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domingo, 20 de noviembre de 2016

En el aeropuerto de Frankfurt

Tengo la sensación de que el amanecer me ha perseguido durante varias horas. Es lo que tiene viajar hacia el oeste a primera hora de la mañana. Aunque lo correcto sería decir noroeste. Tengo que apresurarme para bajar del avión: entre que me he despistado leyendo y que el chaval que está sentado en mi fila sigue dormido, bajo del avión casi la última. Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto de los que yo califico como “no me gusta”. Son casi las nueve de la mañana según mi reloj, casi las ocho en realidad aquí. Y ya llevo casi cinco horas despierta.

Miro en las pantallas por si aparece mi vuelo, pero es una tontería, quedan más de cinco horas para que salga. Luego recuerdo que llevo ya la tarjeta de embarque y compruebo que sí, efectivamente, ya aparece en él mi puerta de embarque. Por una vez, no tengo que cambiar de letra, ni recorrer esos largos pasillos subterráneos que tan poco me gustan de este aeropuerto. Llego al control de pasaportes y pierdo de vista al búlgaro interesante con un tic en un ojo con el que he compartido vuelo. Me dirijo a la zona en la que es un control automático, donde mantengo una absurda conversación sobre la necesidad (o no) de llevar pasaporte si me estoy moviendo por Europa. Al final, acepto que si quiero pasar por la máquina, tengo que sacar el pasaporte que llevo en la mochila. La máquina lo escanea, me deja pasar pero una pantalla me detiene para hacerme una foto. Sonrío absurdamente, tanto por la gracia que me hace que me hagan una foto en el aeropuerto como porque, en las fotos, me veo mejor sonriendo.

Cambio la hora del reloj y empiezo a pensar en qué hacer en las cinco horas que me quedan. Podría salir del aeropuerto e ir hasta la ciudad, pero ya lo hice una vez. Estuvo bien, pero entre el sueño y las cuatro horas de ayer en coche (en parte conducido por el chófer que se dormía, en parte por la colega italiana que se percató del tema y exigió conducir ella) no me apetece demasiado moverme de aquí. Y la pereza que me da volver a pasar el control de seguridad. Paseo por alguna tienda, buscando las salchichas que más tarde compraré para llevar a casa y descubro una tienda en la que venden Lamys.

Camino durante un buen rato, primero por la zona de las tiendas, luego en sentido contrario a mi puerta de embarque y decido que tal vez debería cambiar mi calificación de este aeropuerto. Hoy un “me gusta” me parce más adecuado. Observo a mi alrededor, la gente, las tiendas, los lugares, tratando de decidir qué quiero hacer. Creo reconocer una cafetería en la que una vez compré algo. Debería encontrar un lugar para cambiar la moneda búlgara que aún llevo en el bolsillo. He gastado poquísimo en este viaje. Es lo que tiene pasarte el día encerrada en un hotel trabajando, durmiendo, comiendo y hasta nadando. Cambio de sentido y voy hacia la zona de mi puerta de embarque y la paso de largo. Recuerdo que una vez me crucé con Ángela Molina en un aeropuerto alemán, juraría que en éste. Al cabo de un rato reconozco la zona en la que me crucé con ella: sí, era este aeropuerto.

Descubro una zona prometedora: asientos de esos en los que puedes estirar las piernas y enchufes. Pero quiero un asiento junto a la ventana y junto a los enchufes… anda, hay uno. Me siento, enchufo el móvil, enciendo el portátil y busco wifi gratis. Ahora hay wifi gratis por todo, incluso en la tienda-gasolinera en la que nos paramos anoche, a medio camino entre Burgas y Sofía, cuando pedimos al conductor que parara porque no queríamos seguir arriesgándonos a que se durmiera al volante. El sol ya está alto, a ratos aparece entre las nubes, todo un lujo después de una semana casi sin verlo.

Aún no tengo muy claro en qué voy a matar las horas que me quedan. Podría dormir. Podría leer. Podría actualizar mi currículo para las opos. Podría estudiar para las opos. Podría revisar un artículo que tengo a medio revisar. Podría ponerme al día leyendo blogs que hace semanas que no leo. Podría, simplemente, observar a la gente. Pero de momento no quiero hacer nada de eso, sólo dejar pasar el tiempo, las horas, en este paréntesis que es hoy mi vida, que es siempre el día del viaje, de la vuelta, acabando de digerir lo vivido en la última semana, los viajes de las dos últimas semanas; preparándome para volver a la normalidad a partir de mañana. Estoy en el descanso de un partido, esa es la sensación que tengo. En un impasse. Ayer no importa, mañana tampoco. Así que escribo, porque eso es lo que me apetece hacer en este momento intermedio.

En un rato me levantaré, caminaré otro rato, pasearé por las tiendas, pensaré en historias que podrían estar pasando en este aeropuerto que hoy me ha resultado sorprendentemente inspirador. Tomaré algo en alguna cafetería, leeré un rato, cambiaré las levas búlgaras que aún llevo encima y buscaré otro rincón donde sentarme un rato antes de comer algo y subir al avión que me llevará a casa.

Pero ahora sólo estoy aquí, sentada, mirando por la ventana, cargando el móvil y escribiendo.

En la foto, el amanecer persiguiéndome poco antes de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt.

domingo, 16 de octubre de 2016

Bajo la luna

Es una noche cálida de otoño, sábado. Diecisiete personas vuelven de una copiosa cena en un restaurante que estaba cerrado, pero que han abierto para ellos. Ya casi no hay turistas en otoño en esta pequeña isla mediterránea. Diecisiete personas en la mesa es mal augurio en Italia, así que el dueño del restaurante deja un juego extra de copas en una de las cabeceras, para engañar a la mala suerte.

La vuelta es ligera y amena, casi dos quilómetros de camino entre charlas y risas en varios idiomas, el vino ha corrido alegre durante la noche y ya llevan demasiados días fuera de casa, demasiados días de trabajo. La perspectiva de seguir trabajando al día siguiente, domingo, hace que disfruten más de esas pocas horas de ocio. Caminan por la carretera, rodeada de casas de manera continua, evitando los pocos coches que de vez en cuando aparecen. Cuando ya se acercan al hotel, pasan por un núcleo más concurrido donde algunos jóvenes y no tan jóvenes pasan la noche del fin de semana apenas iluminados por la luz de los móviles. “Imagínate un invierno aquí”, dice alguien.

Al llegar al hotel, algunos levantan las manos. Quien más quien menos la levanta: cuando se recuenta el quórum para algo, suele ser para algo bueno, así que casi todo el mundo se apunta. No hay mucho que hacer en esta isla y cualquier plan es bienvenido. La discusión se centra en si levantar la mano para ir a dormir o para ir a nadar. Es casi medianoche, llegar a la zona más civilizada de la isla, el puerto, es inalcanzable a pie, así que esas son las dos únicas alternativas.

“En cinco minutos, todos aquí para nadar”. “Todos” al final son nueve personas que se dirigen entre risas por la carretera hasta la estrecha cuesta que baja a las piscinas naturales. Una señora que ha salido a pasear su perro les mira con sorpresa e incredulidad. La luna, casi llena, ilumina alegremente la noche. Pero la ruta de bajada discurre por un camino estrecho, entre casas y árboles, así que la luz de los móviles guía el camino por los tramos más oscuros.

Al llegar junto al mar, el espectáculo es maravilloso: el mar, en calma; las rocas volcánicas, cálidas bajo los pies desnudos; la temperatura, suave; la luna, llena y brillante, ilumina con una tenue luz azulada todo el paisaje. Es impresionante. Los bañistas empiezan a quitarse la ropa, entre risas y gritos. De los nueve aventureros, seis se quedan en bañador, mientras los otros tres prometen que se ocuparán de recontarlos y comprobar que nadie se ahoga. Más gritos, más risas y saltos desde las rocas. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Seis cuerpos chocan contra la superficie del agua, a intervalos irregulares, con gritos y risas como banda sonora. El agua está fresca, no fría, ideal en ese improvisado baño nocturno, y los bañistas chapotean alegres a la luz de la luna. Más risas, más gritos, más alegría sonora que debe estar oyéndose a lo largo y ancho de esta pequeña isla.

Salir del mar es otra aventura. Algunos de los bañistas conocen el camino por las rocas, porque ya han nadado allí esa misma tarde, pero no cuentan con la migración nocturna de los erizos, que ahora ocupan casi totalmente su camino de salida. No deja de resultar irónico, porque todos ellos se dedican a estudiar criaturas marinas. Al final salen, despacio, uno a uno, ayudados por las gafas de bucear que alguien ha llevado y por los que les van precediendo. Los que han quedado en tierra hacen el recuento comprobando, entre risas, que no ha habido bajas entre los nadadores nocturnos.

El camino de vuelta es igual de alegre, bajo la luz de la luna. La subida les deja sin aliento, pero no les quita la alegría y la sensación gratificante de que han vivido un momento maravilloso. Se despiden entrando al hotel, consultando el reloj y contando las horas que van a poder dormir. Al día siguiente es domingo, pero aún así toca trabajar. Se dan las buenas noches en varios idiomas, sonriendo, en el pasillo silencioso del hotel y prometiendo repetir la experiencia la noche siguiente.

Fuera, la luna sigue brillando.

En la foto, el lugar del baño nocturno, a la luz del día, a media tarde, cuando ya hubo un primer baño improvisado.

jueves, 13 de octubre de 2016

Ponza

Imaginaos una pequeña isla, de menos de diez quilómetros cuadrados, en forma de arco, a la que sólo se puede llegar desde la cercana costa italiana en barco. La isla está surcada por una estrecha carretera, que sube y baja por su abrupta orografía volcánica, una carretera flanqueada continuamente por casas, poblaciones dispersos que nunca llegan a formar un auténtico núcleo. La isla está bañada por las cristalinas aguas mediterráneas y, en cada recoveco, un pequeño puerto lleno de lanchas recreativas refleja el amor hacia al mar de sus habitantes.

Imaginaos un pequeño hotel, de tonos rosados, al borde de un acantilado y flanqueado por la carretera. Es un hotel de veraneo que ahora, en temporada baja, está prácticamente habitado sólo por menos de una veintena de clientes venidos mayoritariamente de otros puntos de Italia, pero también hay algunas otras nacionalidades: suecos, ingleses, daneses, chipriotas, españoles e incluso estadounidenses. Es un hotel sencillo, funcional para el verano pero frío en esta temporada baja otoñal. En su entrada, un grupo de mesas en forman de U y una pantalla con proyector ocupan un lugar en el que normalmente hay varias butacas, que están ahora agrupadas contra las ventanas, con vistas al mar. En la pantalla, hay letras y número y gráficos y más letras y más números.

Imaginaos el efecto que hace, en esta isla de de menos de 4000 habitantes, un grupo heterogéneo de personas ruidosas entrando en un bar a media mañana, un bar en el que los lugareños se refugian de las inclemencias de un día otoñal, nublado y muy ventoso. Los lugareños observan curiosos al grupo, sobre todo a las rubias nórdicas y a los dos chicos altos que hablan inglés con acento de película americana, mientras apuran sus cafés, que tanto gustan a la gente que le gusta el café: muy cortos y muy negros. Uno de los estadounidenses le hace carantoñas a un perro grande y oscuro, de aspecto tranquilo, que no le hace mucho caso. Fuera, sopla un viento insoportable, que les hace encogerse sobre sí mismos y caminar inclinados. Las casas, de colores blancos y tonos pastel (azules, cremas, rosas) contemplan impasibles al grupo, que vuelve de camino al hotel, a la pantalla, a las letras y los números.

Aquí estoy, estos días. En esa diminuta y abrupta isla desde la que, por la noche, apenas se distinguen las luces de la no tan cercana costa italiana; en este hotel de fachada rojiza e interiores fríos, contemplando letras y números en una pantalla, a menudo indescifrables; sufriendo las inclemencias de un otoño variable y un poco incómodo con un grupo de gente tan heterogénea como peculiar. Y me siento un poco fuera de lugar, en este lugar extraño y fascinante y con esta gente tan lista y sabia. Y yo, intentando hacer ver que soy una de ellos.

La foto, de hace un rato, al salir de la cafetería.

domingo, 21 de agosto de 2016

"The Sunrise" de Victoria Hislop

 Los libros de Victoria Hislop son uno de mis lugares felices: sé que me van a gustar, me entretienen y me emocionan; tanto, tanto que me los leo en inglés. Ya he hablado de sus anteriores libros que, como ya he dicho alguna vez, son ligeros, fáciles de leer, casi culebrones, en un contexto histórico que te hace querer saber más de lo que cuenta (al menos a mí). Spinalonga, Creta, Granada y Tesalónica son algunos de los lugares donde se desarrollan sus historias.

“The Sunrise” sigue la línea de sus libros anteriores: un hecho histórico, en este caso, la invasión turca de Chipre, sirve de hilo conductor de una historia de pasiones, ambiciones y sagas familiares que se ven afectadas por un conflicto histórico. La acción se desarrolla en Famagusta, una ciudad costera chipriota que en los años 70, justo antes de la invasión turca, era uno de los enclaves turísticos  más importantes de Chipre (y probablemente del Mediterráneo). La trama empieza en los años previos a la invasión, cuando Famagusta estaba en pleno apogeo turístico y continúa con los efectos que la invasión tuvo en la vida de los protagonistas de la novela.

Me ha encantado esta novela, he sufrido mucho con los protagonistas, creo que ha sido la historia más dura de las que he leído de esta autora. Aunque sus historias siempre tienen un punto de esperanza, de optimismo, esta vez no ha sido así, me ha parecido durísima, pero muy real. Chipre me fascina y la historia de la invasión turca me alucinó desde el primer momento en que oí hablar de ella. Por no hablar de Famagusta o mejor aún, de Varosha, el barrio turístico que a día de hoy sigue vallado y desierto, es tierra de nadie. Todo un imperio turístico desaparecido o, mejor dicho, abandonado de un día para otro.

Chipre me fascinó cuando la visité por primera vez, hace ya ocho años (glups). Descubrir su capital, Nicosia, una ciudad dividida en dos, me impactó mucho. Calles cortadas por alambradas, la zona de amortiguación patrullada por Naciones Unidas y franqueada por banderas turcas y turcochipriotas en un lado y griegas y chipriotas en el otro lado de las alambradas… Recuerdo dos cosas que me llamaron mucho la atención: la primera, ver edificios que han quedado divididos por la Línea Verde que separa la isla (y su capital) en dos, con la parte que pertenece a Chipre reformada y habitada y la parte que está en territorio de nadie, esa zona de amortiguación, totalmente abandonada. La segunda fue ver unos tablones escondidos entre la maleza, en una zona en la que la barrera que separa ambos lados estaba claramente cedida por el peso de esos tablones que alguien utilizaba para pasar de un lado a otro. Tengo que volver a Chipre, tengo ganas de conocer más la isla, porque cuando volví allí, hace cuatro años a una boda, fue un viaje relámpago.

Otra cosa que me fascina del Mediterráneo oriental es la relación entre griegos y turcos, incluidos los grecochipriotas y turcochipriotas. (No me cansaré nunca de recomendar “Un toque de canela”, una película maravillosa, bellísima y muy interesante). Con los años, he conocido a varios chipriotas, pero el momento más curioso fue cuando estuve con ellos en una reunión en Estambul. En una cena, un camarero nos preguntó de dónde éramos y saltó cuando tres de los comensales dijeron que chipriotas. “¿Pero grecochipriotas o turcochipriotas?”, preguntó. Dos eran grecochipriotas, el otro mezclado. Y fue con este colega con el que, caminando un día por el centro de Estambul, nos acercamos hasta la calle en la que había vivido su abuela turca.

Una de las cosas bonitas que tiene este libro es que cuenta la historia de dos familias, una grecochipriota y otra turcochipriota. Cómo viven el conflicto y cómo les afecta. Y lo viven exactamente igual y les afecta exactamente igual. El libro es muy neutral sobre la invasión y, como bien dice la autora en el epílogo del final de la novela “Quería contar una historia que mostrara cómo los acontecimientos en Chipre fueron un desastre para ambas comunidades – y sugerir que lo de “bueno” y “malo” no es una cuestión de etnia. Creo que, al final, las elecciones individuales juegan el papel más importante”. Es claramente así. Me flipa que la comunidad internacional permitiera lo que ocurrió en Chipre (y que siga permitiendo que la situación esté como está, con la isla aún dividida), pero luego pongo la tele y veo la barbarie que está sucediendo en Siria y cómo la comunidad internacional no reacciona y me pregunto cómo somos capaces de seguir sobreviviendo como especie.

El libro muy recomendable. Chipre un lugar fascinante (las fotos son de mi viaje allí en 2008). La comida, maravillosa. Y su historia, imprescindible conocer.









viernes, 12 de agosto de 2016

Día Mundial de los Elefantes

Hoy se celebra el Día Mundial del Elefante y me parece una excusa tan buena como cualquier otra para hablar de… elefantes.

Si pienso en elefantes, se me vienen a la mente varias cosas. La primera es la Casa de los Elefantes del zoo de Budapest que visité en el viaje de la carrera (allá por el Pleistoceno). No recuerdo los elefantes, no tengo ninguna foto suya (sólo una anotación en el álbum que pone que daban pena, de lo delgados que estaban), pero sí que recuerdo su impresionante cúpula. La fotos en blanco y negro no son por ningún filtro guay, sino porque me llevé un carrete así para aquel viaje (ya lo os había dicho, el Pleistoceno).

 
La segunda cosa que me viene a la mente (igual no por este orden) es Namibia, por supuesto. De Namibia me traje un dibujo de un elefante que adorna mi casa y un montón de fotos y recuerdos de la excursión a Etosha. Allí vimos unos cuantos elefantes, elefantes que pasaban del negro al blanco según si estaban remojándose en agua y barro o paseando por las inmensas planicies de polvo blanco.




Pero yo quería hablaros de un elefante en concreto, de éste elefante:



La foto es borrosa y malísima. Y, aunque su historia ya la mencioné aquí, creo que tal día como hoy este elefante se merece un recuerdo. Porque aquél fue un elefante especial, un momento increíble, casi terrorífico. Y, cuando pienso en elefantes, siempre me acuerdo de él.

Era por la noche, ya tarde. Estábamos en el campamento de Okakuejo y, después de cenar, nos fuimos junto a la charca, aprovechando el frescor de la noche. Nos sentamos, rodeadas de otros turistas, en silencio, con ese silencio colectivo, casi místico que te hace sentirte parte de la naturaleza y que te integra con el resto de compañeros de experiencia. No había demasiados animales, pero sí un rinoceronte, refrescándose en la charca. Entonces apareció él, un elefante solitario.

Nunca te fíes de un elefante solitario.

Llegó por el extremo contrario de donde se encontraba el rinoceronte pero, aún así, fue hasta él, molestándole violentamente hasta que consiguió que se largara. Dicen que el león es el rey de la selva. No es cierto. Y no sólo porque no haya leones en la selva, sino porque el elefante es el auténtico rey. La cuestión es que allí estaba aquel elefante solitario y violento, dando por saco al pobre rinoceronte, sólo para quedarse allí solo, en la charca. Era un bicho impresionante, grande, precioso. Creo que estábamos todos fascinados. Estaba allí, a pocos metros de nosotros, separados por un muro (no muy alto) de piedras y algunas vallas (supongo que electrizadas). En un momento determinado, el elefante se quedó quieto, mirando hacia donde estábamos. Era una imagen increíble, impresionante: aquella mole, aquel bicho nos estaba mirando directa y fijamente, o al menos eso parecía. ¿Podía vernos? Ni idea, puede ser que no, pero yo juraría que sí, que nos veía, que sabía que estábamos allí. Era un plano perfecto, un bicho perfecto y la réflex preparada para disparar. Pero no pude, fui incapaz. La violencia que emanaba su mirada, la energía, diría que su maldad, nos petrificó. Nos cogimos de las manos, aterradas, en posición de huída, listas para salir corriendo esperando en cualquier momento el ataque del mamífero terrestre más grande del planeta. Sentía la necesidad de disparar la foto, pero el instinto de supervivencia era superior. Y así estuvimos, con una tensión insoportable hasta que aquel elefante solitario se perdió en la oscuridad.

Visto con perspectiva, probablemente nos asustamos por nada. Pero os puedo asegurar que la energía que emitía aquel animal, el poder y la fuerza eran tan terroríficos como impresionantes.

El auténtico rey de la naturaleza.

Como bióloga que soy, tal día como hoy podría aprovechar para contaros cosas científicas de los elefantes. Pero he preferido recordar a un elefante en concreto. Al auténtico rey, sí.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Por los mares del sur

He pasado unos días por los mares del sur. Bueno, también por tierras firmes del sur.

He ido a un montón de sitios donde nunca había estado antes. Qué digo a un montón, a mogollón de sitios que sólo conocía por sus nombres. O ni siquiera eso. Vamos, que he estado en terra incognita. Y en mare incognitum también. Territorios no explorados por el hombre. Por mí, concretamente.

Han sido días de risas, de amigas, de paseos, de tintos con casera, de playa, de faros, de pueblecitos blancos, de conversaciones hasta altas horas de la madrugada, de no saber qué día de la semana era, de cambiar de planes según nos apetecía, de olvidar las prisas y las responsabilidades, de arena, de sol, de mar, de respirar, de disfrutar.

Ha sido un viaje que empezó con un “Deberíamos vernos otra vez pronto. ¿Y si…?”, “¡¡Sííí!!”. Y así fue. SÍ.

Ha sido corto, muy corto. Tan corto que te vas con penita, deseando que los días bonitos con gentes bonitas duraran más, mucho más. Pero luego te encuentras en el aeropuerto con una chica despidiéndose a moco tendido de la que debe ser su madre, entras junto a ella en el aeropuerto y sigue llorando y llorando sin parar. Y estás un rato pensando en ella, imaginado su historia (se despide de su madre llorando porque se va a trabajar lejos, donde hay trabajo, dejando atrás a todo lo que quiere, su familia, sus amigos. Qué otra historia va a ser sino) y no te queda más remedio que sonreír, claro que sí. Sonreír por todo lo que has vivido, por haber dicho ese “sí”, porque eres afortunada de tener gente querida por ahí dispersa, por poder volver a casa donde también tienes gente querida. Y te vas así, con una sonrisa, de haberlo pasado bien, de haber disfrutado y hasta la hora y media de retraso de tu vuelo no te molesta. Bueno, igual no tanto. Pero entendéis lo que quiero decir, ¿no? La felicidad de saberse feliz. O lo que sea.

Málaga. El Chaparral. Cabopino. Marbella. Nerja. Maro. Frigiliana. Tarifa. Gafas rosas. Bolonia. Vejer. Cádiz. Conil. Atún rojo. Cabo Trafalgar .Puerto Real. Y vuelta.

Ay, amijas, ¡hay que repetir!
















miércoles, 20 de julio de 2016

Cruzando el canal

Llego al puerto casi hora y media antes de la hora de partida, como indica la tarjeta de embarque. Me duele la cabeza, no he dormido demasiado bien y hace mucho calor. El termómetro del coche ha marcado más de 36º en el centro de la isla, de camino aquí. Conozco el puerto, hace menos de cuatro meses que hice la misma ruta, aunque con otro barco. Aparco en la zona habilitada para los turismos que tienen que embarcar y voy a la terminal marítima, al baño. Un grupo de estudiantes con mochilas se despiden alborotados de sus familiares. Me descubro a mí misma deseando que no hagan demasiado ruido en el barco, pero enseguida me doy cuenta de que viajan en el de otra compañía. Es verano y aunque el número de navieras que operan entre islas es limitado, tienen una variedad de horarios más amplia que fuera de temporada y a precios más que competitivos.

Vuelvo al parking. Un trabajador de la naviera con chaleco fosforito me pide las tarjetas de embarque y el documento de identidad. “Empezamos a y media.”, me dice, “Mejor ponte a la sombra”. Le hago caso y me siento en el asfalto, a la sombra. Tardo un momento en darme cuenta de que debería preocuparme más por la temperatura de las muestras que llevo en una nevera en el maletero del coche que por mí misma, pero me convenzo de que con las placas frías que le he puesto aguantarán bien. Además, quedan sólo quince minutos para embarcar. Así que me acomodo y saco mis agujas: a ver si acabo de una vez el delantero de un jersey a rallas de algodón que ya tengo ganas de estrenar. A mí lado, varios señores menorquines comentan entre ellos de dónde son y si conocen a tal y cuál persona de sus respectivos pueblos. Y sí, claro, les conocen. Menorca es una isla pequeña.

Cuando se acerca de nuevo el tipo de la naviera, le sueltan una broma “¿Qué? ¿Embarcamos ya? A este paso la chica va a acabar el jersey”. Nos reímos todos y les digo que sí, que por favor tarde un poquito más en dejarnos embarcar, que estoy a cuatro vueltas de acabarlo. El de la naviera dice que hasta que no sea la hora no podemos subir, “luego los de la Guardia Civil nos riñen”. Así que esperamos religiosamente, yo tejiendo y los señores con su conversación. Al final, nos invita a ir a los coches cuando pasan unos minutos de y media. “Pobre chica, ¡no ha acabado el jersey!”. Maldigo. Estoy a una docena de puntos de cerrar la espalda y tengo que dejar una vuelta a medias, sin acabar, hasta que llegue a bordo.

Es la primera vez que subo en ese barco y me sorprende lo pequeño que es el garaje. Más trabajadores con chalecos fosforitos indican a los conductores cómo maniobrar para dejar los coches aparcados adecuadamente. El que va delante de mí tarda una barbaridad, o eso me parece. Cuando me toca, pienso que igual el tipo que me indica está pensando “Vaya, una mujer”, pero si lo piensa, no da señales de nada, me da un par de indicaciones (odio que me den instrucciones para aparcar, que lo sepáis, pero disimulo) y cuando apago el motor se acerca al coche. “Freno de mano y…”, “Dejo una marcha, ¿no?”, decimos a la vez.

Sigo las indicaciones hasta el salón de las butacas, recorro el barco que, efectivamente, es pequeño. ¿Me siento a babor o a estribor? No sé por qué, siempre me siento a estribor y luego me arrepiento. Recordádmelo para la próxima vez. Obviamente, me siento a estribor, en unas butacas que tienen delante una mesa. Saco el ordenador y lo enciendo. Tengo el patrón de las mangas del jersey en él y quiero mirarlo ahora que estoy a punto de acabar el delantero. Uno de los señores con los que he bromeado en tierra se me acerca y charlamos un rato. “Eres de Mallorca, ¿verdad?”. Y él de Menorca. Los acentos nos delatan. “Ya puedes acabar el jersey, ¿eh?”. Reímos.

El barco está prácticamente vacío. No se llenará demasiado, pero aún subirán los pasajeros que viajan sin coche. Hay sitio de sobra para viajar amplia y cómodamente. Acabo el delantero del jersey, estudio cómo hacer las mangas y me dio cuenta de que he dejado hilo de otro color en el maletero del coche. Vaya. Las mangas tendrán que esperar.

El rugido de los motores indica que vamos a partir. Mientras maniobramos, un pesquero entra a puerto. Me sorprende y miro el reloj, es un poco pronto para que vuelva. Salimos del puerto y el barco enseguida coge velocidad. Menos mal que hay buena mar. Desde mi asiento de estribor, me levanto para atisbar por las ventanas de babor otros dos pesqueros. Flota amiga. Le mando un mensaje a uno de los patrones, pero nos quedamos sin cobertura antes de que el mensaje salga. Recuerdo la conversación que tuve ayer con él sobre la súbita (y misteriosa) desaparición de la gamba roja en la pesquera más importante de Mallorca para esta especie en esta época del año. Y sigo dándole vueltas al tema. ¿Qué ha pasado con la gamba? Las muestras que llevo en el maletero las capturó ayer ese patrón con su barca. Sonrío por lo viajeras que han salido esas muestras.

Decido que es hora de hacer algo productivo y me pongo a revisar el trabajo de fin de grado de un estudiante. Pero estoy en el mar y cuando estoy en el mar estoy feliz y me cuesta concentrarme. Aún estamos muy cerca de Mallorca. Vamos adelantando a otro barco que está haciendo nuestra misma ruta. Los niños que llevo al lado me recuerdan a otros niños que no conozco pero de los que me han hablado mucho. La señora de delante duerme recostada sobre la ventana. En la tele emiten algo con pinta de antiguo y subtitulado (no llevo las gafas puestas, no puedo decir más). Miro el mar. Hay algunos borreguitos, nada grave, pero a la velocidad que vamos se nota el balanceo. Me río pensando en las biodraminas que mi madre me ha ofrecido no una, ni dos, sino hasta tres veces. “Que yo soy una loba de mar”, le he contestado tantas veces como me ha ofrecido.

Una loba de mar que se marea a veces, pero eso no se lo digáis a nadie.

La foto es de esta tarde, cruzando el canal.

viernes, 8 de julio de 2016

Francia ha cambiado

No es que conozca yo mucho Francia, no es que sea yo muy experta en temas franceses, pero Francia ha cambiado.

Me di cuenta el lunes, cuando en el primer peaje francés, justo después de la autopista, me paró un policía. Me preguntó de todo: de dónde venía, adónde iba, si era por trabajo, en qué trabajaba…

Me di cuenta el martes, cuando entrando en el centro de investigación en el que he estado trabajando esta semana, descubrí una garita que habían colocado junto a la barrera de entrada, en el parking. Un guarda de seguridad me paró, a grito de “madame”. De nuevo las preguntas, quién era, a quién iba a ver.

La primera vez que estuve aquí, en el sur de Francia fue en 2006. Desde entonces, he vuelto casi, casi cada año así que, aunque he perdido ya la cuenta, calculo que he venido a Sète unas 7 u 8 veces. En aquellos primeros viajes, venía con el jefe y nos alojábamos en un hotel maravilloso, con un patio cubierto central y una decoración exquisita, en el centro de la ciudad, a la orilla de uno de sus canales. Con el paso del tiempo, el precio del hotel fue subiendo pero nuestras dietas de alojamiento no. Así que últimamente ya nos alojamos en los hoteles de la Corniche, la zona más turística, más baratos y menos bonitos.

Aquí en Sète probé por primera vez la comida griega, en un diminuto restaurante que hace ya bastantes años que no existe. Y también aquí probé por primera vez (y única hasta hace poco menos de un mes) el atún rojo, en una barbacoa que montaron los colegas italianos en la casa que habían alquilado durante una reunión. En este tiempo, mi colega francesa con la que trabajo desde 2006 (y ahora ya es mi amiga) ha tenido dos niños, ha construido una piscina en su casa con vistas al Golfo de León y ha sufrido un robo mientras las dos estábamos de reunión en mi isla griega favorita.

Recuerdo beber pastis, un anís típico francés con mi jefe, en una terraza acristalada, bajo una lluvia torrencial. Recuerdo las cervezas con colegas franceses y españoles, en una terracita una tarde de verano.
Recuerdo intentar mantener una conversación sobre “El Rey León” en mi francés chapucero con el hijo pequeño de mi colega francesa. Recuerdo una visita a la lonja de pescado que me encantó. Recuerdo los fuegos artificiales que me sorprendieron el día de mi llegada aquí el año pasado.

A pesar de todo, a pesar de haber estado aquí tantas veces, aún he hecho cosas nuevas. Con la excusa de venir en coche (tras cruzar el charco hasta Barcelona) siempre, siempre he ido del hotel al centro de investigación con él, a pesar de estar a una distancia muy razonable a pie (20 minutos). Pues este año he ido a pie casi cada día (hoy no, porque había llovido y amenazada lluvia y, desoyendo los consejos maternales, no venía preparada para eso).

Nunca había llegado hasta el faro de piedra, coronado con una plancha metálica roja, que se encuentra en la entrada del puerto. Lo he fotografiado innumerables veces, pero hasta esta semana no me acerqué a él.

Nunca había ido caminando desde la Corniche al centro de la ciudad, por un estupendo y agradable paseo que te permite estar en media hora en los canales. Por fin, esta vez lo he hecho.

Nunca había estado en la gran plaza que hay en el centro de la ciudad, ni en los jardines inclinados con árboles enormes y varios lagos con nenúfares que hay a los pies de la colina.

Decía al principio que Francia ha cambiado. Supongo que yo también. Aunque por motivos distintos.
En el comedor del centro de investigación, en una pizarra donde cuelgan anuncios y hasta un calendario con los cumpleaños de los científicos que por aquí pululan, un “Je suis Charlie!” escrito con rotulador y medio borroso recuerda en silencio lo que es imposible olvidar. Pegada con celo en la pared, junto a las máquinas de café, está esta portada del Charlie Hebbo.

Francia ha cambiado, sí.

Piensas eso, con esa ola de tristeza general que parece que lo inunda todo, de incomodidad, de que las cosas no están yendo bien, y luego van los franceses y marcan ayer dos goles. Que no es que sea yo muy de fútbol ni nada, pero sentada anoche con dos colegas en la terraza de una de ellas, en lo alto de la colina, contemplando el mar, oyendo las cigarras y respirando la tranquilidad de la noche, los gritos de alegría que llegaban hasta nosotras, los pitidos, los silbidos y ese jolgorio que provocan las victorias futbolísiticas, se agradece. Sí, se agradece. Porque ver a los hijos de mi colega contándonos felices los goles marcados mientras nosotras apuramos las últimas gotas de vino es una maravilla. Porque, al fin y al cabo, estamos vivos. Y aunque las cosas cambien, aunque las cosas vayan a peor, siempre vamos a tener un motivo por el que alegrarlos, por el que seguir viviendo, por el que luchar, por el que seguir disfrutando de esta vida que, día a día, es un regalo.

Las fotos, de estos días.

Y mañana, a casa.











domingo, 15 de mayo de 2016

Diecinueve días en el mar

He pasado unos cuantos días en el mar, casi tres semanas, en la primera parte del Festival de Primavera. Han sido días intensos, largos, curiosos, interesantes y divertidos. Ha sido todo eso y mucho más.

Vuelvo con las pilas cargadas, llena de energía y muchos recuerdos. Con esa alegría que te da el haber trabajado bien, el habértelo pasado bien y el volver a casa; con esa tristeza que te da dejar atrás a unos compañeros de viaje que han sido tu familia durante tantos días.

De estos días me quedo con la familiar comodidad que siento en este barco y sus habitantes, esa sensación de sentirte como en casa estando lejos de casa. Me quedo con el magnífico camarote que me ha tocado este año, yo creo que el mejor de todos. Me quedo con mis compañeros, con las risas, con las bromas, con el trabajo hecho y con el ánimo continuo que me han dado para lo que me espera durante el próximo mes y medio. Me quedo con los cruasanes con jamón y queso, a media tarde en el parque de pesca y a media noche en la cocina. Me quedo con el grito por megafonía de “¡Calderones a estribor!” y todos corriendo a la cubierta a verlos. Me quedo con la isla de Alborán, siempre lejana, misteriosa y fascinante con su forma de submarino, la historia de su nombre y los dos días (casi) aislados del mundo que pasamos allí. Me quedo con los atardeceres fabulosos día sí y día también, con delfines saltando a nuestro alrededor incluidos. Me quedo con la irrepetible sensación de dormirme viendo el mar a través del ojo de buey y despertarme al día siguiente viendo el mar lo primero de todo. Me quedo con la banda sonora de esta campaña: “la cumbia de Félix y Jacques”, grande, grande. Me quedo con los acuarios que montaron los colegas bentónicos y que nos permitieron ver las criaturas marinas desde una perspectiva diferente. Me quedo con las deliciosas comidas (esos cocidos a las 11 de la mañana a mí me sientan de maravilla, ese bocadillo, esa hamburguesas, ese… todo, todo, todo), los fabulosos postres y esos cruasanes y donuts que nos permiten saber que, cuando tocan para desayunar, es que es domingo. Me quedo con la noche que pasamos en tierra, la parada que hicimos, las risas que echamos desde que salimos del barco hasta que volvimos, muchas horas después. Me quedo con el ritmo pausado y silencioso del día siguiente, intentando recuperar el ritmo de trabajo que perdimos a cambio de alejarnos unas horas del balanceo marino. Me quedo con las horas y horas que pasamos limpiando espardeñas y lo ricas que estaban cuando nos las comimos. Me quedo con la guerra de agua mientras limpiábamos cajas el último día, que me obligó a dejar toda mi ropa en el guarda calor, tan empapada estaba. Me quedo con la cena a popa, esa última noche, todos juntos, con el marisco y la barbacoa, con la tarta espectacular, con el lugar en el que estábamos, Calabardina, un descubrimiento. Hasta me quedo con la alarma de incendios sonando esa última noche en el barco, por culpa de unas palomitas quemadas en el microondas, que activaron a la tripulación en un tiempo récord. Y me quedo, irremediablemente, con la complicada y eterna vuelta a casa, veintiuna horas de Cartagena a mi isla, con un vuelo perdido por el camino que nos obligó a retrasar, una noche más, la vuelta a casa.

Éste es el resumen de casi tres semanas en el mar. Vuelvo, sí, con las pilas cargadas, con una sonrisa en los labios y con ganas de volver al mar. Me queda menos de un mes.

Las fotos, son de estos días, con la compacta y con el móvil.

Y la frase, de Lewis Carroll, “No puedo volver al ayer, porque entonces yo era una persona diferente”. Es así.