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jueves, 25 de agosto de 2016

Si fuera por vosotros...

Si fuera por vosotros, no comería carne, ni bebería leche, ni tomaría harina, ni azúcar, ni pescado, ni verduras cocinadas, ni frutas, ni cereales que no fueran integrales. No comería huevos, ni bebería alcohol. Si fuera por vosotros, sólo comería proteínas, o sólo carbohidratos, o sólo grasas. Si fuera por vosotros no comería nada de origen animal, o de origen vegetal, o de origen terrestre o, quién sabe, de origen extraterrestre.

Si fuera por vosotros, sería runner y yogui, sería vigoréxica y anoréxica, correría maratones, triatlones, medio maratones y duatlones. Si fuera por vosotros saltaría vallas, escalaría montañas y ascendería cuestas empinadas a pie, en bicicleta, en triciclo, monopatín, haciendo el pino y hasta a nado.

Si fuera por vosotros sería atea, religiosa, islamista, agnóstica, apóstata, yihadista, semita y antisemita. Si fuera por vosotros, sería de derechas, de izquierdas y de centro. Si fuera por vosotros, sería del PP, del PSOE, de IU, de Ciudadanos, de Podemos, y de un montón de partidos que ni siquiera conozco.

Si fuera por vosotros, pariría sin epidural y con ella, sería antivacunas y provacunas, curaría todos mis males con sustancias químicas creadas artificialmente por farmacólogos malévolos y con hierbas naturales recolectadas por muchachas vírgenes a la luz de la luna.

Me hartan los fundamentalismos, me cansan las etiquetas.

No quiero que me etiquetéis con ninguna de las miles, millones de etiquetas que existen.

Sólo hay una cosa que soy, única y exclusivamente. Soy Nisi, nisí,νησί .Soy una isla. Nadie es una isla, diréis. No, todos somos islas, todos. Somos islas en contacto con otras islas, a veces más unidas a los demás, a veces menos. Pero somos islas solitarias en los momentos más importantes de nuestras vidas: al nacer y al morir.

Por eso sólo hay dos etiquetas que aceptaré en vida.

La primera, la que me pusieron al nacer en la muñeca, para distinguirme del resto de bebés de las otras cunas. Si es que realmente me la pusieron.

La segunda, la que me pondrán en el dedo gordo del pie cuando muera (sí, como en las pelis), para distinguirme del resto de cadáveres del depósito. Si es que realmente me la ponen.

Porque al nacer, en el preciso instante en el que me sacaron del vientre de mi madre, estuve sola, como una isla, aunque fuera durante unos instantes. Porque cuando muera, en el momento que tenga que emprender el camino de salida de este mundo, estaré sola, como una isla, aunque sea en el último suspiro.

Así que ya sabéis, fundamentalistas varios, dejadme estar.

Soy demasiado aburrida e indefinida para aceptar ninguna de vuestras etiquetas.

En la foto, yo. Sin etiquetas.

viernes, 12 de agosto de 2016

Día Mundial de los Elefantes

Hoy se celebra el Día Mundial del Elefante y me parece una excusa tan buena como cualquier otra para hablar de… elefantes.

Si pienso en elefantes, se me vienen a la mente varias cosas. La primera es la Casa de los Elefantes del zoo de Budapest que visité en el viaje de la carrera (allá por el Pleistoceno). No recuerdo los elefantes, no tengo ninguna foto suya (sólo una anotación en el álbum que pone que daban pena, de lo delgados que estaban), pero sí que recuerdo su impresionante cúpula. La fotos en blanco y negro no son por ningún filtro guay, sino porque me llevé un carrete así para aquel viaje (ya lo os había dicho, el Pleistoceno).

 
La segunda cosa que me viene a la mente (igual no por este orden) es Namibia, por supuesto. De Namibia me traje un dibujo de un elefante que adorna mi casa y un montón de fotos y recuerdos de la excursión a Etosha. Allí vimos unos cuantos elefantes, elefantes que pasaban del negro al blanco según si estaban remojándose en agua y barro o paseando por las inmensas planicies de polvo blanco.




Pero yo quería hablaros de un elefante en concreto, de éste elefante:



La foto es borrosa y malísima. Y, aunque su historia ya la mencioné aquí, creo que tal día como hoy este elefante se merece un recuerdo. Porque aquél fue un elefante especial, un momento increíble, casi terrorífico. Y, cuando pienso en elefantes, siempre me acuerdo de él.

Era por la noche, ya tarde. Estábamos en el campamento de Okakuejo y, después de cenar, nos fuimos junto a la charca, aprovechando el frescor de la noche. Nos sentamos, rodeadas de otros turistas, en silencio, con ese silencio colectivo, casi místico que te hace sentirte parte de la naturaleza y que te integra con el resto de compañeros de experiencia. No había demasiados animales, pero sí un rinoceronte, refrescándose en la charca. Entonces apareció él, un elefante solitario.

Nunca te fíes de un elefante solitario.

Llegó por el extremo contrario de donde se encontraba el rinoceronte pero, aún así, fue hasta él, molestándole violentamente hasta que consiguió que se largara. Dicen que el león es el rey de la selva. No es cierto. Y no sólo porque no haya leones en la selva, sino porque el elefante es el auténtico rey. La cuestión es que allí estaba aquel elefante solitario y violento, dando por saco al pobre rinoceronte, sólo para quedarse allí solo, en la charca. Era un bicho impresionante, grande, precioso. Creo que estábamos todos fascinados. Estaba allí, a pocos metros de nosotros, separados por un muro (no muy alto) de piedras y algunas vallas (supongo que electrizadas). En un momento determinado, el elefante se quedó quieto, mirando hacia donde estábamos. Era una imagen increíble, impresionante: aquella mole, aquel bicho nos estaba mirando directa y fijamente, o al menos eso parecía. ¿Podía vernos? Ni idea, puede ser que no, pero yo juraría que sí, que nos veía, que sabía que estábamos allí. Era un plano perfecto, un bicho perfecto y la réflex preparada para disparar. Pero no pude, fui incapaz. La violencia que emanaba su mirada, la energía, diría que su maldad, nos petrificó. Nos cogimos de las manos, aterradas, en posición de huída, listas para salir corriendo esperando en cualquier momento el ataque del mamífero terrestre más grande del planeta. Sentía la necesidad de disparar la foto, pero el instinto de supervivencia era superior. Y así estuvimos, con una tensión insoportable hasta que aquel elefante solitario se perdió en la oscuridad.

Visto con perspectiva, probablemente nos asustamos por nada. Pero os puedo asegurar que la energía que emitía aquel animal, el poder y la fuerza eran tan terroríficos como impresionantes.

El auténtico rey de la naturaleza.

Como bióloga que soy, tal día como hoy podría aprovechar para contaros cosas científicas de los elefantes. Pero he preferido recordar a un elefante en concreto. Al auténtico rey, sí.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Por los mares del sur

He pasado unos días por los mares del sur. Bueno, también por tierras firmes del sur.

He ido a un montón de sitios donde nunca había estado antes. Qué digo a un montón, a mogollón de sitios que sólo conocía por sus nombres. O ni siquiera eso. Vamos, que he estado en terra incognita. Y en mare incognitum también. Territorios no explorados por el hombre. Por mí, concretamente.

Han sido días de risas, de amigas, de paseos, de tintos con casera, de playa, de faros, de pueblecitos blancos, de conversaciones hasta altas horas de la madrugada, de no saber qué día de la semana era, de cambiar de planes según nos apetecía, de olvidar las prisas y las responsabilidades, de arena, de sol, de mar, de respirar, de disfrutar.

Ha sido un viaje que empezó con un “Deberíamos vernos otra vez pronto. ¿Y si…?”, “¡¡Sííí!!”. Y así fue. SÍ.

Ha sido corto, muy corto. Tan corto que te vas con penita, deseando que los días bonitos con gentes bonitas duraran más, mucho más. Pero luego te encuentras en el aeropuerto con una chica despidiéndose a moco tendido de la que debe ser su madre, entras junto a ella en el aeropuerto y sigue llorando y llorando sin parar. Y estás un rato pensando en ella, imaginado su historia (se despide de su madre llorando porque se va a trabajar lejos, donde hay trabajo, dejando atrás a todo lo que quiere, su familia, sus amigos. Qué otra historia va a ser sino) y no te queda más remedio que sonreír, claro que sí. Sonreír por todo lo que has vivido, por haber dicho ese “sí”, porque eres afortunada de tener gente querida por ahí dispersa, por poder volver a casa donde también tienes gente querida. Y te vas así, con una sonrisa, de haberlo pasado bien, de haber disfrutado y hasta la hora y media de retraso de tu vuelo no te molesta. Bueno, igual no tanto. Pero entendéis lo que quiero decir, ¿no? La felicidad de saberse feliz. O lo que sea.

Málaga. El Chaparral. Cabopino. Marbella. Nerja. Maro. Frigiliana. Tarifa. Gafas rosas. Bolonia. Vejer. Cádiz. Conil. Atún rojo. Cabo Trafalgar .Puerto Real. Y vuelta.

Ay, amijas, ¡hay que repetir!
















domingo, 17 de julio de 2016

Dos libros

Últimamente no escribo mucho por aquí. No es que no tenga nada que contar, no es por falta de ganas, sino… bueno, sí, es por falta de ganas, por cansancio acumulado, por preferir estar tirada en el sofá con el encefalograma plano después de varios meses física, pero sobre todo mentalmente, agotadores. Y ahora no voy a prometer nada, no vengo aquí a decir que a partir de ahora escribiré más, no: escribiré lo que me apetezca, cuando y como me apetezca.

Por algo este es mi blog.

Pero es cierto que este fin de semana creo que he recargado las pilas que tenía bajas. Miento. Este fin de semana no me ha quedado más remedio que hacer un descanso intensivo porque mi cuerpo ha dicho basta. Soy muy de la idea de que hay que escuchar al cuerpo y yo, la verdad, en los últimos meses no es que no le haya hecho caso: simplemente, llevaba un ritmo tal que no había espacio en mi vida para tomarme un respiro. No lo necesitaba, no lo quería. Pero conozco mi cuerpo y sé que cuando quiere parar, me obliga a parar. Esta vez ha sido en forma de un ataque indiscriminado de prostaglandinas, esas cabronas, que me han obligado a pasarme tres días en estado casi vegetativo, preocupándome sólo de sobrevivir.

En todos estos meses anteriores de locura, he dejado de hacer muchas cosas que me gusta hacer como leer, tejer y hasta cuidar de mis plantas. Poco a poco voy recuperando todas esas rutinas (ya va siendo hora) y dándome cuenta de que, oye, algo sí que he leído en los últimos tiempos.

Leí “La vida a veces” de Carlos del Amor porque me parecía que un libro de relatos cortos se adaptaba perfectamente a mi vida loca. Son relatos muy variados. Como me suele pasar con este tipo de libros, algunos me han encantado, otros me han gustado y otros no me han aportado nada especialmente. Carlos del Amor es un periodista con una sensibilidad muy especial, como reflejan muy bien estas historias, algunas son pura poesía, otras son tan sinceras que me han resultado hasta aterradoras. Me gustó mucho y dejo aquí dos frases de las que he marcado:

“Es curioso: la vida parece algo muy largo, creemos que nunca llega mañana y al abrir los ojos descubrimos que mañana ya es ayer” (Cara a cara).

“Se abrazaron como si un abrazo fuera a hacer que el peligro terminara antes, como si la desgracia fuera imposible teniendo al otro cerca” (Lucas).

“El curioso mundo de Calpurnia Tate” de Jacqueline Kelly, es la continuación de “La evolución de Calpurnia Tate”, un libro (en teoría literatura juvenil) que en su día me encantó. Éste me ha encantado igualmente. Calpurnia es un personaje maravilloso, una jovencita que vive en un pueblo de Texas, a principios del siglo XX, con claras inquietudes científicas y feministas, curiosa, cabezona y observadora. Su especial relación con su abuelo, su amor por la naturaleza y cómo se enfrenta a la sociedad en la que le ha tocado vivir hacen de sus libros historias agradables, amenas y muy entretenidas. Soy muy fan de estos libros, aunque sean para adolescentes. Espero que siga habiendo más, porque me encanta ver cómo crece el personaje y disfrutar de sus aventuras y desventuras. Algunas frases que he marcado:

(Hablando de un oso hormiguero:) “Me pareció en conjunto una criatura poco agraciada, pero el abuelito había dicho una vez que aplicar la definición humana de belleza a un animal que había logrado sobrevivir millones de años era anticientífico y estúpido”.

“He de confesar que los hongos no eran precisamente mi tema favorito, pero como él siempre me recordaba, todas las formas de vida estaban entrelazadas y no debíamos descuidar ninguna”.

“El abuelo me decía siempre que la vida estaba llena de ocasiones para aprender y que uno debía tratar de captar todo lo que pudiera de un experto en un campo concreto, daba igual cual fuese”.

“Y durante ese momento, pasé de ser una semiciudadana a una ciudadana con todas las de la ley: no, me convertí en un solado; o mejor, en un ejército entero que impartía justicia y venganza por todas las demás semiciudadanas del mundo”.

Qué grande es Calpurnia.

viernes, 8 de julio de 2016

Francia ha cambiado

No es que conozca yo mucho Francia, no es que sea yo muy experta en temas franceses, pero Francia ha cambiado.

Me di cuenta el lunes, cuando en el primer peaje francés, justo después de la autopista, me paró un policía. Me preguntó de todo: de dónde venía, adónde iba, si era por trabajo, en qué trabajaba…

Me di cuenta el martes, cuando entrando en el centro de investigación en el que he estado trabajando esta semana, descubrí una garita que habían colocado junto a la barrera de entrada, en el parking. Un guarda de seguridad me paró, a grito de “madame”. De nuevo las preguntas, quién era, a quién iba a ver.

La primera vez que estuve aquí, en el sur de Francia fue en 2006. Desde entonces, he vuelto casi, casi cada año así que, aunque he perdido ya la cuenta, calculo que he venido a Sète unas 7 u 8 veces. En aquellos primeros viajes, venía con el jefe y nos alojábamos en un hotel maravilloso, con un patio cubierto central y una decoración exquisita, en el centro de la ciudad, a la orilla de uno de sus canales. Con el paso del tiempo, el precio del hotel fue subiendo pero nuestras dietas de alojamiento no. Así que últimamente ya nos alojamos en los hoteles de la Corniche, la zona más turística, más baratos y menos bonitos.

Aquí en Sète probé por primera vez la comida griega, en un diminuto restaurante que hace ya bastantes años que no existe. Y también aquí probé por primera vez (y única hasta hace poco menos de un mes) el atún rojo, en una barbacoa que montaron los colegas italianos en la casa que habían alquilado durante una reunión. En este tiempo, mi colega francesa con la que trabajo desde 2006 (y ahora ya es mi amiga) ha tenido dos niños, ha construido una piscina en su casa con vistas al Golfo de León y ha sufrido un robo mientras las dos estábamos de reunión en mi isla griega favorita.

Recuerdo beber pastis, un anís típico francés con mi jefe, en una terraza acristalada, bajo una lluvia torrencial. Recuerdo las cervezas con colegas franceses y españoles, en una terracita una tarde de verano.
Recuerdo intentar mantener una conversación sobre “El Rey León” en mi francés chapucero con el hijo pequeño de mi colega francesa. Recuerdo una visita a la lonja de pescado que me encantó. Recuerdo los fuegos artificiales que me sorprendieron el día de mi llegada aquí el año pasado.

A pesar de todo, a pesar de haber estado aquí tantas veces, aún he hecho cosas nuevas. Con la excusa de venir en coche (tras cruzar el charco hasta Barcelona) siempre, siempre he ido del hotel al centro de investigación con él, a pesar de estar a una distancia muy razonable a pie (20 minutos). Pues este año he ido a pie casi cada día (hoy no, porque había llovido y amenazada lluvia y, desoyendo los consejos maternales, no venía preparada para eso).

Nunca había llegado hasta el faro de piedra, coronado con una plancha metálica roja, que se encuentra en la entrada del puerto. Lo he fotografiado innumerables veces, pero hasta esta semana no me acerqué a él.

Nunca había ido caminando desde la Corniche al centro de la ciudad, por un estupendo y agradable paseo que te permite estar en media hora en los canales. Por fin, esta vez lo he hecho.

Nunca había estado en la gran plaza que hay en el centro de la ciudad, ni en los jardines inclinados con árboles enormes y varios lagos con nenúfares que hay a los pies de la colina.

Decía al principio que Francia ha cambiado. Supongo que yo también. Aunque por motivos distintos.
En el comedor del centro de investigación, en una pizarra donde cuelgan anuncios y hasta un calendario con los cumpleaños de los científicos que por aquí pululan, un “Je suis Charlie!” escrito con rotulador y medio borroso recuerda en silencio lo que es imposible olvidar. Pegada con celo en la pared, junto a las máquinas de café, está esta portada del Charlie Hebbo.

Francia ha cambiado, sí.

Piensas eso, con esa ola de tristeza general que parece que lo inunda todo, de incomodidad, de que las cosas no están yendo bien, y luego van los franceses y marcan ayer dos goles. Que no es que sea yo muy de fútbol ni nada, pero sentada anoche con dos colegas en la terraza de una de ellas, en lo alto de la colina, contemplando el mar, oyendo las cigarras y respirando la tranquilidad de la noche, los gritos de alegría que llegaban hasta nosotras, los pitidos, los silbidos y ese jolgorio que provocan las victorias futbolísiticas, se agradece. Sí, se agradece. Porque ver a los hijos de mi colega contándonos felices los goles marcados mientras nosotras apuramos las últimas gotas de vino es una maravilla. Porque, al fin y al cabo, estamos vivos. Y aunque las cosas cambien, aunque las cosas vayan a peor, siempre vamos a tener un motivo por el que alegrarlos, por el que seguir viviendo, por el que luchar, por el que seguir disfrutando de esta vida que, día a día, es un regalo.

Las fotos, de estos días.

Y mañana, a casa.











domingo, 3 de julio de 2016

En tierra

Vuelvo al blog después de casi un mes… Un mes en el que me he pasado quince días en el mar, interrumpidos brevemente por un viaje relámpago a Madrid. Estar en tierra, después de quince días de mar, es siempre raro. Y, como siempre después de un Festival de Primavera, la melancolía es directamente proporcional a la felicidad que has vivido en el mar.

Y yo, en este Festival de Primavera, he sido muy feliz.

A pesar de todo.

Por eso supongo que me está costando más de habitual volver a la normalidad. O igual no. Igual siempre me cuesta mucho, pero recordamos con mayor claridad las cosas más recientes.

Las dos semanas en el mar fueron días de mucho trabajo, de muchas preocupaciones, de algunos quebraderos de cabeza. Pero de muchas cosas buenas también. Y, una vez más (y perdonadme si me repito) me quedo con una cosa: la gente. La maravillosa gente que me ha rodeado estos días.

“Rodéate de gente bonita”, me dijo alguien, no hace mucho.

He tenido la suerte de estar rodeada de gente muy bonita estos días. Cuarenta y dos personas bonitas que han conseguido que este festival sea un éxito. Y no hablo sólo de objetivos científicos cubiertos.

Resumir estas dos semanas es siempre difícil, siempre. Pero yo lo sigo intentando. Y, sabiendo que seguramente he olvidado ya algunas cosas, me quedo con todo esto:

La primera reunión con el personal científico, aún antes de salir al mar, yo con las pilas bajas pero riendo por culpa de varios miembros de la tripulación que me hacían bromas a través de los portillos. Llevar un día en el mar y sentirme como si llevara una semana. El espectáculo de delfines en proa. Los abrazos de recibimiento. Los cuatro cafés que me tomé. Cuatro, señores. Cuatro veces más que en todo el año pasado. Romper dos artes en cinco días, hacer cuentas y comprobar que, a ese ritmo, no acabábamos el festival. Hacer una pulsera como regalo de cumpleaños. Las fiestas privadas en mi camarote. Las conversaciones interminables a horas intempestivas. Celebrar dos cumpleaños a bordo. Desembarcar en zodiac para un viaje relámpago a Madrid, con todo el barco despidiéndome. Estar en Menorca media hora, sólo media hora, el tiempo que tardé en bajar del avión y llegar al puerto para subirme al barco, donde ya esperaba el práctico. Salir del puerto de Maó disimulando las lágrimas de rabia e impotencia en los ojos (fue un sueño bonito mientras duró), mientras a tu alrededor reina ese silencio extraño del día después de pasar una noche en tierra. El cigarro que casi me fumo y que, al final, se transformó en caramelo de menta. Ah, los caramelos de menta, también llamados caramelos del amor. “¿Quieres kiwis? ¿Y kakis? ¿No andarás en la droja?” y todas las coletillas del monólogo de Carlos Blanco repetidas hasta el infinito y con las que nos reímos una y otra vez, una y otra vez. Guiris que me persiguen por el barco para que haga más muestreos de los suyos. El hilo de colores para hacer pulseras. Las historias de mar que me cuenta la tripulación y que me dejan con la boca abierta. Olvidarme de bajar la persiana del portillo y despertarme por culpa de la luz al amanecer, repetidamente. Caer en la cama, rendida y entrar en coma, directamente, en un sueño tan profundo y tranquilo como nunca lo tengo en tierra. Las lecciones para aprender a unir cabos haciendo gazas y nudos culs de porc. Y los deberes. Bajar a la cubierta de trabajo de los científicos y verlos currando como locos y riendo sin parar. Descubrir que las ralladas mentales que a veces provoca el mar son más comunes de lo esperado. Conversaciones por radio con pescadores amigos. El atardecer en proa, frente a la costa norte mallorquina, con el mar en calma y todo el equipo científico por allí, disfrutando del momento. Las capturas inesperadas: un atún rojo y un ánfora casi intacta. El torneo de futbolín, de los más concurridos que recuerdo. Recorrer el barco repartiendo chocolatinas. El bocata Oliver. Barcos que navegan haciendo eses a horas intempestivas, bajo la luz de la luna llena. Esquivar boyas. El insignificante accidente laboral, que me ha dejado una marca en la rodilla que, intuyo, me durará todo el verano. La cena en popa, con todo el mundo. El negrito, ese gran desconocido, ay, qué delicia de pescado. Mi rincón favorito del barco. Las vistas espectaculares de estas islas maravillosas. Conversaciones políglotas en el comedor: castellano, catalán, gallego, inglés, alemán. Se habla de todo en este barco. Los atardeceres en el mar. Los días de buen tiempo. Los días de mal tiempo. Levantarte cada día pensando que no quieres estar en ningún otro lugar. Sólo en el mar.

Ay, el mar, siempre el mar.

Las fotos son de esos quince días de mar. Y el vídeo, como bonus track, el espectáculo siempre sorprendente, maravilloso y mágico de delfines jugando en la proa.














domingo, 22 de mayo de 2016

Stop

A veces, hay que parar, hacer caso a la señal de stop.

Aunque vayas a tope, estés hasta arriba de trabajo, de preocupaciones, de cosas por hacer.

Aunque estés a diez días de unas oposiciones, a diecisiete del Festival de Primavera y a sólo dos de otro Festival mini en el que, no sabes aún muy bien como, te ha tocado participar (cuando hace sólo un día ni sabías que existía).

Aún así, aún en circunstancias de esas en las que parece que no tienes ni tiempo para respirar, hay que parar, hay que hacer caso a la señal.

Así que metes cuatro cosas en una maleta, conduces sesenta quilómetros y te plantas en un hotel junto al mar, para pasar una noche de fiesta, música swing y baile con amigos. Y durante unas horas te olvidas de preocupaciones, de trabajo, de todo lo que tienes aún pendiente y, casi (sí, digo casi), de las oposiciones y tu vida se reduce simplemente a eso, a la música. Y a no parar de sonreír mientas bailas.

Porque bailar me hace sonreír. Y, a veces, para poder bailar, hay que hacer caso a la señal de stop. Y parar.

En la foto, la bahía de Pollença, esta mañana, cuando me alejaba de la música y del baile, para volver a la realidad. Y el stop, claro.

Y la música, “Love” de Nat King Cole, porque la oí hace un par de días y mis pies no podían parar.

domingo, 15 de mayo de 2016

Diecinueve días en el mar

He pasado unos cuantos días en el mar, casi tres semanas, en la primera parte del Festival de Primavera. Han sido días intensos, largos, curiosos, interesantes y divertidos. Ha sido todo eso y mucho más.

Vuelvo con las pilas cargadas, llena de energía y muchos recuerdos. Con esa alegría que te da el haber trabajado bien, el habértelo pasado bien y el volver a casa; con esa tristeza que te da dejar atrás a unos compañeros de viaje que han sido tu familia durante tantos días.

De estos días me quedo con la familiar comodidad que siento en este barco y sus habitantes, esa sensación de sentirte como en casa estando lejos de casa. Me quedo con el magnífico camarote que me ha tocado este año, yo creo que el mejor de todos. Me quedo con mis compañeros, con las risas, con las bromas, con el trabajo hecho y con el ánimo continuo que me han dado para lo que me espera durante el próximo mes y medio. Me quedo con los cruasanes con jamón y queso, a media tarde en el parque de pesca y a media noche en la cocina. Me quedo con el grito por megafonía de “¡Calderones a estribor!” y todos corriendo a la cubierta a verlos. Me quedo con la isla de Alborán, siempre lejana, misteriosa y fascinante con su forma de submarino, la historia de su nombre y los dos días (casi) aislados del mundo que pasamos allí. Me quedo con los atardeceres fabulosos día sí y día también, con delfines saltando a nuestro alrededor incluidos. Me quedo con la irrepetible sensación de dormirme viendo el mar a través del ojo de buey y despertarme al día siguiente viendo el mar lo primero de todo. Me quedo con la banda sonora de esta campaña: “la cumbia de Félix y Jacques”, grande, grande. Me quedo con los acuarios que montaron los colegas bentónicos y que nos permitieron ver las criaturas marinas desde una perspectiva diferente. Me quedo con las deliciosas comidas (esos cocidos a las 11 de la mañana a mí me sientan de maravilla, ese bocadillo, esa hamburguesas, ese… todo, todo, todo), los fabulosos postres y esos cruasanes y donuts que nos permiten saber que, cuando tocan para desayunar, es que es domingo. Me quedo con la noche que pasamos en tierra, la parada que hicimos, las risas que echamos desde que salimos del barco hasta que volvimos, muchas horas después. Me quedo con el ritmo pausado y silencioso del día siguiente, intentando recuperar el ritmo de trabajo que perdimos a cambio de alejarnos unas horas del balanceo marino. Me quedo con las horas y horas que pasamos limpiando espardeñas y lo ricas que estaban cuando nos las comimos. Me quedo con la guerra de agua mientras limpiábamos cajas el último día, que me obligó a dejar toda mi ropa en el guarda calor, tan empapada estaba. Me quedo con la cena a popa, esa última noche, todos juntos, con el marisco y la barbacoa, con la tarta espectacular, con el lugar en el que estábamos, Calabardina, un descubrimiento. Hasta me quedo con la alarma de incendios sonando esa última noche en el barco, por culpa de unas palomitas quemadas en el microondas, que activaron a la tripulación en un tiempo récord. Y me quedo, irremediablemente, con la complicada y eterna vuelta a casa, veintiuna horas de Cartagena a mi isla, con un vuelo perdido por el camino que nos obligó a retrasar, una noche más, la vuelta a casa.

Éste es el resumen de casi tres semanas en el mar. Vuelvo, sí, con las pilas cargadas, con una sonrisa en los labios y con ganas de volver al mar. Me queda menos de un mes.

Las fotos, son de estos días, con la compacta y con el móvil.

Y la frase, de Lewis Carroll, “No puedo volver al ayer, porque entonces yo era una persona diferente”. Es así.