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martes, 10 de noviembre de 2015

Junto al mar

Trabajo junto al mar, a sólo unos metros de él. Pero no trabajo en un lugar paradisíaco, sino en plena ciudad. No trabajo junto a una bonita playa o unos acantilados espectaculares. Ni siquiera tengo vistas al mar, sino a una calle de muchos carriles, ruidosa y con mucho tráfico que cada vez que llueve, se inunda y sale en la tele y en prensa.

Trabajo junto al mar, sí, pero en plena zona portuaria. No es un lugar terrorífico ni horrible. No es un lugar sombrío ni lleno de grúas o montañas de carbón. A veces es un lugar desierto, a veces es un lugar muy concurrido. Ni lo uno ni lo otro es bueno. Es un lugar incluso cómodo en algunos aspectos. Pero también presenta algunas incomodidades (aparte de las inundaciones), como el botellón, los camiones y los cruceros.

Lo del botellón es curioso. Llegar de noche o ya de madrugada cargados de muestras para congelar y esquivar pandillas de chavales pasándoselo en grande tiene su punto surrealista. Ellos y ellas todos monos y elegantes, la mar de arregladitos y felices en plena noche y tú ahí, con los deportivos manchados de restos de peces y suspirando por una ducha y tu cama.

Los camiones son peligrosos, de verdad. Son grandes, son muchos y no te ven. Ya hemos tenido algunos sustos, afortunadamente ninguno grave. Retrovisores que salen volando porque alguien abre una puerta sin mirar o coches que quedan aprisionados (y chafados) entre dos camiones enorme, en plan sándwich. Y, claro, luego a correr detrás de ellos, porque suelen estar más preocupados de no perder el barco que van a coger que de arreglar los papeles del seguro.

Lo de los cruceros es lo más. Lo más surrealista que te puedes encontrar en el mundo. De los cruceros descienden dos tipos de personas: los cruceristas, que pisan la ciudad por primera vez y van más despistados que un pulpo en un garaje y las tripulaciones, que saben perfectamente dónde quieren ir (normalmente al centro comercial que hay un poco más arriba). Tanto unos como otros comparten actitud: caminan despreocupadamente por mitad de la calle, ignorando las aceras y mirándote mal cuando intentas circular de camino a o saliendo del trabajo. Ay, qué majos todos, ahí, en bandadas tan numerosas que esquivarlos se convierte en una auténtica aventura. Por no hablar de los taxis que vienen a dejar a unos u otros después de un día de paseo: paran en cualquier sitio, interrumpen el paso y arrancan sin poner ningún intermitente. Otro peligro a esquivar.

Y hoy he descubierto una nueva peculiaridad en mi lugar de trabajo: una gallina. Sí, una gallina negra y algo tímida, que se paseaba esta tarde por los alrededores de la oficina. ¿De dónde ha venido? ¿Quién es su dueño? ¿Qué hace en esta zona portuaria urbana? Un misterio sin resolver. A ver si mañana sigue por ahí.

En la foto, aunque no se aprecie muy bien, hay una cosa negra debajo del arbusto: la gallina. Ha corrido despavorida cuando he intentado inmortalizarla.

martes, 29 de septiembre de 2015

Transparente

A lo mejor no os habéis dado cuenta, pero soy transparente.

Probablemente no os habéis dado cuenta precisamente por eso, porque soy transparente. Y no me veis.

Y no, no mola tanto como a simple vista parece.

Ser transparente no es un súperpoder. No es lo mismo ser transparente que ser invisible. Ser invisible sí que es un súperpoder. Pero ser transparente, no.

Ser transparente es lo que ocurre cuando la gente a tu alrededor no se da cuenta de que estás, de que existes. Cuando te cruzas con gente que conoces y no te saludan. Cuando intentas entrar a través de unas puertas automáticas y éstas no se abren. Cuando propones un plan a un grupo de gente y luego quedan para llevarlo a cabo y no te avisan. Cuando hablas con alguien que va contigo a clase de lo que sea y te dicen “Ah, ¿pero tú vas a mi clase?”. Cuando después de ir a algún sitio donde hay gente que conoces, no sólo no te ven sino que encima al día siguiente te preguntan por qué no fuiste. Cuando dices cosas en reuniones y nadie las oye, aunque luego alguien lo repite y reaccionan como si fuera la primera vez que lo escuchan. Cuando vas con alguien y te encuentras a un conocido común y éste sólo saluda a tu acompañante. Cuando sales con un grupo de amigas y nadie se acerca a ti. Cuando entrenas con gente durante semanas y luego, cuando te los encuentras por ahí, no te reconocen. Cuando coincides en reuniones (sociales o laborales) con gente de manera más o menos regular y cuando se presentan y les dices que ya os conocéis, te dicen que no. Cuando la gente te dice a la cara “Claro, no viniste porque no podías” y tú les tienes que convencer de que no, de que no fuiste porque nadie se acordó de invitarte.

No negaré que a veces sí que mola un poco ser transparente.

Pasar inadvertida.

Yo, durante muchos años, lo he sido sin que me importara.

De hecho, las pocas veces que no he sido transparente, me he sentido incómoda. Lo de ser visible no se lleva muy bien cuando estás acostumbrada a ser transparente.

Entre las veces que no he sido transparente, tengo que destacar especialmente cuando he estado en Namibia. Allí, en general, era visible. Muy visible. Mujer blanca en mitad del continente negro. Visibilidad total. Encima, mis rasgos son claramente no germanos, así que no podía pasar por una blanca namibia, descendiente de los antiguos colonos. Y aún así, incluso allí, en ocasiones fui transparente. En las veces que el número de turistas que se paseaban por la ciudad era importante, me volvía de nuevo transparente. Y molaba. Porque lo de ser visible se me hacía un poco incómodo. También fui muy visible, primero allí y luego aquí, cuando me hice las trencitas namibias. Sinceramente, pensaba que allí no llamarían la atención, pero me equivocaba: una blanca con peinado de negra no es algo habitual allí. Así que me hice doblemente visible. Mujer blanca con peinado negro. ¡Incluso me salió un novio himba! Pensé que al volver a mi continente blanco, volvería a mi transparencia, pero no: de vuelta a casa, las trencitas me hacían completamente visible. Me sorprendió e incluso me molestó. La gente lleva miles de peinados distintos, variados o mucho más originales que mis trencitas. Bueno, tal vez la gente que lleva esos peinados también es visible. Luego llegué a una terrible conclusión, cuando alguien me dijo lo que costaba hacerse el peinado que yo llevaba aquí: 10 euros por trencita. Yo llevaba 11. Así que tal vez mi visibilidad era meramente económica: la gente pensaba que me había gastado 110 € en ese peinado, cuando la realidad era que me había gastado menos de 5 €. Eso me hizo sentir muy incómoda con esa recién adquirida visibilidad. Tal vez por eso llevé por aquí las trencitas menos de una semana.

La cuestión es que últimamente me he cansado de ser transparente. Pero tampoco me siento muy cómoda siendo visible. Mostrar carne suele ser un buen truco para volverse visible pero, aunque tengo un generoso canalillo mostrable, no me gusta enseñarlo. Una cosa es ser visible y otra ser llamativa a base de escotes, ropa o complementos. Tampoco me sale. Así que ahí estoy, entre la disyuntiva de seguir siendo transparente o la tentación de visibilizarme un poco.

Y no sé qué hacer.

Porque ser transparente me cabrea. Pero ser visible me resulta incómodo.

viernes, 21 de agosto de 2015

Degustación

Imaginaos que sois expertos en algo.

En degustaciones, por ejemplo. Y como expertos en degustaciones, de vez en cuando vais a degustaciones, claro. Son, básicamente, reuniones en las que se os asigna un producto determinado y tenéis que analizarlo concienzudamente. Probáis el producto, analizáis su sabor, su textura, la mejor manera de cocinarlo y luego dais vuestra opinión, decidís qué os parece de cara a que el producto se comercialice de una manera u otra.

Imaginaos que os avisan de que hay una degustación. Pero es degustación muy exclusiva a la que os tenéis que apuntar y luego te seleccionan o no. “¿De qué es la degustación?”, preguntas antes de apuntarte. “Es de productos australianos”, te contestan. “Ya, pero, ¿qué productos?”. “No sé, lo dirán más adelante”. Uy, qué rabia te da eso. Tu experiencia es con degustaciones sí, pero de cosas concretas. Lo mejor que se te da son los chocolates y los quesos, aunque también a veces has participado en degustaciones de galletas y palomitas de maíz. Y, aunque hay quien piensa lo contrario, no es lo mismo degustar una galleta que un solomillo, por poner un ejemplo. Para nada.

Total, que al final te apuntas a la degustación y te invitan a participar. Unos días después, te envían la lista de productos a degustar y el reparto del trabajo: qué le toca degustar a cada uno. Oh, sorpresa. ¡Te han asignado un vino! Menudo marrón: eres abstemio, así que no puedes degustar vino, no puedes beber vino. Lo piensas un poco. Bueno, lo piensas mucho. Podrías decir que sí, probar el vino y escupirlo. Pero no es lo suyo. Hay que probar bien el producto para poder opinar. Y encima, el que te ha asignado el vino sabe que eres abstemia, porque un día publicaste una columna en una revista que se titulaba “Soy abstemia”. Así que decides mandar un correo a los organizadores de la degustación y a tus compañeros diciendo precisamente esto “Lo siento, pero yo no puedo degustar el vino. Soy abstemia. Preferiría que me asignarais otro producto”.

Y se arma la de Dios.

Primero, el jefe de la degustación se enfada porque, al haberte apuntado, debes (según él) estar dispuesto a hacer lo que te pidan. Eso te cabrea un montón, porque tú te has apuntado a una degustación de productos australianos, pero sin saber qué productos eran. Después, otros de los participantes te muestran su apoyo, diciendo que les parece fatal que haya vino en una degustación a la que encima asistirán niños. Flipas. Tú no has dicho nada de que te pareciera mal que hubiera vino, sólo que tú no lo quieres probar. Luego, uno de los organizadores dice que le parece bien que todo el mundo de su opinión y si todo el grupo considera que no se debe degustar vino en las degustaciones, se puede sugerir a los máximos organizadores, en este caso ¡la Reina de Inglaterra!, que se elimine el vino. Sólo hay que enviar un mensaje a la Reina diciendo eso, que los expertos en degustaciones hemos decidido prohibir el vino en las degustaciones. Ahí ya flipas pepinillos ¿quién ha hablado de prohibir el vino? Tú no lo puedes probar, pero te parece estupendo que los demás lo prueben.

El tema se lía hasta el infinito, con unos intercambios de correos extraños y casi surrealistas: unos a favor del vino, otros en contra y otros sin decir ni mu. Al final, alguien se ofrece a cambiar su producto por el tuyo (previos correos privados entre ambos sobre las inconveniencias del intercambio y hasta sobre las inconveniencias y beneficios de incluir el vino en las degustaciones) y casi todo el mundo se queda contento. Pero el organizador te dice que por favor, hables con la Reina de Inglaterra, que está muy interesada en discutir contigo sobre vino y está esperando tus comentarios al respecto. Y ahí estás, intentando decidir qué le dices a la Reina de Inglaterra, cuando lo único que querías era no tener que hacer algo que va contra tus principios.

La degustación, dentro de dos semanas, va a ser de risa.

En la foto, un vino que sí saboreamos el lunes pasado en una cena. Un poco para demostrar que no soy abstemia y que esta historia era totalmente metafórica. Pero cierta.

domingo, 7 de junio de 2015

Dia 1

Hoy es domingo. Domingo en el Festival de Primavera es sinónimo de croissants o donuts para desayunar. Pero hoy no ha habido ni croissants ni donuts. Ayer nadie se acordó de descongelarlos. No es un hecho grave, claro que no. La cuestión es que hoy, en el desayuno, no ha habido ni donuts ni croissants. Eso ha provocado una importante perturbación en la Fuerza.

Sí, sí, reíros.

Eso he hecho yo al principio.

Pero según avanzaba el día, he notado más y más la perturbación. En el primer muestreo se ha roto un trozo de esos de la red que parece que nunca se pueden romper. Eso ha retrasado todo el trabajo, de manera que me he perdido los entremeses de la comida del domingo y el postre, porque he llegado tarde a comer. Menos mal que en cocina me cuidan y he podido comer un filete con patatas fritas. En diez minutos. En un par de muestreos, el arte se ha dedicado a planear en vez de ir por el fondo y en el último, no se quería abrir, así que lo hemos tenido que repetir, por lo que el día se ha alargado bastante. Hasta que ha sido de noche concretamente. También he llegado tarde a la cena y no he podido estar sentada en el comedor más de quince minutos. Aún quedaba mucho trabajo por hacer.

Y todo esto ha pasado por culpa de los donuts. O de los croissants. O mejor dicho, de su ausencia. Menos mal que la perturbación de la Fuerza no ha sido muy grande. Y eso que el día ha empezado muy bien: cuando he subido al puente a las 7 de la mañana, el oficial de guardia escuchaba Abba a todo volumen. Y han sonado algunas de mis canciones favoritas.

Pero el poder de los desayunos dulces en domingo es muy fuerte. Tanto que es capaz de alterar la Fuerza.

Mañana es lunes, un lunes normal y corriente. Menos mal. Aunque en el mar, nunca hay nada normal y corriente.

domingo, 17 de mayo de 2015

Mal de tierra

Hoy hace una semana que volví a tierra.

Ha sido una semana cargadita de historias laborales que me han complicado la vida y me han hecho pensar que llevaba mucho más en tierra, olvidando rápidamente mis semanas en el mar y casi sin tiempo para echar de menos esos días. Ya lo conté el año pasado (y supongo que más veces antes), volver a tierra es siempre duro. Pero cuando te enfrentas a mil historias diferentes una vez atracas, no te da tiempo de pensar en nada, en nada.

Sí que ha habido varios momentos en los que me he dado cuenta lo cercanos que son aún mis días de mar. Han sido momentos en los que he tenido una ligera sensación de mareo. Cuando pasas un tiempo largo en un barco, no es raro que, a la vuelta, sientas que la tierra firme se mueve bajo tus pies. No sé cuál es el nombre adecuado para este efecto, he leído mal de tierra, mal de mar, mareo de tierra y nombres variados.

A mí me gusta mal de tierra.

En estos días en el mar, no me he mareado en ningún momento. Un barco de 70 metros resiste bien al fuerte viento y a las olas y, si el tiempo acompaña, hay momentos en los que apenas recuerdas que estás en un barco. Sin embargo, siempre hay un balanceo, algunas veces apenas perceptible, que hace que, al volver a tierra, tu sistema del equilibrio se sienta un poco confuso.

Un día fue delante de la lavadora, cuando me noté a mí misma balanceándome como si estuviera en el mar. Otro día delante del ordenador. Otro día más creo que tumbada. Y hasta ha habido una cuarta ocasión en la que he sentido ese ligero mal de tierra.

Como decía, apenas he tenido tiempo de echar de menos mis días en el mar, la vorágine de mi día a día me ha engullido con más voracidad que nunca y algún día me he sorprendido a mí misma pensando en el poco tiempo que hacía que había vuelto. Pero sin tristeza ni añoranza.

Hasta ayer.

Ayer tuve uno de esos pinchazos absurdos de añoranza. De repente, me di cuenta de que hacía una semana, sólo una semana, que había pasado mi última noche en el mar. Estaba haciendo de guiri, en un hotel en el levante mallorquín, en mitad de una fiesta de música swing que acabó con música tradicional mallorquina, salsa y hasta la macarena, cuando me acordé del mar con añoranza, con ese gusto entre dulce y amargo que te dejan los días de mar en los que has sido feliz. Fue un “Oooh”. Sólo eso. Un “Oooh”. Eso también es mal de tierra. Creo.

La única cura para el mal de tierra es el tiempo. El mal de tierra tal y como viene, se va.

En las fotos, instantes de estos días en el mar. La última, el parque de pesca, un lugar cerrado, sin luz natural, donde pasamos todo el día trabajando, es para todos aquellos que me preguntan por qué no vuelvo morena de estos embarques y si realmente en el barco trabajamos o sólo vemos delfines y comemos.

En tres semanas, volveré al mar.












sábado, 9 de mayo de 2015

Acabando

Hoy es nuestro último día de trabajo en el mar. Si todo va como está previsto, mañana a estas horas ya estaremos atracados en el puerto de Cartagena.

Quería escribir sobre lo que significa acabar un Festival de Primavera, de lo que pasa y se siente los últimos días y de lo que significa el volver a tierra. Pero todo eso ya lo conté el año pasado. Reflexiones de la última noche las conté aquí (hace hoy exactamente un año). Lo que significa volver a tierra, lo conté aquí. Creo que podría volver a publicar ambas entradas exactamente igual, o casi.

Madre mía, no tengo nada más que contar.

¿No? Claro que sí.

Siempre hay algo más que contar.

Lo digo siempre, siempre. Cada campaña es única e irrepetible, cada campaña es diferente, en cada una vives nuevas experiencias. Aunque, con los años, acabas confundiendo algunas cosas, hay momentos que se te quedan grabados de cada una de ellas. A veces son puras chorradas, lo bien o mal que comiste, las risas que te echaste, aquel muestreo que salió fatal o un bicho raro que apareció. No sé lo que recordaré de ésta, sólo el tiempo lo dirá.

Anoche no tuve esa sensación melancólica que te suele invadir en los últimos momentos en el mar. No tuve tiempo. Acabé de trabajar a las diez de las noche y llegaba tarde al Jran Campeonato de Futbolín. Echamos unas buenas risas y, aunque caímos eliminados casi enseguida, fue una manera divertida de pasar la penúltima noche en el mar.

Hoy ya se siente el olor a tierra. Ahora mismo, en mitad del primer muestreo la marinería limpia en profundidad los exteriores del barco. Yo ya he preparado la ropa que dejaré a bordo, para cuando vuelva aquí en menos de un mes. Estamos impacientes por ponernos a tope con los muestreos y empezar con los preparativos para comenzar a dejar el barco listo para que nuestros compañeros que se embarcan mañana lo encuentren en condiciones. Hoy es, probablemente, el peor día de la campaña, recoger todo es un auténtico lío. Se hace, lo hacemos con la precisión de un reloj, como la maquinaria que somos en la que todo encaja. Pero cuesta, cuesta. Cuesta porque ahora ya estábamos más que acostumbrados a la rutina, cualquiera no después de diecisiete días en el mar. ¿O han sido dieciocho? Ya he perdido la cuenta. Y ahora es un cambio, volver a meter en caja todo lo que hemos traído, lo que han traído en este caso. Desde grandes cajas para meter el pescado, que hay que lavar con precisión para que no huelan hasta bolígrafos y gomas de borrar. Hay que recogerlo todo, organizarlo todo, prepararlo todo para guardarlo en algún lugar del barco hasta que se desembarque, dentro de un par de meses.

Y volver a tierra.

Ah, volver a tierra.

Ya se siente, sí, ya se siente, el olor a tierra.

En la foto, unas gambitas preparadas para ser muestreadas. En concreto, Plesionika giglioli.

martes, 5 de mayo de 2015

No todo son sonrisas

Por si alguien no se había dado cuenta todavía, me lo estoy pasando estupendamente estos días en el mar. Estoy haciendo un trabajo que me divierte, que me entusiasma, que me hace sentir viva, pero a la vez, mi carga de responsabilidades en este primer Festival de Primavera es similar al de mis primeros tiempos en el mar: soy un tornillo más de un gran engranaje y, simplemente, tengo que encargarme de cumplir mis funciones como tornillo, sin preocuparme de otros tornillos, tuercas o, lo que es aún peor, del funcionamiento general del motor. Eso me hace feliz. No quiero decir que tener responsabilidades me haga infeliz, pero me crea un estrés, una tensión que no siempre llevo bien. Por lo que estos días así, haciendo de tornillo, son un soplo de aire fresco en mi vida, una carga de energía extra.

Que esto me haga muy feliz no significa que todo sean sonrisas. Hay sonrisas, muchas. Hay alegría, buen rollo, energía positiva. Pero es imposible estar al 100% de felicidad todos y cada uno de los días en el mar. Y no estoy hablando de enfados, de malos rollos o de problemas serios. Esos también los hay, a veces. No aquí, no ahora, pero todos los que llevamos algún tiempo pasando unos cuantos días cada año en el mar, hemos vivido situaciones incómodas, difíciles e incluso desagradables. Pueden producirse por muchas cosas, por el entorno, por los demás, por el desgaste, por las actitudes, por los comportamientos, por uno mismo. Y al final cada uno lo lleva como puede.

Hay que tener en cuenta que estamos aquí, en mitad del mar, en un lugar con un número limitado de metros cuadrados (muchos en este caso, pero aún así limitado), viéndonos las mismas caras todos los días, haciendo el mismo (o parecido) trabajo cada día, independientemente de si es martes, domingo o festivo. Y pasan los días. Y quien más quien menos empieza a pensar en tierra. En gente que dejaste en tierra. En asuntos pendientes. En trabajos por hacer. En amigos y familiares. Te empieza a embargar ese punto de melancolía propio de la gente de mar: cuando estás aquí, quieres estar allí; cuando estás allí, añoras el estar aquí. Por eso las vueltas a tierra son siempre duras y extrañas, felicidad por lo que te espera en tierra, añoranza de lo que dejas en el mar. Quien más quien menos (creo) que en algún momento piensa lo que estaría haciendo en tierra en esos momentos. Si hoy es domingo, me iría a comer con la familia. Si hoy es martes, me iría al gimnasio. Si hoy es viernes, me iría de cañas con los amigos. Y, casi sin darte cuenta, añoras cosas que, estando en tierra, ni eres consciente de que tienes. Tu sofá. La charla con los compañeros a la hora del café. La comida de mamá. Tomarte una caña en una terracita. Ir al cine. Tus plantas. Cenar con una amiga. Los desayunos pausados de fin de semana. No poner un día el despertador. Las horas tontas de un domingo tarde. Un abrazo.

Que sí, que aquí estás muy bien, pero…. Pero.

Porque no, no todo son sonrisas. Aunque de esas hay muchas.

Afortunadamente.

Y luego están los días terribles. Los días en los que las sonrisas se borran de cuajo. Días como hoy, que no empiezan especialmente mal, aunque sí como acabaron ayer, con vientos fuertes y el barco tambaleándose tanto que, por la noche, apenas puedes conciliar el sueño. Que continúan con la rotura de una pieza que nos obliga a cambiar nuestra planificación y navegar hacia tierra, detener el trabajo, desembarcar a varios miembros de la tripulación en zodiac en busca de la pieza rota. Días que no hacen más que empeorar, con la noticia inesperada de la muerte de un colega, compañero de muchos de los científicos aquí embarcados. Así que aquí estamos, a la capa, esperando la vuelta de los tripulantes y la pieza rota, todos con caras largas, aún en estado de shock por las malas noticias, asumiendo que la vida es así. Ahora estás, ahora no. Y la propuesta casi unánime de “hoy deberíamos emborracharnos”, que sabemos que no vamos a cumplir porque aquí, el alcohol, está prohibido. Y ahora, más que nunca, esta prohibición nos parece una auténtica estupidez.

Hoy la entrada va sin foto. Es que no sabría qué foto poner.

jueves, 19 de marzo de 2015

Hay cosas

Hay cosas de las que no os puedo hablar, porque nunca sucedieron.

Podría hablaros de luchas encarnizadas entre criaturas de razas imposibles, con pieles de colores tan inusuales como verdes o cobaltos, con números impares de extremidades, con sistemas sensoriales múltiples y con sistemas de comunicación telepático.

Podría hablaros de países tan lejanos como exóticos, habitados por tribus nómadas que, aunque nadie ha visto jamás, hay quien no duda de su existencia; de países tan cercanos como desconocidos, cuyos habitantes evitan por todos los medios ser descubiertos, aunque si lo fueran, nadie creería su existencia.

Podría hablaros de viajes en medios de transporte sorprendentes, cruceros por el Nilo a bordo de cocodrilos de tamaños imposibles, viajes a la luna a lomos de dragones alados, vuelos a los picos más altos del planeta a bordo de helicópteros rosas.

Podría hablaros de excursiones alucinantes a cuevas con formaciones geológicas que parecen esculpidas por el hombre, a profundidades marinas a bordo de pequeños submarinos ocupados por un único tripulante, a ruinas sorprendentes en lugares en los que en teoría nunca ha llegado el hombre.

Podría hablaros de historias de amores imposibles, de amores bellos y puros, de amores dolorosos y terribles, de amores sinceros, de amores falsos, de amores interesados, de amores desinteresados, de corazones rotos y de corazones reparados.

Podría hablaros de guerras que duran tantos años que sus combatientes no recuerdan ya por qué luchan, de soldados heridos de gravedad que sobreviven con la única esperanza de volver a ver los ojos de su amada, de niños perdidos en campos minados de los que, nadie sabe cómo, logran salir milagrosamente.

Podría hablaros de princesas encerradas en torres de alturas imposibles que, cansadas de esperar a su príncipe azul, aprenden a escalar y descienden de sus torres sin ni siquiera un rasguño; de príncipes perdidos en mitad de la jungla, por haber hecho caso a enanitos burlones con los que se encontraron en la última intersección de caminos.

Podría hablaros de camellos que corren a través del desierto a velocidades impensables, de hombres con turbantes y miradas misteriosas a lomo de dichos camellos, de mujeres de ojos profundos, con las que si te atreves a cruzarte en su camino, son capaces de destruirte con su mirada.

Podría hablaros de niñas que piden oscuros deseos a la luna, de lunas que cumplen oscuros deseos de niñas desoladas, de jóvenes que descubren un poder incontrolable bajo la luna, de lunas que se ríen al saberse responsables del descontrol de jóvenes.

Podría hablaros de hadas furiosas, que ponen trampas para los caminantes que osan pasear por su reino; de brujas buenas que velan por el intranquilo sueño de niños enfermos; de enanos saltarines que hacen las delicias de comerciantes borrachos; de curanderos misteriosos cuyas pócimas humean con mil colores diferentes.

Podría hablaros de puestas de sol interminables, de noches eternas, de amaneceres increíbles, de tormentas silenciosas, de nevadas inesperadas, de cielos estrellados, de ríos desbordados y de mares desiertos por la avaricia humana.

Podría hablaros de bancos de peces que saltan bajo la luz de la luna, de delfines soñadores que añoran a los humanos, de gacelas saltarinas que se burlan juguetonas de leones en reposo, de elefantes despistados que se enamoran de rinocerontes, de árboles centenarios que desaparecen bajo las llamas de un incendio provocado, de águilas soñadoras, de erizos valientes y de tortugas corredoras.

Podría hablaros de tantas cosas…

Pero hay cosas de las que no os puedo hablar, porque nunca sucedieron. Aunque precisamente por eso, tal vez exactamente por eso, debería hablaros de ellas.


En la foto, un arcoiris (y un poco más) del otro día. Cuando llueve y hace sol, pasan estas cosas.

martes, 10 de febrero de 2015

De Holter y superpoderes

Os voy a contar una historia.

Hace cosa de un mes, tuve un sueño curioso. Iba al cardiólogo de mis padres, a una consulta y me decía que tenía no sé qué problema de corazón. A consecuencia de ese problema, me prohibía hacer deporte. Yo, aún sin ser una deportista consumada precisamente, me lo tomaba bastante mal. “Pero al menos podré nadar, ¿no?”, le preguntaba, ilusa. “No, nadar no”, contestaba él. “¿Y bailar? Bailar sí que podré, ¿verdad?”. “No”, volvía a decir él, “tampoco bailar”. Me desperté del susto.

Al día siguiente, les conté entre risas el sueño a mis padres.

Un par de semanas después, en la revisión médica del trabajo, me encontraron la tensión un poco alta. Curioso, porque en la última la tuve baja (normal, a las once de la mañana en ayunas… yo a esas horas normalmente ya he comido dos veces). La doctora no le dio demasiada importancia, pero me recomendó que me lo mirara. No lo negaré, me agobié un poco. Más tarde, ese día, volví a tomarme la tensión en casa de mis padres (hipertensos ellos, tienen un aparatito de esos caseros para tomarte la tensión). Alta. Y más alta. Ya me agobié un poco más. Así que mi madre dijo las palabras terribles “Vete a ver a nuestro cardiólogo”.

Y allí estaba yo, días después, sentada delante del cardiólogo de mis padres, viviendo un sueño que había tenido hacía no tanto. Me tomó la tensión, la tenía alta y me dijo que me haría un Holster, una prueba que consiste en monitorear la tensión a cortos periodos durante 24 horas, y alguna prueba más.

“Pero, mientras lleve el Holter, puedo hacer vida normal, ¿no?”, pregunté, casi reviviendo mi sueño. “Sí, claro, vida normal.”, dijo él, “Hombre, no vayas al gimnasio porque luego no te podrás duchar”.

Glups.

Glups, glups.

Creo que estoy desarrollando el superpoder adivinatorio de mi madre.

Y no estoy segura de que me guste.

En la foto, mi amigo Holter, que aún me hará compañía unas cuantas horas más. Bah, de momento lo llevo bien. Y mi mente científica me obliga a mirar cada cuarto de hora lo que marca el aparatito. Y, oye, bien y tal. Creo yo. Que mi doctorado no es en medicina, así que no creo que pueda determinar si tengo o no hipertensión. Pero yo diría que no.

miércoles, 4 de febrero de 2015

¡Feliz cumpleaños, Bich!

 Hoy Bichejo cumple 40 años.

 

Y la blogosfera se moviliza.


Íbamos a presentarnos todos en su casa,…


 … pero vivimos repartidos por varios lugares. Aún así, unos cuantos nos hemos propuesto demostrarle nuestro cariño simultáneamente.


Hemos afilado nuestros lápices para escribirle unas entradas bonitas...


… para felicitarle el cumpleaños todos juntos.


Hasta yo, que estoy por Roma, me he animado a prepararle algo para esta felicitación conjunta.


La intención es que, cuando lo vea, se quede así.


A ver si lo conseguimos.

¡¡Muchas felicidades, Bich!!


 Y, ya sabes…


Así, si eso te estresa...



viernes, 30 de enero de 2015

Cuarenta

Hoy mi hermana la gafapasta cumple 40 años.

Cuarenta.

Madre mía, qué vértigo.

¡Felicidades!

¡Si los 40 de hoy son los 30 de ayer, mujer!

Y, para celebrarlo, he decidido contaros 40 cosas de ellas que no sabéis.

O igual sí sabéis.

1. Nació un jueves. De cesárea.

2. No le debió hacer mucha ilusión que yo naciera, casi tres años después, porque cuando yo era un bebé, me retorcía el brazo hasta que lloraba.

3. De pequeña era muy rubita. Luego se le fue oscureciendo el pelo de manera natural, porque nunca se ha hecho nada en el pelo que implique un cambio de color. Tiene canas pero no quiere teñirse. “Ya me teñiré al cumplir los cuarenta”. Estoy expectante.

4. Una vez, estando en casa enferma, se dedicó a jugar a las peluqueras con mis muñecas. Les cortó tanto el pelo que me dejó traumatizada.

5. Es una acuario de libro. Vive en acuarilandia. Y le encanta.

6. De pequeña tenía los pies planos. La operaron de los dos.

7. Cuando vivíamos en casa de mis padres, siempre me quitaba los jerséis. Cuando se fue de casa, flipó al descubrir la poca ropa que tenía.

8. Le extirparon el apéndice siendo adolescente. Incluso antes de ir al médico, ella ya se autodiagnosticó.

9. Es cabezona, muy cabezona. Es reservada, muy reservada. Aunque con la edad lo segundo creo que le ha mejorado. Lo primero, no.

10. Siempre le ha gustado leer. Hemos compartido infinitos libros.

11. De jovencita iba mucho al cine, era una cinéfila de pro y compraba y devoraba la Fotogramas todos los meses. Ahora no va tanto, pero sigue comprando la revista casi cada mes.

12. Una vez, hace unos diez años, se quedó sin gasolina en mitad de la autopista cuando volvía a casa del trabajo con el coche que entonces compartíamos. Pudo salir y parar en un sitio que no molestaba y allí fuimos a rescatarla, mi padre y yo. Él con su coche, desde la otra punta de la isla. Yo con una furgoneta del trabajo y con 5 € en gasoil que compré por el camino. Y ella no hacía más que jurar que “a este coche le pasa algo. Y no es el gasoil”. Por mucho que yo le dijera que hacía una semana que iba en reserva, ella siguió intentando convencernos de que no. Si le preguntáis ahora, seguro que os dirá que no fue por culpa de la falta de gasoil. Aunque al ponérselo, empezó a funcionar sin problemas.

13. Lleva gafas desde que era una adolescente. Una vez las perdió en una excursión en las montañas.

14. Hace un par de meses, se compró un coche nuevo. Blanco.

15. Hace mogollón de años se fue a vivir a 40 Km de mí. Creo que aún no se lo he perdonado.

16. Cuando repartieron las capacidades cognitivas, se olvidaron de darle un poco de empatía.

17. Hace unos años, le hicieron una punción lumbar. Y ella tan pancha.

18. Va por la vida con una inyección de adrenalina en el bolso.

19. En una prueba médica en la que tenían que anestesiarla, todos los que salían antes que ella de la misma lo hacían en unas condiciones penosas. Ella salió riendo como una loca y diciendo “estoy colocadííííísima”. Cuando, minutos después, fuimos a hablar con su médico, ella ni le hacía caso y sólo le preocupaba una cosa “¿Puedo comer ya? Jo, es que tengo mucho hambre”.

20. El año pasado perdió 10 kilos. Este año quiere perder otros 10. Y, si se lo propone en serio, lo conseguirá.

21. Se ha vuelto una adicta al Energy Jump, una gimnasia sobre trampolines que es tan divertida como agotadora.

22. Tarda un millón de años en meterse en el agua en la playa. Aunque esté calentísima.
23. Nunca va a la playa sin sombrilla.

24. Quería estudiar Magisterio, pero la convencieron de que tenía capacidad de hacer una Licenciatura. Acabó haciendo Químicas, aunque no ejerce de ello.

25. Es muy buena en su trabajo.

26. Conoce a mucha gente, gracias a su trabajo. Y eso hace que le pasen cosas curiosas, como que la llamen “preciosa” desde un camión de la basura después de medianoche saliendo un día de mi casa.

27. Tiene un ojo de cada color.

28. Tiene un mapa de carreteras de la isla en su cabeza y, si quieres ir a un sitio, te organiza siempre la ruta más adecuada.

29. Le encanta el azul. Y el morado. Odia el rosa. Aunque últimamente acepta el fucsia.

30. Siempre ha soñado con ir a Italia. Llevamos dos años yendo en verano, siguiendo mis reuniones. En 2013 estuvimos en Milán y Venecia. En 2014 en Roma y Florencia. Flipó tanto viendo el Puente Viejo de Florencia que pensé que se iba a poner a llorar.

31. Le encantan los niños.

32. Odiaba el vino. No entendía que a la gente le gustara el vino. Un día, descubrió el vino. Y ahora se ha convertido en una sibarita del tema.

33. Hace una tortilla de patatas estupenda.

34. Odia el caldo en los cocidos de legumbres. No soporta el cocido de verduras que hace mi madre pero le pirran las mismas verduras cocidas como “sopas mallorquinas”.

35. Es muy indecisa. Y si se le presiona, aún más. Es capaz de bloquearse en un restaurante cuando todo el mundo ya ha pedido y posponer su decisión hasta límites que rozan lo absurdo.

36. Sabe caminar con zapatos altos. Para mí eso es un súperpoder.

37. La lana le pica.

38. No soporta los jerséis de cuello alto.

39. No se le dan demasiado bien las plantas. Una orquídea se le suicidó. Pero una planta de Navidad le duró más que a mí.

Y 40. Hoy cumple 40. Eso ya lo he dicho. Le podríamos haber organizado una gran fiesta, pero no nos hemos atrevido. Ya lo dije una vez: si algo no le gusta, te lo dice a la cara. Y no queríamos arriesgarnos a darle una fiesta de la que luego huyera despavorida. Así que dejamos que ella decidiera cómo celebrarlo, por si las moscas.

Pero eso ya es otra historia que, supongo, contará ella algún día.

En la foto, la homenajeada dando sus primeros pasos. No os fiéis de su cara de niña buena.

jueves, 15 de enero de 2015

Ronaldo

Le digo hoy a mi madre, con la que me suelo poner al día de la actualidad de la prensa rosa:

- ¡Mamá! ¡Ronaldo y su novia la modelo se han separado! ¡No me lo habías dicho!

- ¿No lo sabías? Pues sí, parece que se han separado. A mí eso siempre me ha parecido un montaje. ¿Te gusta Ronaldo para ti?

- ¿Para mí? ¡Jajaja! No soy ni lo suficientemente delgada ni lo suficientemente tonta. Además, – miro a mi padre, que es del Barcelona – papá, ¿qué te parecería que te trajera a Ronaldo como yerno?

- Ronaldo no vendría nunca aquí.

- ¿Por qué? ¿Insinúas que soy incapaz de ligarme a alguien como Ronaldo?

- Sí.

- Eeeeeh… ¿No me crees capaz de tener un novio como Ronaldo?
 
- No.

A veces molaría que tu familia no fuera tan sincera.

Y eso que no me gusta nada Ronaldo.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Pedazo faringitis

“Pedazo faringitis”.

Ese es el pronóstico que me dio el sábado la doctora de urgencias del centro de salud de mi barrio cuando la fui a ver.
No fue una sorpresa, no. Mi faringe y yo nos conocemos muy bien y ya sabemos que estas cosas pasan. Por eso, ya llevaba dos días automedicándome con analgésicos y antiinflamatorios (niños, no hagáis eso en casa) y la doctora me animó a seguir con ellos y añadirle unos antibióticos (“Si no te doy antibióticos, esto no va a mejorar”), además de una porquería yodada para hacer gárgaras.

Así que aquí estoy, en mis vacaciones, pasando los días entre medicinas químicas y remedios naturales, tratando de hacer más llevaderos unos días duros, en los que el dolor de garganta que he tenido ha sido muy superior al de faringitis previas. O tal vez es que, con la edad, mi umbral de dolor ha bajado y me he vuelto más quejica.

“A ti te quitaron las amígdalas, ¿verdad?”.

Pues sí. Porque soy de esa generación en la que quitar las amígdalas era lo normal. Y así me va, que en mi vida adulta creo que no he tenido ni un solo resfriado normal, que sólo tengo faringitis o amigdalitis (porque, aunque me extirparan las amígdalas, siempre dejaban algunas, al menos las de la lengua. Y de ahí la contradicción de que una persona a la que le han extirpado las amígdalas pueda sufrir amigdalitis).

Y porque no os he hablado de las flemas. Ay, mis flemas. Eso sí que no lo había sufrido de forma tan aguda desde que era niña. No entraré en detalles pero, ¡qué desagradable!

La fiebre está bajo control, pero también bajo vigilancia. “Vigílate la fiebre, no vaya a bajarte la infección al pecho”. Sería una novedad, que la infección fuera más allá de la faringe. Pero yo la vigilo, claro que sí, por si acaso. Que esta batalla aún no está ganada, pero sigo luchando con todas mis fuerzas.

Voy a seguir con unos vahos de eucaliptus.

En la foto, mis amigas las medicinas químicas. Los remedios naturales no han querido salir en la foto.

martes, 23 de diciembre de 2014

El palo

Seguro que habéis oído hablar del palo. Y no, no me refiero a aquel anuncio en el que un niño gritaba de felicidad como un poseso porque le regalaban un sencillo palo. Me refiero a eso que llaman por ahí bastoncitos para hacerse selfies y que tiene ya muchos detractores confesos.

Yo tengo un palo de esos. Lo digo alto y claro: TENGO UN PALO. Y me hace muy feliz.

Lo descubrí en Roma, en mi tarde de paseo por Villa Borghese: los vendían como churros por la plaza del Popolo romana. Y supe que me iba a comprar uno. No fue hasta cinco días después cuando en mi día libre romano, me compré uno junto al Coliseo. Regateando unos cinco milisegundos, conseguí pagar un tercio de lo que me pedía el vendedor. Yo regateando soy malísima, pero el vendedor que me tocó aún peor. La cuestión es que me compré un palo y, esa misma tarde, un mando a distancia que me permite hacer fotos con mi móvil gracias al bluetooth (porque mi móvil no tiene temporizador).

Admito que es un invento perfecto para turistas: montones de parejitas se paseaban por Roma con el móvil en el palo haciéndose fotos tiernas con los más famosos monumentos romanos de fondo. Y sí, admito que lo aproveché para hacerme alguna foto e incluso alguna foto de grupo con mis tres compañeros de excursión. Pero a mí el palo me parecía que era mucho más que eso. De hecho, en un primer momento yo no pensé en los selfies: pensé en la perspectiva que podría dar a las fotos. Así que me paseé por las termas de Caracala y por lugares romanos que ya conocía haciendo fotos desde una altura muy superior a mi metro sesenta y poco. Y, aunque experimenté poco, estoy contenta con el resultado.








Sí, soy de la opinión que el dichoso palo da mucho juego. Sirve tanto para el móvil como para cámaras compactas, aunque aviso a navegantes: enganchad bien la cámara y no hagáis como yo, que a base de hacer el tonto, me la acabé cargando. Pero eso es otra historia muy triste de la que no quiero hablar hoy.


Y para muestra, otro botón: un vídeo que grabé hace unas semanas en una guerra de bandas que tuvo lugar en mi ciudad (le he bajado mucho la calidad, para poder colgarlo sin demasiados problemas). Swing, lindy hop, visto desde las alturas.


 
La cuestión es que el palo es una maravilla y sirve para mucho más que para los manidos selfies. Que lo de hacerse fotos a uno mismo parece un reciente invento hortera, pero para las que de vez en cuando recorremos mundo solas, en ocasiones es la única manera de llevarte un recuerdo gráfico de tu paso por algunos lugares (y lo digo yo, que de muchos sitios maravillosos no tengo ni una foto de mí misma en ellos).

Lo que decía, el palo es estupendo. Y tan feliz me hace que, como primicia mundial, y sin que sirva de precedente en el blog, voy a colgar una foto mía. Utilizando el palo. O, como me gusta decirlo a mí, pescando fotos.



viernes, 12 de diciembre de 2014

De esto que... (III)

De esto que es 12 de Diciembre y te planteas que tal vez, sí, tal vez ha llegado el momento de sacar la sombrilla de la playa del coche. Y, aprovechando un viaje para sacar del maletero 25 Kg de tierra (sustrato universal) que vas a usar para sembrar más zanahorias (¡sííí!) y hacer un nuevo intento de plantar guisantes (ya veremos…), vas y sacas la sombrilla del coche. Y, ya que estás, también sacas la bolsa que llevas con una toalla, un biquini y un gorro, por si surge un plan inesperado para ir a la playa estando fuera de casa. Y ahí vas, por mitad de la calle, abrigada como si estuvieras en Canadá, con un saco de 25 Kg de tierra (sustrato universal), la bolsa de playa y la sombrilla. Porque, muy probablemente, no te van a salir planes inesperados para ir a la playa en los próximos meses.

O sí. Vete tú a saber.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

De esto que... (II)

De esto que te encuentras en la que probablemente es la ciudad más bonita del mundo y son las siete y media de la tarde y estás encerrada en una habitación negra de un hotel, redactando las recomendaciones y conclusiones de una reunión, después de pasar todo el día en la misma. De esto que lleva todo el día lloviendo y te mueres de rabia por no poder haber ido al Pantenón de Agripa, porque dicen por ahí que es un espectáculo estar en él cuando llueve. De esto que tienes media hora para hacer todo el trabajo o al menos para adelantarlo, porque luego te vas a la cena de grupo, porque no, no y no vas a renunciar a ella por trabajar, porque total, ya has quedado mañana a la hora de comer para tener otra reunión de trabajo y cuando te pones a echar cuentas de las horas que llevas curradas en los últimos dos días flipas un poco, aunque ahora entiendes esa sensación de que llevas en Roma una semana en vez de tres días. De esto que te entran ganas de tirar el ordenador por la ventana e irte por ahí, a pasear por la ciudad, a tomar unas cervezas con los colegas, a sentir la lluvia golpeando tu paraguas y chapoteando en los charcos (eso no, porque no te has traído las botas de aguas, desoyendo el consejo de tu madre que, una vez más, es más precisa con el parte del tiempo que Maldonado) y a poder sentir que sí, efectivamente, estás en la que es probablemente la ciudad más bonita del mundo, aunque de momento no la hayas visto apenas. Pero no lo haces y empiezas a procrastinar un ratillo hasta que te dices a ti misma que no, que las conclusiones van a quedar perfectamente redactadas en un plis, porque sino lo vas a tener que hacer más tarde, después de la cena de grupo, cuando litros de alcohol corran por tus venas (ojalá). Aunque bien pensado, tal vez esas conclusiones quedarán mejor escritas bajo los vapores etílicos de…

¡BASTA!

¡A trabajar!

Al próximo que me diga “¡Qué envidia! ¡Te vas a Roma!” me lo traigo a la reunión. A trabajar. A tiempo completo, con horas extras no pagadas y sin descanso para comer.

Ea.

En la foto, la sede de la reunión. Si esto es bonito, imaginaos el resto de la ciudad. Como hago yo.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Va de meme

Llevo un par de semanas con un ritmo blogueril lento, muy lento, no sólo de escribir, sino también de leer. Tengo entradas propias pendientes de publicar, de redactar y hasta de pensar y tengo entradas ajenas pendientes de ojear, de leer y de contemplar. La vida es así, el cansancio es así y la pereza es así.

Echando un vistazo por encima a las entradas de los blogs que leo normalmente, me he encontrado un meme en el blog de Gordipé que también ha hecho mi hermana la gafapasta, así que me ha parecido una buena manera de quitarme la pereza blogueril.

¿Qué sería yo si fuera…? (Ojo, voy a poner lo que creo que yo sería, no mis cosas favoritas).

Un animal. Un oso, porque en invierno tiendo a hibernar.

Un libro. Uno de papel, de esos que pasan desapercibidos en las estanterías, pero que te sorprenden cuando los abres. Por ejemplo, “La isla de los cazadores de pájaros” de Peter May.

Un coche. Un utilitario, sencillo, útil, austero, pero con un par de detalles graciosos.

Una película. "Amelie" de Jean-Pierre Jeunet. Porque me gusta sonreír. Y por el gnomo viajero.

Un árbol. Una higuera. Sí, sí, la respuesta obvia hubiera sido un ginkgo, pero no creo que sea tan fuerte como ellos. Yo soy más higuera.

Una canción. Depende del día. Así, en general, he sido durante bastante tiempo “High Hope” de Glen Hansard, soy a menudo “La luz de la mañana” de Facto Delafé y las Flores Azules y ahora creo que soy “Song beneath the song” de Maria Taylor (y no porque salgan ginkgos en el video).

Una bebida. Agua. Clara y transparente.

Una comida. Una ensalada de lechuga y con todas esas cosas tan sanas, coronada por queso de cabra y maíz tostado.

Una prenda de vestir. Unos zapatos, más cómodos que bonitos. Pero un poco bonitos también.

Un cuadro. Un cuadro de Edward Hopper, pero no sé cuál. Puede que éste, éste, éste o, más probablemente, éste.

Un edificio. La Hundertwasserhaus de Viena. O igual la Casa Danzante de Praga.

Y con estoy y un bizcocho, se acaba el meme por hoy. No nomino a nadie. Imaginad si nomino a alguien y no lee esto y no lo hace y yo me siento fatal y… y… Vamos, que quien quiera, que lo haga y que se lo pase tan bien como yo haciéndolo.


En la foto, el faro del puerto de Águilas (Murcia), que no tiene nada que ver con la entrada, pero me apetecía ponerlo aquí.

jueves, 3 de julio de 2014

C2

Creo que no he dado suficiente importancia a un acontecimiento muy significativo en mi vida en las últimas semanas: he aprobado el nivel C2 de inglés.

Para el que no lo sepa, el nivel C2 es un nivel muy alto, es un nivel de “sé mucho inglés”. Así que aprobarlo ha sido todo un reto. Un reto que me ha llevado tres años.

Llevo mucho utilizando el inglés de manera habitual en mi vida. Viajo a menudo al extranjero por trabajo y las reuniones son siempre en inglés. También lo uso en el día a día, en la lectura y redacción de informes y artículos científicos, en la correspondencia con colegas. He ido a curso de formación en inglés e incluso he dado yo cursos en ese idioma. Antes solía leer de manera esporádica en inglés, pero desde hace algo más de un año, suelo tener siempre un libro en inglés en marcha. Veo series y películas en inglés, no todas, pero sí bastantes. Y hace bastantes meses que tengo por costumbre llevar puesta una emisora inglesa en la radio del coche.

Vamos, que se podría decir que sé inglés.

Eso no quita que tenga momentos de crisis, tampoco implica que entienda todo lo que está escrito en inglés y, sobre todo, todo lo que oigo. Tengo un inglés aprendido en colegios y escuelas de idiomas. Nunca he vivido ni he pasado un período medianamente largo en un país anglosajón. Pero he aprendido inglés, me mola aprender y me molan los idiomas.

Decía que he tardado tres años en aprobar el nivel C2. El primer año, no me lo tomé muy en serio. Aún estaba con la sorpresa de haber aprobado el C1 sin haber estudiado nada, así que no creía que fuera a aprobar el C2 a la primera. Encima, la semana del examen de junio fue una de las semanas más horribilis de mi vida: tenía que depositar la tesis, mi padre tuvo un desprendimiento de retina y alguien que creía importante en mi vida resultó que no lo era tanto. Fui al examen pero ni lo acabé: mi padre entraba en quirófano esa misma tarde y me pareció absurdo estar allí, examinándome de algo para lo que no estaba ni remotamente preparada.

El segundo año fue aún peor. Empezó el curso el día que defendía mi tesis doctoral y, aunque me ha costado tiempo darme cuenta, caí en un bajón intelectual importante. No tuve una depresión post-tesis ni nada eso, sino que le había dedicado tantos años, tanto esfuerzo, tanto de mi misma a esa tesis que me quedé vacía. No tenía energía para seguir dedicando mi tiempo libre a estudios. Eso, unido a alguna crisis sentimental me llevó a abandonar el curso cuando faltaban varios meses para que acabara. Me disculpé con el profesor, para que no creyera que era culpa suya, y decidí postergarlo todo el tiempo que hiciera falta.

Y llegó el tercer año. El último con derecho a clases presenciales. Dudé si matricularme o no, no sabía si tendría la energía que necesitaba para seguir el curso y, sobre todo, aprobarlo. Pero me sentía fuerte, animada y me lancé. Y esta vez, sí, gané. Ha sido un curso largo, intenso. He tenido el mismo profesor que los años anteriores, un profesor que me ha gustado mucho y que cada año ha dado las clases de manera diferente. He ido a clase siempre que mis viajes laborales me lo permitían. No he faltado ni un solo día por pereza, aburrimiento o porque prefería quedarme en casa. Y a eso, no lo voy a negar, ha colaborado que en mi clase hubiera un chico mono. El chico mono de inglés, como lo llamaba yo. Era simplemente eso, un chico mono y majo y un aliciente para obligarme a ir a clase. No ha sido más que eso. He hecho los deberes siempre que he podido, incluso a horas intempestivas de la noche. He leído bastantes libros. He convertido el inglés en parte de mi vida. Y he aprobado. Haciendo el examen, no estaba muy segura de haber aprobado pero sí que lo disfruté, disfruté de lo que estaba haciendo, no me resultó un examen pesado ni terrorífico. Me resultó natural hacerlo.

Debo admitir que no he tenido notas espectaculares, de media menos de 7. Pero he conseguido hacer algo que tenía empezado. Por una vez, no he dejado una cosa a medias.

Me llena de orgullo y satisfacción.

Je.

La verdad es que no creo que sepa más inglés del que sabía antes de aprobar este examen. La verdad es que no creo que sepa mucho inglés. De hecho, la semana en el curso en el que estuve, tuve momentos de crisis lingüística de no entender nada. Pero estoy contenta de haber superado este reto. Ya tenía ganas de poder superarlo y dedicar el tiempo de clases y estudio de inglés a otras cosas. Ya veremos a qué.

Ayer me matriculé en el nivel básico de francés.

En la foto, un gato en Moni Chrisoskalitissis, un monasterio en el sudoeste de Creta, la última vez que estuve allí, hace ya demasiado. No tiene nada que ver con la entrada, pero es parte de la foto que tengo ahora mismo de fondo de pantalla. Y me gusta.

viernes, 27 de junio de 2014

Azul

Tengo una pequeña mancha azul en el pie izquierdo, en la cara interna, justo al lado del (excesivo en mi caso) puente y no muy lejos de mi lunar del talón. Es una mancha de pintura. Hace ya varios días que la tengo y no se acaba de borrar. Debo admitir que no he puesto mucho empeño en eliminarla. Es pequeñita, casi medio centímetro de largo y un par de milímetros de ancho, pero no tengo ganas de que desaparezca. Es uno de los pocos recuerdos físicos que conservo de los últimos días de mar. Otro es una anilla metálica que era circular y, por un golpe mal dado, se volvió elíptica. Y el tercero es una pegatina de un local que alguien pegó bajo un asiento de mi coche en una última noche de copas (y botellón, ¡a mi edad!) en tierra.

En el mar, todo se degrada por el salitre y, de vez en cuando, hay que picar la pintura de los barcos y volver a pintar. En nuestros días de mar, hubo tiempo también para eso. Algunas gotas de pintura azul cayeron dispersas por el exterior de la cubierta del puente. Yo, que tenía que salir fuera a ponerme mis zapatos de seguridad de suela en desintegración, me debí manchar con esas gotas en algún momento. Fueron manchas diminutas, casi sutiles: una en uno de mis calcetines, una en el pie.

Mi mancha en el pie me recuerda que, no hace tantos días, yo estaba en el mar. Con todo lo que eso significa.

Volver a tierra fue toda una vorágine, no sólo de sentimientos, sino también de eventos. No todos agradables. Los escasos días en casa, antes de volver a coger un avión, fueron mucho más frenéticos de lo esperado, con algún susto hospitalario familiar incluido. Así que, casi sin tener tiempo de pensarlo, pasé del barco a casa, de casa al hospital y del hospital al avión. Sin tiempo para digerir como se merece los días de mar, engullida por una nueva vorágine viajera, con sus propias complicaciones digamos que personales de las que tal vez, sólo tal vez, algún día hablaré.

Por eso, esta mancha azul me ayuda a recordar el mar, las cosas buenas del mar. Es un vínculo sutil y extraño, no es bueno añorar cosas que sólo han pasado unos días antes, pero tampoco quiero desprenderme de esta conexión tan bruscamente. Los días de mar deben desaparecer sutilmente, no a golpe de un nuevo viaje que elimine lo anterior, sino diluirse poco a poco, como los restos de pintura azul en mi pie izquierdo. Y así, un día, cuando desaparezca la pintura, desaparecerá también ese vínculo invisible, esa conexión que aún perdura.

Pero la anilla y la pegatina seguirán ahí.

En la foto, mis zapatos de seguridad, con sus suelas desintegrándose y algunas gotas de pintura azul rodeándolas.