domingo, 2 de junio de 2019

El primer baño de la temporada

Hoy he disfrutado del primer baño de la temporada.

Y ha sido maravilloso y a la vez ha sido extraño.

Ha sido maravilloso porque el primer baño de la temporada siempre lo es. El agua fría (el agua siempre tiene que estar fría en ese primer baño, si no lo está, es que se ha retrasado demasiado), la sal sobre la piel horas después de haber salido del agua, empezar a encontrar arena en los lugares más insospechados. Hacía viento, demasiado para mi gusto y sí, el agua estaba fría, al menos como primera impresión. He dudado bastante en meterme, pero cuando me he dado cuenta de que probablemente no pueda volver a la playa hasta julio, me he decidido, claro que sí, no podía esperar a julio para darme ese primer baño. Y ha sido maravilloso, por supuesto.

Pero, como decía, también ha sido extraño. Ha sido extraño porque la última vez que estuve en esa playa, estuve con mi padre. Fue en algún momento de principios de agosto del año pasado. Ya estaba mal, machacado por la radioterapia y consumiéndose poco a poco. Pero aún así, seguimos yendo a la playa todo lo que pudimos. Le encantaba esa playa. Le encantaba llegar pronto, situarse en primera línea y darse un primer baño con la mar plana y la playa medio vacía. Yo me metía con él y luego me volvía a meter una o dos veces más. Él, durante mucho tiempo, también. El año pasado, no solía pasar de ese primer baño. Aquel día, a final de la mañana, estaba de pie, con los pies en el agua, contemplando el horizonte. Me miró y me dijo: “Habrá que meterse otra vez. Quién sabe cuándo podremos volver”.

Él no volvió.

Yo he vuelto hoy.

Volver allí ha sido extraño, por supuesto, hasta tenso, diría yo. Me he levantado sin muchas ganas de playa, lo que el cuerpo me pedía era hacerme un ovillo en el sofá y dejar pasar las horas, igual que muchos de los domingos de los últimos meses. Pero a veces, aunque no quieras, hay que hacer cosas, porque sabes que te sentarán bien, porque sabes que tienes que hacerlas. Así que al final y casi a mi pesar, he insistido a mi madre con la cantinela de los últimos días (“¿Me llevas a la playa? Porfi, porfi, porfi”) y nos hemos ido a la playa.

Hemos pasado todo el camino hablando de mi padre y del programa que mi madre vio anoche sobre comunicarse con los muertos. Era inevitable, imposible, no hablar de él hoy, no pensar en él hoy y no sentirnos tristes porque ya no esté con nosotras allí, disfrutando del viento, del mar, del sol. Ha sido extraño hacer esas cosas que hacía él: buscar un buen sitio para situarnos, clavar la sombrilla, colocar las sillas a su sombra. Hemos llevado sillas nuevas, las compré yo el otro día, porque el verano pasado no tuvimos tiempo, ni ganas, de reponer las viejas. Creo que le hubieran gustado estas sillas. Son fuertes, robustas y cómodas.

Después, hemos ido a comer al sitio al que hemos ido multitud de domingos de verano (y de no verano) en los últimos años. Un restaurante cercano, familiar, con un menú rico, casero y a buen precio, donde siempre nos han tratado con cariño y donde mi padre mejor se sentía comiendo fuera. Llevábamos desde aquel día de agosto sin ir. Hemos querido ir muchas veces estos últimos meses, pero nunca nos decidíamos, no nos atrevíamos a volver allí sin él, a contarle a los dueños lo que había pasado. Hoy, hemos visto muchas camareras nuevas y, cuando por fin he localizado a la hija de los dueños, estaba demasiado ocupada para vernos. Estábamos las dos en tensión, mi madre y yo, sabiendo que teníamos que dar malas noticias y no sabíamos ni cómo ni cuándo hacerlo.

Hay una cosa terrible cuando pierdes a alguien, además de la pérdida en sí: contárselo a la gente que le conocía. Encontrarte con alguien por la calle, que te salude como un día más y de repente, zas, tener que dar noticias terribles. Porque tú ya lo sabes, pero ellos no y, cuando se lo cuentas, para ellos es como si acabara de pasar. Tú llevas ya de duelo horas, días, semanas o, como en este caso, meses, pero para ellos, el duelo acaba de empezar.

Y ha sido difícil volver a enfrentarnos a eso, a dar malas noticias. Me he levantado, me he acercado a la barra, la he saludado y se lo he contado así, de sopetón. Y me ha pasado lo mismo que me pasó cuando le conté la noticia a gente conocida, cercana pero no demasiado, que me respondieron con un cariño, un sentimiento, una ternura que no me esperaba, y que escribí en algún momento en algún sitio y no llegué a publicar. Como el dueño del taller de enfrente que acabó muriendo repentinamente un mes justo después que mi padre, o el anciano del final de la calle que siempre charlaba con él o un antiguo vecino de rellano que ahora es vecino de enfrente. Estupefacción, cariño, ojos llorosos, abrazos. Ha sido duro volver a dar esa noticia. Ha sido reconfortante volver a sentir ese cariño inesperado.

Como decía, el primer baño de la temporada ha sido extraño. Pero también ha sido maravilloso. Ha sido de esas cosas que sabes que tienen que pasar para seguir adelante, para seguir disfrutando, para seguir viviendo. “Ahora estaremos unas semanas sin venir, pero vamos a volver, te lo prometo”, le he dicho a la chica del restaurante cuando nos íbamos. “Sí, por favor, volved”, ha contestado mientras se despedía de nosotras con un fuerte abrazo.

Claro que volveremos. Porque era su playa. Pero también es nuestra playa. Y lo seguirá siendo.

La foto es de esa playa, hoy.

domingo, 21 de abril de 2019

A los pies de la pirámide

Lejos de los habituales circuitos turísticos de Roma, hay una pirámide de estilo egipcio construida como sepulcro para un magistrado romano, a cuyos pies descansan los restos de un poeta inglés. Es el cementerio acatólico romano. Pero eso ya lo conté aquí.

El otro día me dirigí allí, porque tenía un par de horas antes de coger mi avión de regreso y hacía mucho que no iba. Es un lugar curioso, especial, tranquilo y fascinante.

Llegué antes de que abrieran y, a su puerta, encontré a un grupo de estudiantes esperando, así que me dirigí al cercano Monte Testaccio, una colina de la que había oído hablar pero donde nunca había estado. Pasé por delante de un restaurante en el que una vez cené, sin ni siquiera saber que lo estaba haciendo bajo toneladas de ánforas rotas. Porque eso es lo que es esa colina artificial, restos de millones de ánforas, cubiertas de vegetación, en un área aproximada de un quilómetro cuadrado unos 40 metros de altura. Siguiendo mi camino, un frutero, que colocaba el género que acababa de recibir en una diminuta tienda bajo la colina, me intentó vender unas alcachofas espectaculares. Admito que me planteé la posibilidad de llevarme unas cuantas; de hecho, hice un recuento mental de cuántas cabrían en mi maleta, tres o cuatro, pero me pareció una idea descabellada y la rechacé.

El acceso a la colina estaba cerrado, solo se puede visitar previa cita telefónica, pero la empecé a rodear, contemplando las vasijas rotas y la naturaleza que ha crecido sobre ellas. Iba a rodearla entera, pero me crucé con un borracho soltando improperios y cambié de idea; las 9 de la mañana no son horas para ir borracho. Así que desanduve mi camino y volví al cementerio.

Al entrar, me dirigí directamente a la tumba de Keats, pero el grupo de estudiantes estaba allí y decidí volver más tarde. Fui a la tumba de Shelley y empecé a deambular entre tumbas antiguas y modernas, tumbas con palabras escritas en idiomas extraños, en alfabetos extraños.

Es un lugar fascinante, ya lo he dicho. Lleno de plantas y árboles, que le dan un aspecto sombrío, incluso en aquella mañana insultantemente soleada de abril. Apenas hay flores en las tumbas. No, miento, hay flores, arbustos y árboles en y alrededor de ellas, pero apenas hay flores llevadas expresamente a ellas. Por eso me llamó la atención una, con flores de varios tipos y colores, incluyendo mi adorada flor del paraíso. Con curiosidad, miré el nombre de la tumba, un nombre griego, escrito con caracteres griegos y latinos. “Conozco a alguien con ese apellido”, pensé. Luego vi la fecha de fallecimiento: Abril 2000. ¿Quién seguía llevando flores a una tumba casi veinte años después? La escultura que coronaba la tumba, con notas musicales, me hizo pensar en que allí reposaba un músico. Y entonces miré la fecha de nacimiento: Octubre 1998. Estaba frente a la tumba de un niño de año y medio. Sentí un escalofrío, me encogí bajo mi chubasquero granate y seguí deambulando entre tumbas.

Finalmente, me acerqué a la tumba de Keats. En el rato que había pasado desde que había llegado, el cementerio había ido recibiendo visitantes, muchos más de los que el silencio que reinaba permitía adivinar. La tumba de Keats está en una zona amplia, despejada, llena de árboles, con otras tumbas más, junto a la pirámide de la que hablaba al principio. Es una zona preciosa, con bancos que estaban llenos de gente tomando ese sol mañanero de mitad de abril tan agradecido. Había gente consultando mapas y guías turísticas, otros contemplando la pirámide, otros leyendo un libro. Me senté ante la tumba de Keats, en un banco bañado por el sol y estuve allí un rato, entrando en calor, leyendo y releyendo el epitafio de su tumba, de la que está a su lado, de Joseph Severn y de la pequeña que está entre ambas, del hijo de Severn. También la losa conmemorativa tallada en honor a Keats y una placa en uno de los bancos, que no recordaba. Solo después, he sabido que era porque no estaba cuando fui la vez anterior. La placa está dedicada a un escritor estadounidense, Neil Lehrman y que incluye unas líneas maravillosas de “Ulises” de Alfred Lord Tennyson “I cannot rest from travel, I will drink life to the lees”. Algo así como “No puedo dejar de viajar, voy a beberme hasta la última gota de la vida”. Me pareció maravilloso.

Estuve un rato más, allí frente a la tumba de Keats, dejándome calentar por la luz del sol, contemplando a la gente, los árboles, disfrutando de la tranquilidad reinante. Después, me fui. Se me hizo muy corta la visita, pero tenía un avión que coger, bueno dos, y aún tenía que pasar por el hotel.

Una cosa curiosa de esa visita, de este corto viaje a Roma en general, es que he echado de menos mi cámara réflex. Es la primera vez que me pasa y eso que ya llevo bastante tiempo viajando sin ellas. Igual ha llegado el momento de volver a hacer fotos.

domingo, 3 de marzo de 2019

De feminismo, paellas y tortillas de patata

Estos días, con lo del 8M, estoy leyendo por ahí algunas cosas sobre feminismo muy tontas. Y lo que aún queda por decir estos días. También cosas muy interesantes, ojo, pero he leído algunas cosas que me han hecho pensar un poco sobre este tema y sobre las que voy a dar mi opinión. Porque este es mi blog y hago con él lo que quiero.

Con el feminismo pasa lo mismo que con la paella o con la tortilla de patatas. Hay una pequeña parte en la que todos estamos de acuerdo, hay una parte en la que hay ideas diferentes sobre el tema y hay quien cree que su idea es la verdad absoluta.

La verdad común del feminismo es que, por definición, busca la igualdad del hombre y la mujer. La de la paella es que necesita arroz. Y la de la tortilla de patata es que necesita patata, claro.

Ideas diferentes sobre el feminismo hay un montón: Que si hay que luchar enseñando las tetas, que si lo que queremos es igualdad de derechos, que si blablablá. Igual que con la paella (mixta, ciega, de marisco,...) y la tortilla (con o sin cebolla, cuajada o medio cruda,…).

El problema, con el feminismo, la paella y la tortilla, es cuando alguien cree que su idea, su gusto, sus preferencias son la verdad absoluta. Y, normalmente, son ideas bastante extremistas. Por ejemplo, aquellas feministas que odian a los hombres y desean su extinción. Aquellos paellistas que consideran delito poner, qué se yo, marisco. O los tortillistas que no pueden comer una tortilla que lleve cebolla. Gente extrema hay por todos los lados. Extremistas del feminismo, de la paella y de la tortilla de patatas. Ellos tienen su propia definición y no aceptan nada más. Gente que pretende explicarnos cómo ser feminista, cómo hacer la paella o la tortilla, cuando lo que quieren es que aceptemos sus ideas del feminismo, de la paella y de la tortilla.

A mí esos extremistas me cansan. Pero no por eso dejo de ser feminista, ni dejo de comer paella o tortilla. Porque se pueden rechazar los extremismos, pero eso no implica rechazar el concepto de base, la verdad común. Lo demás todo es discutible, interpretable pero no siempre aceptable. Por ejemplo, pretender que ser feminista es creer en la superioridad de la mujer respecto al hombre, echarle chorizo a la paella o cocinar una tortilla con patatas crudas son, para mí, barbaridades. Porque, en mi caso, soy feminista de las que creen en la igualdad hombre-mujer, soy paellista de las que aceptan casi cualquier tipo de arroz con cosas y soy tortillista de huevo cuajado y con cebolla.

Y a quien no le guste, que no mire.

miércoles, 2 de enero de 2019

Dos de enero

Las ganas que tenía yo de estrenar mi agenda 2019…

Es el mismo modelo que llevo varios años usando, de Moleskine: semana vista en las páginas pares, hoja rayada en las impares, pero esta vez encima es de Harry Potter.
Lo más gracioso, es que el año pasado me quejaba de que la agenda era de un color azul demasiado estridente y ahora veo que, en comparación con la de este año, era hasta paliducha.

En cualquier caso, la de este año me encanta. Y encima viene con una guía de hechizos para hacer con varita. Me parto.

Y no me puede gustar más.

En la foto, a la izquierda, la agenda del año pasado y, a la derecha, la nueva.

lunes, 31 de diciembre de 2018

2018

Tanto en 2016 como en 2017, me pasé el año rellenando papelitos de colores con cosas bonitas que vivía para luego, el último día del año, leer su contenido y recordar todo lo bonito que me había dado ese año. Este 2018 empecé a hacerlo, pero paré en febrero. No tenía un motivo concreto por el que dejar de hacerlo pero, visto a posteriori, tal vez ya intuía que este no sería un buen año, que sería uno de esos años con más que olvidar que de recordar, como así ha sido.

Es imposible que todo vaya bien siempre. Es imposible ser felices todo el rato y no encontrarte con cosas malas, negativas o tristes en nuestra vida. Supongo que la gracia es encontrar el equilibrio, no tanto saber ver la parte positiva de las cosas que nos duelen, sino disfrutar de lo bueno aún más de lo que lo malo nos hace sufrir. Por eso, aunque he llorado un montón en los últimos meses, acabo el año tranquila y casi diría que feliz, con un montón de ilusiones puestas en 2019, con la intención de resituarme en mi vida, de seguir disfrutando de las pequeñas cosas, de la gente bonita que está a mi alrededor, de recuperar la energía (personal y laboral) que en los últimos tiempos se me ha escapado, en gran parte, por la tristeza.

Lárgate ya, 2018. Admito que ha habido algún momento bueno, probablemente muchos más de los que recuerdo ahora mismo, pero necesito que te largues de una vez.

sábado, 22 de diciembre de 2018

El cielo de mi padre

El cielo de mi padre tiene una playa enorme, de arenas finas y blancas y aguas cristalinas. En la playa, luce un sol cálido que no quema y sopla una brisa suave y agradable que, sin embargo, no levanta olas, por lo que el mar está en calma. Mi padre pasa largas horas paseando por la orilla de la playa, mojándose los pies, o nadando en las aguas limpias y transparentes, con una gorra de visera cochambrosa de tanto usarla. A veces se sienta en una silla bajo la sombrilla, contemplando la playa y el mar, en primera línea porque, en su cielo, siempre hay sitio para clavar la sombrilla y colocar la silla en primera línea de playa. A veces, el cielo se nubla y mi padre contempla los relámpagos que se ven en el horizonte y escucha los truenos que se oyen en la lejanía con una sonrisa en los labios.

En su cielo, mi padre tiene una casa de planta baja y orientación sur, con un taller en el que guarda ordenadamente un montón de herramientas que usa frecuentemente, porque en su cielo, siempre hay algo que reparar, alguna bombilla que colgar, algún cuadro que colgar, alguna pared que pintar o alguna estantería nueva que montar. No son grandes obras, son cosas pequeñas que va haciendo poco a poco, para mejorar su casa (y seguro que la de algún que otro vecino). En su casa, tiene una tele grande en el salón, en la que siempre dan documentales de naturaleza o partidos de fútbol, que ve frecuentemente. En su cielo, el Barça gana todos los partidos y se corona campeón de todas las competiciones. La casa tiene una cocina grande y se dedica a cocinar cosas ricas, sin preocuparse de colesteroles, ni de azúcar, ni de ninguna de esas cosas que nos preocupan en la tierra. Cocina para él y para los visitantes que recibe: sus padres, su hermano pequeño, amigos de la infancia y juventud que llegaron a sus propios cielos antes que él. Hace paellas, come lechona frecuentemente y desayuna un bocata con un vaso de vino. Lo genial es que la hora del desayuno o de la comida o de la cena no está ahora relacionada con la ingesta de pastillas, porque en su cielo, mi padre no tiene ni el colesterol, ni la tensión, ni el azúcar altos; no tiene que tomar anticoagulantes, porque allí no existen las cardiopatías; no tiene problemas de retención de orina porque su vejiga está intacta y funciona estupendamente bien, sin ningún tumor jodiéndole el funcionamiento y la vida. Ni siquiera tiene que ponerse los audífonos porque oye perfectamente. Por supuesto.

Fuera de casa, en su cielo, mi padre tiene un huerto enorme. Bueno, no enorme, lo suficientemente grande para cuidarlo y cultivarlo él, sin esfuerzo. En su huerto, tiene sembradas un montón de cosas. Tomates, pimientos, fresas, berenjenas, plantas aromáticas y algún que otro árbol, como limoneros, naranjos, una higuera y un granado. Las plantas no enferman y dan unas frutas y verduras deliciosas que recoge siempre en su punto de maduración exacto. La casa tiene un porche en el que se sienta tranquilamente al anochecer, a contemplar el huerto, escuchar alguna tormenta lejana (sí, sí, son habituales las tormentas en su cielo) mientras se toma una cerveza y espera, mirando siempre el camino que llega del mundo de los vivos a su cielo. Porque en su cielo, mi padre está esperando a que llegue el amor de su vida, mi madre. Y me sabe mal tener que decirlo, pero vas a tener que esperar bastante, papi, porque tú te has ido demasiado pronto pero voy a retener aquí a mamá, con nosotras, todo el tiempo que pueda. Egoístamente. Total, al final os reencontraréis, nos reencontraremos todos. Eso es inevitable.

Mi padre, que ya lleva más de dos meses en su cielo, hoy hubiera cumplido 78 años y lo hemos celebrado comiendo y bebiendo, como mejor sabemos, como lo hubiéramos hecho si siguiera aquí.

Ay, papi, cómo te echo de menos.

En la foto, mis padres hace unos cuantos años, en una playa que se parece mucho a la de su cielo.

domingo, 9 de diciembre de 2018

Una noche inesperada


 El martes pasé una noche inesperada en Ibiza.

Volvía de Madrid a Palma y el avión se tuvo que desviar por la niebla que cubría mi ciudad y su aeropuerto. Pero aterrizamos felizmente (como bien dijo el piloto) en Ibiza. Y claro, aparecieron un montón de expertos en aeronáutica que dudaron de la decisión del piloto, de su capacidad y que pretendían arreglar el mundo con sus opiniones declamadas en voz (demasiado) alta. “Otros vuelos están aterrizando”, era la conclusión sabia de muchos. Sí, pero por lo que fuera, el nuestro no.

En realidad “por lo que fuera” era algún tema técnico del avión. El nuestro era pequeño y no tenía capacidad de aterrizar con niebla. Eso nos dijeron. Y yo, al contrario que muchos de los otros pasajeros, no soy experta en aeronáutica, así que si me dicen que nos desvían a Ibiza porque no podemos aterrizar en Palma por niebla, me hecho unas risas con el jefe, me reacomodo en mi asiento y espero a que aterricemos viendo capítulos de “Pequeñas mentirosas”.

Luego la cosa se complicó, porque querían llevarnos con otro avión más grande, pero al final no pudo ser, así que cinco horas después de aterrizar en Ibiza, por fin pudimos ir a un hotel.

De Ibiza no vi nada. Bueno, sí, Dalt Vila, los edificios que forman el casco antiguo amurallado, iluminado de noche, pero nada más. Al llegar al hotel, caí agotada en la cama, no podía más. Al día siguiente, a las siete y rodeados de nuevo de niebla, volvíamos al aeropuerto para viajar, esta vez sí, y aún teniendo que esperar algunas horas más, a nuestro destino final.

Esa noche inesperada en Ibiza me recordó la noche inesperada en Estambul de hace un año.

Hace un año viajé a orillas del mar Negro, a Batumi, una ciudad curiosísima de Georgia. La ciudad en sí bien se merecería su propia entrada, que nunca hice, pero la vuelta de ese viaje se merecería casi un libro. La cuestión es que viajar entre Batumi y mi isla era complicado, así que el viaje tenía dos etapas: Batumi-Estambul-Roma, noche en Roma y Roma-Madrid-Palma. Con la emoción de que al día siguiente viajaba a otra reunión a Barcelona que a su vez enlazaba con otra reunión en Málaga.

Nadie dijo que los viajes de trabajo fueran fáciles.

Aquel viaje de vuelta se convirtió, vuelo cancelado mediante, en una noche extra en Batumi (en una habitación de hotel más grande que mi casa. Qué digo yo, casi diría que el doble que mi casa) y en una noche inesperada en Estambul. Porque al final, lo más sencillo fue enlazar dos semanas de viaje, sin pasar por casa, antes de caer rendida por agotamiento justo en navidades (como, por otra parte, viene siendo habitual en mí). Así que me pasé dos semanas con una maleta de mano como único equipaje (salvada por el servicio de lavandería del hotel de Barcelona). Eso también se merecería una entrada propia.

Pero yo hablaba de noches inesperadas.

Lo más loco de la noche inesperada en Estambul es que, al llegar a su aeropuerto, me separé de mis compañeros de viaje (que sí llegaron a su destino final ese mismo día, bueno, más o menos), pero en la cola de los pasaportes, alguien me saludó efusivamente. “¿A quién conozco yo en Estambul?”, pensé. Pues conocía a una chica georgiana que había sufrido el mismo vuelo cancelado que yo y que volaba también a Barcelona al día siguiente (pero en un vuelo distinto al mío). Así que nos juntamos, nos hicimos amigas, nos fuimos juntas al hotel y decidimos irnos a pasear por Estambul, con una frase común “Yo, esto no lo haría sola, pero ya que estamos las dos…”.

Así que mi noche en Estambul fue más productiva que mi noche el Ibiza: Al menos paseamos por la ciudad (que recordaba sorprendentemente bien, aunque solo había estado una vez antes, hace siete u ocho años), compramos un par de cosas (incluido un bolso precioso), cenamos y nos tomamos un té. Y nos volvimos más felices que unas perdices al hotel.

La vuelta al aeropuerto al día siguiente también fue toda una odisea, pero bueno, bien está lo que bien acaba.

Y cuando la vida te regala una noche inesperada en Estambul, en Ibiza, o donde sea, hay que disfrutarla. Aunque disfrutarla signifique meterte en el hotel a dormir a pierna suelta.

Quién sabe cuándo volveré a Estambul.

Quién sabe cuándo volveré a Ibiza.

Las fotos, una de la mañana de niebla en Ibiza, la otra de la noche en Estambul.