la que se grabó una famosa escena de Zorba el griego. Paleochora. Frangokastello. Matala. Lasithi. Ierapetra. Fui en barco a la pequeña isla de Spinalonga, última colonia leprosa, en la que se desarrolla gran parte de la historia de “La isla” de Victoria Hislop. También a Chrissi, una isla de arenas blancas y aguas transparentes, situada al sudeste.

Aún recuerdo muchos nombres. Otros se me han olvidado ya. Si el destino estaba lejos, metía ropa para dos días en el maletero, agua, algo de comida, la toalla y un par de bikinis y me iba el sábado por la mañana y volvía el domingo por la tarde. Había playas casi desiertas, de aguas cristalinas, en pleno domingo de agosto. “¿Dónde estuviste anoche?”, me dijo un domingo por la noche mi vecino portugués, “¡Estaba preocupado por ti!”. De vez en cuando, nos íbamos a tomar cervezas a un garito que llevaban unos holandeses, entre semana o en fin de semana, daba igual. Empecé a beber cervezas en Creta. Vivimos algunas noches memorables allí. Una de las últimas, después de cerrar el bar, el dueño nos llevó a un garito en el pueblo cercano a tomar algo, que, o mucho me equivoco, o era un puticlub. También pasamos una noche absolutamente loca y guiri en Hersonissos. Un miércoles. Y el jueves, solo un par de horas después de volver de aquella salida nocturna, a trabajar.

Luego llegó el otoño y se acabó la playa. Y luego empezó a soplar viento sur, y volvió la playa. Pero luego acabó del todo, pasamos al horario de invierno y se hacía de noche antes de las cinco de la tarde. Era horrible salir de la oficina de noche, porque las farolas de la antigua base militar abandonada no funcionaban y no era nada agradable pasear por allí. Por no hablar de los grupos de perros salvajes que corrían detrás de la gente. O de la gente que ocupaba algunos de los edificios abandonados que, más que ocupar, los utilizaban de almacén o de yo qué sé qué. Así que alquilé un coche las últimas semanas. Se había acabado el verano, las hordas de turistas habían desaparecido y el precio era más razonable. Era un coche rojo. “¡Siempre he querido tener un coche rojo!”, le dije al tipo del rent-a-car que me había alquilado coches amarillos todo el verano. “Haberlo dicho antes y te hubiera dado uno rojo en vez del amarillo”, contestó él. Fue mi primer coche rojo, mucho antes que CocheCapricho.

Todo el mundo me decía que los griegos eran guapísimos, pero yo no vi griegos guapos por ninguna parte. Un día lo hablé con una vecina búlgara, que era guía turística. “Pero, ¿tú has visto griegos guapos por aquí?”, me preguntó. No recuerdo si le dije que uno o dos. Creo que fueron dos, pero solo recuerdo a uno: un revisor del autobús que cubría la línea con la capital. Del otro, ni me acuerdo.
Fue también una época muy creativa, muy prolífica en el blog que tenía entonces. A veces, escribía hasta dos entradas en un día. Tenía mucho que contar. Vivir allí era fascinante. Simple, pero fascinante. E hice muchas fotos, muchísimas. Tenía una pequeña cámara compacta que era una maravilla. Los móviles, entonces, no tenían cámara. Al menos no los que yo tenía: el que me había llevado de España y uno que me compré allí. Tuve un número de teléfono griego. Tuve una cuenta bancaria griega.

Y luego tocó volver. Como tenía que ser. Todo estaba siendo perfecto, casi demasiado, todo era maravilloso y simple, así que era el momento adecuado para volver.

Creta me cambió. Me convirtió en una persona más tranquila y relajada, me enseñó a disfrutar más del día a día, de las pequeñas cosas. Allí era consciente de que mi tiempo en la isla era limitado, así que lo trataba de disfrutar todo al máximo. Y eso me hizo pensar que, en realidad, nuestro tiempo en este planeta es limitado, así que tendríamos que disfrutarlo todo y vivir cada día de nuestra vida como lo que es: como un regalo con fecha de caducidad.

Volví morenísima y feliz.

Estos días se cumplen 11 años de esa aventura que fue vivir en Creta. Desde entonces, he vuelto a la isla tres veces, la última en marzo del año pasado. Ya lo dije entonces, el corazón me explota de felicidad cuando vuelvo a esa isla. La primera vez sí que tuve una sensación de desasosiego, de añoranza, por eso que dicen de que no hay que volver a los sitios en los que has sido feliz. Las siguientes veces solo he sentido felicidad. Y agradecimiento. Por tener oportunidad de volver a un lugar en el que fui feliz.

Y espero seguir volviendo, claro.

En la foto, el puerto veneciano de Chania (o La Canea, o Janiá, que es como se pronuncia en griego), la ciudad más bonita de la isla.

miércoles, 19 de junio de 2019

Lluvia

Soñé que llovía.

Era una noche de mitad de junio, tanto en la realidad como en mi sueño.

En mi sueño, el cielo se encapotaba y empezaba a llover copiosamente. Me asomaba a la ventana y veía la lluvia caer en mi calle, como una cortina. Todo estaba oscuro y hacía frío. En la calle perpendicular a la mía, la lluvia se espesaba en forma de copos, casi etéreos, alargados, enormes. “Trapinos” los llamaría mi madre.

Corría hacia la cocina, y me asomaba a los patios de atrás desde las ventanas de la galería. Allí también caía nieve. De hecho, la nieve ya estaba cuajando y cubría algunos árboles que, en realidad, no existen. La gente reía y amontonaba nieve, se lanzaban bolas, y bailoteaban bajo los copos.

“No puede ser. Si estamos en junio”, pensaba yo.

El cielo seguía negro. Hacía frío. Seguían cayendo copos de nieve.

Me desperté, helada, envuelta en la sábana y en la colcha veraniega que apenas me resguardaban de ese sueño helado. “Menos mal”, pensé, “Solo ha sido un sueño”.

Y, aún así, tenía frío.

domingo, 2 de junio de 2019

El primer baño de la temporada

Hoy he disfrutado del primer baño de la temporada.

Y ha sido maravilloso y a la vez ha sido extraño.

Ha sido maravilloso porque el primer baño de la temporada siempre lo es. El agua fría (el agua siempre tiene que estar fría en ese primer baño, si no lo está, es que se ha retrasado demasiado), la sal sobre la piel horas después de haber salido del agua, empezar a encontrar arena en los lugares más insospechados. Hacía viento, demasiado para mi gusto y sí, el agua estaba fría, al menos como primera impresión. He dudado bastante en meterme, pero cuando me he dado cuenta de que probablemente no pueda volver a la playa hasta julio, me he decidido, claro que sí, no podía esperar a julio para darme ese primer baño. Y ha sido maravilloso, por supuesto.

Pero, como decía, también ha sido extraño. Ha sido extraño porque la última vez que estuve en esa playa, estuve con mi padre. Fue en algún momento de principios de agosto del año pasado. Ya estaba mal, machacado por la radioterapia y consumiéndose poco a poco. Pero aún así, seguimos yendo a la playa todo lo que pudimos. Le encantaba esa playa. Le encantaba llegar pronto, situarse en primera línea y darse un primer baño con la mar plana y la playa medio vacía. Yo me metía con él y luego me volvía a meter una o dos veces más. Él, durante mucho tiempo, también. El año pasado, no solía pasar de ese primer baño. Aquel día, a final de la mañana, estaba de pie, con los pies en el agua, contemplando el horizonte. Me miró y me dijo: “Habrá que meterse otra vez. Quién sabe cuándo podremos volver”.

Él no volvió.

Yo he vuelto hoy.

Volver allí ha sido extraño, por supuesto, hasta tenso, diría yo. Me he levantado sin muchas ganas de playa, lo que el cuerpo me pedía era hacerme un ovillo en el sofá y dejar pasar las horas, igual que muchos de los domingos de los últimos meses. Pero a veces, aunque no quieras, hay que hacer cosas, porque sabes que te sentarán bien, porque sabes que tienes que hacerlas. Así que al final y casi a mi pesar, he insistido a mi madre con la cantinela de los últimos días (“¿Me llevas a la playa? Porfi, porfi, porfi”) y nos hemos ido a la playa.

Hemos pasado todo el camino hablando de mi padre y del programa que mi madre vio anoche sobre comunicarse con los muertos. Era inevitable, imposible, no hablar de él hoy, no pensar en él hoy y no sentirnos tristes porque ya no esté con nosotras allí, disfrutando del viento, del mar, del sol. Ha sido extraño hacer esas cosas que hacía él: buscar un buen sitio para situarnos, clavar la sombrilla, colocar las sillas a su sombra. Hemos llevado sillas nuevas, las compré yo el otro día, porque el verano pasado no tuvimos tiempo, ni ganas, de reponer las viejas. Creo que le hubieran gustado estas sillas. Son fuertes, robustas y cómodas.

Después, hemos ido a comer al sitio al que hemos ido multitud de domingos de verano (y de no verano) en los últimos años. Un restaurante cercano, familiar, con un menú rico, casero y a buen precio, donde siempre nos han tratado con cariño y donde mi padre mejor se sentía comiendo fuera. Llevábamos desde aquel día de agosto sin ir. Hemos querido ir muchas veces estos últimos meses, pero nunca nos decidíamos, no nos atrevíamos a volver allí sin él, a contarle a los dueños lo que había pasado. Hoy, hemos visto muchas camareras nuevas y, cuando por fin he localizado a la hija de los dueños, estaba demasiado ocupada para vernos. Estábamos las dos en tensión, mi madre y yo, sabiendo que teníamos que dar malas noticias y no sabíamos ni cómo ni cuándo hacerlo.

Hay una cosa terrible cuando pierdes a alguien, además de la pérdida en sí: contárselo a la gente que le conocía. Encontrarte con alguien por la calle, que te salude como un día más y de repente, zas, tener que dar noticias terribles. Porque tú ya lo sabes, pero ellos no y, cuando se lo cuentas, para ellos es como si acabara de pasar. Tú llevas ya de duelo horas, días, semanas o, como en este caso, meses, pero para ellos, el duelo acaba de empezar.

Y ha sido difícil volver a enfrentarnos a eso, a dar malas noticias. Me he levantado, me he acercado a la barra, la he saludado y se lo he contado así, de sopetón. Y me ha pasado lo mismo que me pasó cuando le conté la noticia a gente conocida, cercana pero no demasiado, que me respondieron con un cariño, un sentimiento, una ternura que no me esperaba, y que escribí en algún momento en algún sitio y no llegué a publicar. Como el dueño del taller de enfrente que acabó muriendo repentinamente un mes justo después que mi padre, o el anciano del final de la calle que siempre charlaba con él o un antiguo vecino de rellano que ahora es vecino de enfrente. Estupefacción, cariño, ojos llorosos, abrazos. Ha sido duro volver a dar esa noticia. Ha sido reconfortante volver a sentir ese cariño inesperado.

Como decía, el primer baño de la temporada ha sido extraño. Pero también ha sido maravilloso. Ha sido de esas cosas que sabes que tienen que pasar para seguir adelante, para seguir disfrutando, para seguir viviendo. “Ahora estaremos unas semanas sin venir, pero vamos a volver, te lo prometo”, le he dicho a la chica del restaurante cuando nos íbamos. “Sí, por favor, volved”, ha contestado mientras se despedía de nosotras con un fuerte abrazo.

Claro que volveremos. Porque era su playa. Pero también es nuestra playa. Y lo seguirá siendo.

La foto es de esa playa, hoy.

domingo, 21 de abril de 2019

A los pies de la pirámide

Lejos de los habituales circuitos turísticos de Roma, hay una pirámide de estilo egipcio construida como sepulcro para un magistrado romano, a cuyos pies descansan los restos de un poeta inglés. Es el cementerio acatólico romano. Pero eso ya lo conté aquí.

El otro día me dirigí allí, porque tenía un par de horas antes de coger mi avión de regreso y hacía mucho que no iba. Es un lugar curioso, especial, tranquilo y fascinante.

Llegué antes de que abrieran y, a su puerta, encontré a un grupo de estudiantes esperando, así que me dirigí al cercano Monte Testaccio, una colina de la que había oído hablar pero donde nunca había estado. Pasé por delante de un restaurante en el que una vez cené, sin ni siquiera saber que lo estaba haciendo bajo toneladas de ánforas rotas. Porque eso es lo que es esa colina artificial, restos de millones de ánforas, cubiertas de vegetación, en un área aproximada de un quilómetro cuadrado unos 40 metros de altura. Siguiendo mi camino, un frutero, que colocaba el género que acababa de recibir en una diminuta tienda bajo la colina, me intentó vender unas alcachofas espectaculares. Admito que me planteé la posibilidad de llevarme unas cuantas; de hecho, hice un recuento mental de cuántas cabrían en mi maleta, tres o cuatro, pero me pareció una idea descabellada y la rechacé.

El acceso a la colina estaba cerrado, solo se puede visitar previa cita telefónica, pero la empecé a rodear, contemplando las vasijas rotas y la naturaleza que ha crecido sobre ellas. Iba a rodearla entera, pero me crucé con un borracho soltando improperios y cambié de idea; las 9 de la mañana no son horas para ir borracho. Así que desanduve mi camino y volví al cementerio.

Al entrar, me dirigí directamente a la tumba de Keats, pero el grupo de estudiantes estaba allí y decidí volver más tarde. Fui a la tumba de Shelley y empecé a deambular entre tumbas antiguas y modernas, tumbas con palabras escritas en idiomas extraños, en alfabetos extraños.

Es un lugar fascinante, ya lo he dicho. Lleno de plantas y árboles, que le dan un aspecto sombrío, incluso en aquella mañana insultantemente soleada de abril. Apenas hay flores en las tumbas. No, miento, hay flores, arbustos y árboles en y alrededor de ellas, pero apenas hay flores llevadas expresamente a ellas. Por eso me llamó la atención una, con flores de varios tipos y colores, incluyendo mi adorada flor del paraíso. Con curiosidad, miré el nombre de la tumba, un nombre griego, escrito con caracteres griegos y latinos. “Conozco a alguien con ese apellido”, pensé. Luego vi la fecha de fallecimiento: Abril 2000. ¿Quién seguía llevando flores a una tumba casi veinte años después? La escultura que coronaba la tumba, con notas musicales, me hizo pensar en que allí reposaba un músico. Y entonces miré la fecha de nacimiento: Octubre 1998. Estaba frente a la tumba de un niño de año y medio. Sentí un escalofrío, me encogí bajo mi chubasquero granate y seguí deambulando entre tumbas.

Finalmente, me acerqué a la tumba de Keats. En el rato que había pasado desde que había llegado, el cementerio había ido recibiendo visitantes, muchos más de los que el silencio que reinaba permitía adivinar. La tumba de Keats está en una zona amplia, despejada, llena de árboles, con otras tumbas más, junto a la pirámide de la que hablaba al principio. Es una zona preciosa, con bancos que estaban llenos de gente tomando ese sol mañanero de mitad de abril tan agradecido. Había gente consultando mapas y guías turísticas, otros contemplando la pirámide, otros leyendo un libro. Me senté ante la tumba de Keats, en un banco bañado por el sol y estuve allí un rato, entrando en calor, leyendo y releyendo el epitafio de su tumba, de la que está a su lado, de Joseph Severn y de la pequeña que está entre ambas, del hijo de Severn. También la losa conmemorativa tallada en honor a Keats y una placa en uno de los bancos, que no recordaba. Solo después, he sabido que era porque no estaba cuando fui la vez anterior. La placa está dedicada a un escritor estadounidense, Neil Lehrman y que incluye unas líneas maravillosas de “Ulises” de Alfred Lord Tennyson “I cannot rest from travel, I will drink life to the lees”. Algo así como “No puedo dejar de viajar, voy a beberme hasta la última gota de la vida”. Me pareció maravilloso.

Estuve un rato más, allí frente a la tumba de Keats, dejándome calentar por la luz del sol, contemplando a la gente, los árboles, disfrutando de la tranquilidad reinante. Después, me fui. Se me hizo muy corta la visita, pero tenía un avión que coger, bueno dos, y aún tenía que pasar por el hotel.

Una cosa curiosa de esa visita, de este corto viaje a Roma en general, es que he echado de menos mi cámara réflex. Es la primera vez que me pasa y eso que ya llevo bastante tiempo viajando sin ellas. Igual ha llegado el momento de volver a hacer fotos.

domingo, 3 de marzo de 2019

De feminismo, paellas y tortillas de patata

Estos días, con lo del 8M, estoy leyendo por ahí algunas cosas sobre feminismo muy tontas. Y lo que aún queda por decir estos días. También cosas muy interesantes, ojo, pero he leído algunas cosas que me han hecho pensar un poco sobre este tema y sobre las que voy a dar mi opinión. Porque este es mi blog y hago con él lo que quiero.

Con el feminismo pasa lo mismo que con la paella o con la tortilla de patatas. Hay una pequeña parte en la que todos estamos de acuerdo, hay una parte en la que hay ideas diferentes sobre el tema y hay quien cree que su idea es la verdad absoluta.

La verdad común del feminismo es que, por definición, busca la igualdad del hombre y la mujer. La de la paella es que necesita arroz. Y la de la tortilla de patata es que necesita patata, claro.

Ideas diferentes sobre el feminismo hay un montón: Que si hay que luchar enseñando las tetas, que si lo que queremos es igualdad de derechos, que si blablablá. Igual que con la paella (mixta, ciega, de marisco,...) y la tortilla (con o sin cebolla, cuajada o medio cruda,…).

El problema, con el feminismo, la paella y la tortilla, es cuando alguien cree que su idea, su gusto, sus preferencias son la verdad absoluta. Y, normalmente, son ideas bastante extremistas. Por ejemplo, aquellas feministas que odian a los hombres y desean su extinción. Aquellos paellistas que consideran delito poner, qué se yo, marisco. O los tortillistas que no pueden comer una tortilla que lleve cebolla. Gente extrema hay por todos los lados. Extremistas del feminismo, de la paella y de la tortilla de patatas. Ellos tienen su propia definición y no aceptan nada más. Gente que pretende explicarnos cómo ser feminista, cómo hacer la paella o la tortilla, cuando lo que quieren es que aceptemos sus ideas del feminismo, de la paella y de la tortilla.

A mí esos extremistas me cansan. Pero no por eso dejo de ser feminista, ni dejo de comer paella o tortilla. Porque se pueden rechazar los extremismos, pero eso no implica rechazar el concepto de base, la verdad común. Lo demás todo es discutible, interpretable pero no siempre aceptable. Por ejemplo, pretender que ser feminista es creer en la superioridad de la mujer respecto al hombre, echarle chorizo a la paella o cocinar una tortilla con patatas crudas son, para mí, barbaridades. Porque, en mi caso, soy feminista de las que creen en la igualdad hombre-mujer, soy paellista de las que aceptan casi cualquier tipo de arroz con cosas y soy tortillista de huevo cuajado y con cebolla.

Y a quien no le guste, que no mire.