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domingo, 2 de julio de 2017

Lo del orgullo

Ayer seguí durante un rato la celebración del Orgullo en Madrid a través de la radio, mientras conducía por carreteras del centro de la isla. La retransmisión me pareció muy emocionante y me dio pena no haber podido seguirla más, tanto por la radio como un rato antes por la tele, mientras aún estaba en casa. Me emocionó porque me parece maravilloso que la gente pueda salir a la calla a decir aquí estoy, soy así y estoy orgulloso de ser así. Esto, que parece tan sencillo y tan obvio, no lo es cuando tenemos en cuenta la cantidad de países en los que la homosexualidad es directamente delito y otros en los que implica pena de muerte. Y por eso me parece maravilloso lo que se vivió ayer en Madrid, lo que se ha estado viviendo durante toda esta semana. Este país tendrá muchas cosas malas, pero que la celebración de la diversidad pueda vivirse así, de manera natural, es genial. Y necesario.

Entiendo que no a todo el mundo le parezca bien lo del orgullo, que les resulte indiferente, les moleste y hasta les escandalice o que incluso parte del colectivo teóricamente allí representado no esté de acuerdo con que las cosas se hagan así, que haya esa exhibición pública de sentimientos, orientaciones y emociones. Pero eso es normal y no le daría más importancia. Yo soy mujer y no me siento identificada con todo lo que otras mujeres hacen. Yo soy bióloga y no me siento identificada con Ana Obregón. ¿Y qué más da? Pues nada. Vive y deja vivir. Celebremos la vida, la diversidad y la alegría. Celebremos que vivimos en un país en el que se puede vivir sin tener que ocultar lo que uno es, aunque aún queden resquicios retrógrados de intolerancia. Celebremos lo que se ha conseguido tras años y años de lucha. Recordemos a los que lucharon por llegar aquí y no pudieron verlo. Hagámoslo por los que no pueden hacerlo, los que no pueden gritar en público ni llevar una vida normal acorde con su forma de amar.

Yo soy heterosexual, pero tengo mucha gente a la que quiero mucho con otra orientación. Por eso creo que es necesario este tipo de marchas, de reivindicaciones, de manifestaciones; porque gente muy bonita a la que quiero mucho podría ser detenida y hasta asesinada por ser lo que son; porque aún hoy día en nuestro país las orientaciones no-heterosexuales (y lo llamo así porque quiero englobarlo todo, homo, bi, tran, a, etc) siguen provocando el rechazo de algunas personas y algunos colectivos. Y, ¿qué queréis que os diga? Que me parece triste, muy triste. Porque al fin y al cabo hablamos de amar y, posiblemente, amar es el único don que compartimos todos.



“Ama, no hay otro don”.

La frase no es mía, la encontré escrita en Monte Toro, Menorca, hace más de diez años. Me impresionó entonces  y me sigue impresionando ahora. No se me ocurre mayor concentración de sabiduría en sólo cinco palabras. Así que amad, amemos, y estad orgullosos de quienes sois, de quienes somos. Vida no hay más que una y es nuestro deber vivirla como mejor sepamos, amar a quien queramos. Y a quien no le guste, que no mire.

En la foto, las banderas que los autobuses de mi ciudad han lucido estos días. Hoy, actualizando desde un avión con destino a Copenhague.

martes, 6 de junio de 2017

Etapas

Estos días acaba una etapa en mi vida, por fin. Acaba una etapa que empezó hace más de medio año, cuando me apunté primero a unas oposiciones que acabaron hace menos de una semana y después a otras oposiciones que acabé hace ya algunas semanas más.

Han sido unos meses largos, duros, diferentes y enriquecedores. Han sido meses de mucho estudio, de muchos sacrificios, de renunciar temporalmente a mi vida laboral y parcialmente a mi vida personal. De anteponer el futuro al presente, de intentar convencerme a mí misma de que todo esto valía la pena. Han sido meses de retos, de miedos, de nervios, de vértigo cuando empecé a ver que las cosas iban saliendo bien, de frustración al ver cómo se me escapaba el tiempo entre los dedos, encerrada en casa. De aprender mucho, mucho, y no hablo sólo de estudiar.

Y lo más raro de todo es que no tengo ninguna gran lección que explicar de todo esto, no tengo ningún consejo sabio ni ninguna declaración significativa que compartir con vosotros. Porque no siento que lo que he hecho haya sido en absoluto extraordinario. No voy a decir que lo de menos es el resultado, porque mentiría, porque sé que no me sentiría así si mi nivel de éxito no hubiera sido el que ha sido (cien por cien), pero es cierto que lo he hecho y punto. Lo he hecho porque creía que lo tenía que hacer, porque había llegado el momento y vi la oportunidad (vi dos oportunidades), la(s) cogí, dediqué todas mis energías a eso y acerté, igual que en otras ocasiones fallé. Pero no tengo mucho más que decir.

Y como ya dije cuando acabé una etapa anterior (la tesis) y que en su día copié de otro sitio, cuando no sabes qué decir, di gracias. Y eso sí que creo que es importante. Porque ha habido un montón de gente que ha estado ahí en todos estos meses, mi familia y amigos, mis biogossip girls, mis chungos, mis incombustibles, mis tejedoras, amigos a los que he robado un montón de tiempo por estudiar y prepararme; mis compañeros de trabajo que asumieron mis funciones en mi ausencia sin dudarlo; mis superiores que entendieron que necesitara desaparecer temporalmente para conseguir mi objetivo; la gente de mi vida 2.0 que me ha apoyado desde el otro lado de las pantallas y me ha acompañado físicamente en mis cuatro viajes a Madrid (no sabéis lo que me ha ayudado encontrar el lado lúdico a esos viajes opositores); los que me han retado, los que me han pedido más, los que me han asegurado que sí que podía cuando casi no me quedaba energía. Madre mía, la de gente que ha estado ahí, apoyándome de una y mil maneras diferentes. No os podéis hacer a la idea, de verdad que no.

Así que ya está, gracias a todos. Una etapa ha acabado. Y lo que tengo delante es, simplemente, fascinante. Y espero que todos sigáis ahí. No sé lo que va a venir, no sé lo que va a pasar, ni siquiera sé lo que haré. Pero ya llegará el momento de saberlo, de descubrirlo, de decidirlo. De momento, mañana me voy al mar. Vuelvo al mar, por fin, casi un año después. Con las baterías a medias, con el respeto que siempre me impone el mar, con la emoción que siempre siento en el mar.

Me voy al Festival de Primavera. Gone fishing. Toca paréntesis marino.

La foto no tiene nada que ver, pero qué bueno estaba.

viernes, 24 de marzo de 2017

Primavera

Igual hoy no es el día más adecuado para escribir sobre la primavera, con este tiempo gris, frío y lluvioso, aunque en realidad la primavera es precisamente esto: la incertidumbre, días veraniegos alternándose con días invernales. Y la realidad es ésta: estamos en primavera.

Y mi balcón lo sabe. Bueno, los narcisos andan un tanto despistados: sus hojas crecen y crecen y crecen y crecen, pero no ha visto una sola flor todavía.

Los saben las buganvillas, las tres plantas, que están empezando a echar hojas, por fin, después de muchas semanas en las que me he llegado a plantear si habían muerto.


Lo saben las capuchinas, que llenan de color el balcón, aunque tengo que ir pensando en hacer algo porque se empeñan en crecer sobre hacia el suelo.


Lo saben las habas, ya he recogido unas cuantas, aunque la finalidad de plantarlas fue nitrogenar el suelo para cuando plante los tomates (creo que ya va siendo hora…). [La foto se empeña en quedarse en horizontal].



Y lo sabe mi bosque de gingkos, sí, por supuesto. Todos están ya echando hojas, o a punto de hacerlo. Me fascina ver esa explosión silenciosa primaveral y continua, esas hojitas diminutas que salen así, de golpe, de sus peladas ramas, con su color verde brillante. Me alegra verlos revivir y comprobar que, un año más, han sobrevivido a un invierno en maceta. Ojalá algún día pueda trasplantarlos a un lugar más adecuado para ellos, para que crezcan en todo su esplendor y den sombra fresca. Pero de momento, me dedico a contemplarlos de cerca.



lunes, 23 de enero de 2017

Por qué me gusta hablar de lucha

Nos estamos volviendo tontos.

Muere una tía joven, con mogollón de años de vida teórica por delante y nos enzarzamos en discusiones de por qué su tío le desea un buen viaje si es ateo (“¿viaje a dónde? Si no crees en un Cielo”) o por qué se habla de lucha contra una enfermedad, cuando no es una lucha, sino que es eso, una maldita enfermedad la que ha acabado con ella.

Llamadlo como queráis.

Como leí el otro día, dejad que la gente coma lo que quiera y se folle a quien quiera.

A mí me gusta hablar de lucha, de batalla. Ya escribí sobre eso hace dos años, en tiempos más oscuros. Y me (auto)cito textualmente (redoble de tambores, por favor): “La vida es, ni más ni menos, una lucha continua contra la muerte. Podemos ganar algunas batallas y, por supuesto, celebrarlas, pero no deberíamos olvidar que la batalla final, la definitiva, la tenemos perdida. Desde el principio”.

Desde un punto de vista estrictamente biológico, la vida siempre, siempre se intenta abrir paso. En todas las situaciones, en todo momento, el objetivo del ser vivo (cualquier ser vivo, desde un virus hasta una secuoya) es sobrevivir y, a ser posible, procrear para perpetuar la especie y los genes propios. Por eso crecen hierbecillas entre las aceras de las ciudades, por eso los leones matan a las cebras para poder alimentar a sus crías, por eso las cebras intentan proteger a sus crías de los leones, por eso hasta en época de guerra los humanos se siguen enamorando y teniendo niños. La vida (al menos como la conocemos en este planeta) lucha continuamente por mantenerse con vida, por no morir.

Esa misma característica propia de la vida (sobrevivir, mantenerse con vida) es la responsable del cáncer. El cáncer no es una enfermedad única, el cáncer no es un bicho, no es un virus, ni una bacteria, no. Un cáncer es un crecimiento incontrolado de nuestras células del cuerpo. Las células cancerígenas, en primera instancia, son células normales, de nuestro cuerpo, que tratan de sobrevivir. Una célula normal se forma (a partir de otras células, pero no entraremos en detalla), crece y, cuando le llega el momento, cuando se hace vieja y deja de cumplir su función, muere. Una célula cancerígena se olvida de morir. Algo en ella, no sé sabe qué, algún mecanismo más o menos desconocido (cada vez se sabe más, cada vez se conoce más) se estropea y hace que crezca y crezca sin parar, que se divida en nuevas células que son como ella, que también se han olvidado de morir. A veces crecen tanto, que acaban cambiando de sitio en el cuerpo, no caben donde están, su micromundo es demasiado pequeño y viajan por el torrente sanguíneo a otra parte del cuerpo. Esa es la metástasis.

Todos sufrimos incontables “cánceres” a lo largo de nuestra vida. Todos. E incontables. Yo cuando me enteré de esto en la universidad, flipé. Pero es así y nuestro cuerpo está preparado para eso, tenemos un sistema inmunológico que es la defensa (ejem, ya estamos con la terminología militar) natural del cuerpo contra las cosas que no van bien (como el virus de la gripe o esas células locas que se han olvidado de morir). El cuerpo combate (ya estamos con las guerras) y destruye organismos infecciosos (o cualquier cosa que detecte como “esto no debería estar aquí”). Así, en la gran mayoría de los casos, nuestro sistema inmune detecta esas células inmortales y acaba con ellas. Pero en algunos casos, no. ¿Por qué a veces sí, a veces no? Como siempre, se sigue estudiando.

Cuando esas células inmortales siguen creciendo sin que el cuerpo acabe con ellas (porque no sabe cómo hacerlo, porque no tiene fuerzas para hacerlo o porque no las detecta como malas) hablamos de un cáncer. De nuevo aquí, la vida intenta abrirse paso y por eso los humanos han desarrollado tratamientos para eliminar esas células inmortales. Hablamos de quimioterapia, hablamos de radioterapia, hablamos de inmunoterapia. El objetivo es matar, matar, matar. Como cualquier historia de supervivencia natural, la muerte de unos (en este caso, unas células inmortales) es la vida de otros (en este caso, un humano).

La cuestión es que estas terapias no siempre funcionan igual, no dan los mismos resultados en todos los pacientes. ¿Por qué? Ni idea. Aquí es cuando los puretas del buenrollismo hablarán de la actitud, de ser positivo, de blablablá. En fin, dejémonos de cursiladas y no nos olvidemos del sistema inmunológico: el cuerpo está intentando eliminar también esas células malignas. Es decir, el sistema inmunológico del cuerpo está luchando, o intentando luchar contra eso que no debería estar allí. De hecho, hay terapias anticáncer que lo que hacen es incrementar la actividad del sistema inmunológico para conseguir que sea el cuerpo el que elimine del todo esas células inmortales, la inmunoterapia (por ejemplo, la terapia del bacilo de Calmette-Guérin, BCG).

Así que mi conclusión es que me gusta hablar de “lucha” y de “batalla” no porque me imagine a una persona con cáncer dándose de hostias con el mundo, ni porque si un enfermo sonríe crea que se va a curar, ni que porque alguien vaya con un pañuelito rosa tenga más posibilidades de curación que alguien a quien le repugna el rosa. Me gusta hablar de lucha y de batalla porque pienso en sus glóbulos blancos atacando a esas células inmortales, que a su vez son atacadas por sustancias químicas o radiaciones que han llegado sorprendentemente desde el exterior. Me imagino a los glóbulos blancos ahí, luchando encarnizadamente contra esas células que se han vuelto malas (¡antes eran amigas!) y sorprenderse al ver llegar refuerzos (esas sustancias químicas extrañas, esas radiaciones) en plan película de guerra (“¡¡llegan los refuerzos!!”). A veces, entre las células del sistema inmune y los refuerzos permiten eliminar las células malignas. A veces, ni con refuerzos se acaba con ellas y se pierde la batalla.

Por eso me gusta hablar de lucha y de batalla. Porque mi formación biológica me hace pensar a nivel celular, me hace conocer qué pasa (y si no lo sé, me pongo a buscarlo para enterarme) y me hace creer que nuestro sistema de defensa está ahí para eso, para defender, para luchar, para ganar batallas.

O es que capítulos como este de “Erase una vez la vida” me marcaron demasiado.

Pero igual no me tenéis que hacer caso porque yo estoy muy para allá. Qué sabré yo. Hasta hablé de “batalla cruenta” a una tontería que pasó en las macetas de mi casa.

Así que venga, no os enfadéis. Abrazad a la persona que tengáis más cerca (y os apetezca abrazar), decid lo mucho que queréis a quien queréis mucho y disfrutad de la vida. Que esto es muy cortito y aquí hemos venido a ser felices.

Y acabo con música, claro que sí, con esta canción que tanto, tanto, tanto me hace vibrar.

viernes, 20 de enero de 2017

Fuego y agua

La noche del 19 de Enero, las calles de mi ciudad se llenan de gente, de fuego, de humo, de olor a embutidos asados, de luz, de música, de fiesta.

Es una noche fría, siempre, y lluviosa casi siempre. Pero no importa, ni el frío ni la lluvia impide a los llonguets, a los palmesanos, llenar el centro de la ciudad, convertido por una noche en peatonal, en un gran escenario al aire libre en el que se mezcla lo social, lo cultural, lo gastronómico y lo tradicional. Es una noche de patear la ciudad, de ir de aquí allá, de desear desdoblarse para ir a varios conciertos que se solapan, de bailar en una plaza, de improvisar dónde cenar, de ver a la gente de siempre, de ver a gente que casi nunca ves, de tomar unas herbes aquí y una caña allá, de acercarte a las hogueras para disfrutar de la luz y del calor del fuego, de bailar en un hueco diminuto en los bajos de un bar, de disfrutar de las luces de Navidad que iluminan la ciudad recordando que ya, en cualquier momento, desaparecerán, de cantar hasta quedarte sin voz, de hablar hasta que te duele la garganta, de reír hasta olvidar qué te ha hecho reír, de pasearte con un paraguas bajo el brazo, de cruzar los dedos para que esas gotas que caen no vayan a más, de volver a casa a pie, cansada, pensando que ya está, que ya ha pasado otra revetla y que, una vez más, ha sido única e irrepetible.

Y después de esa noche mágica, llega la mañana fría y lluviosa, de truenos y rayos, de lluvia y granizo, y poco a poco toda la luz, toda la alegría, todo el fuego de la noche anterior se va difuminando, va desapareciendo dejando un poso dulce y alegre; la lluvia apaga el fuego, las hogueras, las llamas, pero queda ese poso, las brasas que, aunque parecen dormidas, están ahí e sobrevivirán hasta el año que viene, hasta el próximo 19 de Enero en el que, de nuevo, el fuego gobernará.

Y así, un año más, anoche fue fuego. Y hoy, agua.

Visca Sant Sebastià!

En la foto, el fogueró, la hoguera, de la Plaza Mayor.

domingo, 1 de enero de 2017

Uno de enero

Año Nuevo, agenda nueva.

El 1 de Enero es un día maravilloso. Dormir hasta tarde, el concierto de Año Nuevo y pollo a l’ast. Si no haces nada de provecho en todo el día, no pasa nada. Como máximo, el 1 de Enero puedes empezar a planear, organizar o desear cómo será tu año. Porque, a estas alturas, el año que empieza, los 365 días que tenemos por delante, puede ser cualquier cosa. Y, aunque sólo dependa de uno mismo en parte, hay que intentar que ese “cualquier cosa” sea maravilloso.

Pero yo había venido aquí a hablar de mi agenda.

Uno de Enero, cambio de agenda, agenda nueva.

Y yo, que soy muy de quedarme en mi zona de confort, repito agenda: pequeña, semana vista en la página izquierda y hoja a rayas en la página derecha, que utilizo para hacer listas de cosas pendientes, en plan bullet journal. Es una agenda Moleskine. La del año pasado la compré en el aeropuerto de Roma. La de este año la encontré en el aeropuerto de Hamburgo, cuando aún ni me había planteado cómo quería mi agenda de 2017. Pero la vi y decidí que la quería, me gustaba mucho tener “El Principito” en la portada de mi agenda 2016 y me parecía una buena idea volver a tenerlo de nuevo en 2017. Además, esta vez la portada lleva una frase de la dedicatoria del libro que me encanta, “Todas las personas mayores han sido primero niños. Pero pocos lo recuerdan”. Y creo que no está mal para recordarla cada día, por si algún día durante este 2017 se me olvida.

Así que allá vamos, 2017, con agenda nueva y energías nuevas, a por todas. Que 365 días pueden dar para mucho.

En la foto, mi agenda de 2016 (izquierda) y la de 2017 (derecha). Fabulosas ambas.

sábado, 31 de diciembre de 2016

2016

Lo voy a decir desde el principio, para que nadie se sorprenda más adelante: 2016 ha sido un buen año para mí.

Lo confieso, sí, ha sido un buen año. Igual exagero, igual sólo debería decir que 2016 NO ha sido un mal año. Así, de memoria, ésa es la sensación que tengo, que no ha estado mal. No ha sido alucinante, no ha sido terrorífico. Estaría en algún punto intermedio pero tendiendo hacia lo bueno. Bastante bueno, diría yo. Al menos es como lo siento. Y no creo equivocarme.

De hecho, tengo pruebas.

A principios de 2016, alguien compartió en algún sitio (no recuerdo quién ni dónde, aunque creo que fue en facebook) una iniciativa/idea/propuesta que me llamó la atención: se trataba de apuntar en papelitos las cosas buenas que te iban pasando a lo largo del año y guardarlas en un tarro de cristal. Así, al final de año, podrías repasar todo lo bueno que te había ocurrido. Me pareció una idea maravillosa y decidí hacerlo, sustituyendo el tarro de cristal por una caja metálica que tengo y que nunca había usado porque en la parte superior tiene una raja, en plan hucha. Es decir, era perfecta para el propósito de la propuesta.

Y eso he ido haciendo a lo largo del año: apuntar en un papel momentos en los que he sido feliz, con su fecha correspondiente. Sé que no está todo lo que me ha hecho feliz, lo sé porque ha habido veces que no he recordado la existencia de la caja metálica y han pasado semanas enteras sin que apuntara nada. Es decir, hay cosas que no están y deberían estar, pero lo importante es que todo lo que está es porque debe estar.

Así que hoy, 31 de Diciembre, he abierto la caja y revisado los papeles. Para ser precisos, debería haberlo hecho mañana: hoy aún es 2016 y aún hoy pueden pasar cosas maravillosas. Pero es mi manera de dar por concluido el año, de cerrar este 2016 tan curioso. Y, ¿sabéis lo que me he encontrado? Esto:


Un total de 134 papelitos (bueno, alguno más, porque me he encontrado recuerdos repetidos) de todo tipo: papelitos de colores, papelitos blancos, papelitos a cuadros, trozos de papel de algún anuncio o de cualquier cosa en los están escritas una fecha y algunas palabras que me han recordado un momento feliz. Los he desdoblado cuidadosamente, los he leído tal y como iban apareciendo y los he ordenado por meses. Luego los he vuelto a leer, por orden, y a numerar.

Y, ¿sabéis que me he encontrado? Un montón de recuerdos bonitos. He encontrado momentos que me han hecho sonreír, momentos que me han hecho decir eso de “Ah, ¿pero eso pasó este año?”, momentos que no recordaba (pocos, pero alguno ha aparecido). Hay recuerdos de todo tipo:

Hay conversaciones con amigas (23/01:“Me gusta uno bajito”. “Ahora se llevan los bajitos”).

Hay escenas costumbristas (24/01 “Conduciendo de Campos a Palma, con el calor del sol y una canción chula en la radio”; 20/02: Subir a las 10 a casa de los papis porque el fijo no va y tienen el móvil apagado y descubrirlos con cara de pillos comiendo churros con chocolate”).

Hay mucho baile, mucho swing (19/02: “Bailar, bailar, bailar. Con parejas nuevas o con leaders con los que bailaría siempre.”; 2/10: “Bailando ‘In the sunny side of the street’”; 30/10: “Bailando, bailando, bailando!").

Hay incluso recuerdos que ahora me ponen un poco triste (01/03: “La Grand Place de Bruselas a las 7:45 y -2ºC”, mi último viaje a Bruselas, poco antes de los atentados).

Hay recuerdos de viajes (10/04: “Far de Cavalleria. Menorca. Un lugar al que volver siempre”; 15/09:”Kiel. Waiting for the bus to the airport. By the fjiord, with sun and perfect wind, listening to a great song. Absolutely happy” -Sí, hay cosas en inglés también. Y hasta en gallego; 20/9: “Hondarribia. Pintxos. Sidra. Txacolí. Pacharán”; Octubre: “Ponza + Palmarola Aguas cristalinas. Buena comida. Y aquel baño loco en el mar, a medianoche, después de una opulante cena”.

Hay momentos gastronómicos (6/1: “Roscón de Reyes casero!”; 6/5: “El cocido gallego del MO”; 07/09: “Parrillada de marisco y merluza a la cazuela. Qué felicidad”).

Hay hasta momentos materialistas (11/12: "Mi Lamy edición especial. Y mi libreta HP; Noviembre: “Mi edredón italinao, descubierto en Alemania, comprado online”).

Hay momentos que inevitablemente me hacen feliz (10/04: “¡Primer baño de la temporada! Cala en Forcat. Menorca”; Noviembre: “Roma. SIEMPRE”).

Hay recuerdos sencillos con amigos (7/05: “Tomando colacao y cruasán de jamón y queso a las 2 de la mañana”; 10/5: “Jacques Coustau, Felix Rodríguez de la Fuente”; 13/08: “Cumple de J”; 19/9: “Una hora al teléfono, hablando de lo divino y humano”; 2/10: “Aeropuerto de Roma. Un mensaje de I. No ha cogido su vuelo. Nos tomamos algo juntos y charlamos”; 20/12: “De cervezas y vinos con X, MJ y B”).

Y hay mar, mucho mar, muchísimo, muchísimo mar. Hay tanto mar que lo resumiré con un único recuerdo: 14/06: “Volver al mar después de Madrid. El mar me calma. El mar me salva”.

Y hay gente, bastante gente. Gente nueva, gente de siempre, gente que sólo aparece una vez, gente que aparece de manera bastante recurrente (en algunos casos, de manera casi preocupantemente recurrente), que es la gente que más quiero, está claro.

Y luego está todo lo que falta, todo lo que no recordé apuntar en su momento, todo lo que sigue aún en mi cabeza y todo lo que he olvidado.

Sí, este 2016 ha sido un buen año. Esperemos que 2017 sea, como mínimo, igual.

PD: Después de ordenar todos los recuerdos, los he metido en un sobre (sí, me he equivocado, iba a escribir “21..” y por eso el 0 es tan feo. Bueno, los demás números tampoco son muy bonitos, pero bah) que cerraré en las próximas horas (¿quién sabe? Aún puedo ser feliz de aquí a medianoche). Y ahí quedarán, hasta que algún día me apetezca volver a recordarlos.

PD2: No tengo ni idea si durante 2017 volveré a hacer lo de los papelitos. Tal vez sí. Tal vez no. Dejemos que 2017 nos guíe. Lo decidiré mañana. 

 

martes, 1 de noviembre de 2016

OT

No tenía ninguna intención de escribir sobre “Operación Triunfo”, ninguna. De hecho, ésta iba a ser la semana de los viajes en el blog pero claro, el blog es mío y hago con él lo que quiero. Y aquí estoy, tumbada en el sofá pensando en el fenómeno OT sin poder evitarlo. Ayer me tragué el concierto entero y esta tarde he llorado como una magdalena viendo la tercera parte del documental del encuentro, que aún no había visto. (Aunque, como he dicho en Twitter, no era yo, eran mi ciclo menstrual).

Lo más curioso de todo es que nunca fui una gran fan de OT. Sí que vi la primera edición y me sé el nombre de todos los concursantes, pero no recuerdo haber comprado ningún disco en su día. No recuerdo qué escuchaba en aquella época, era cinéfila y fan de las bandas sonoras cinematográficas, aunque el pop siempre me ha gustado. Y así y todo, he vivido todo el reencuentro con gran ilusión y alegría y vibré como la que más con el momentazo Chenoa-Bisbal en “Escondidos”. ¿Qué me lleva, qué nos ha llevado a muchos a seguir este reencuentro con la emoción que lo hemos seguido?

Obviamente, hay una parte de gente que fueron fans en su día y hoy les gusta recordar todo aquello que vivieron. Pero puede que otros que no fuimos fans pero sí que lo vivimos, nos sintamos identificados por varios motivos. El primero es la edad: estoy en la franja de edad de los concursantes y he crecido y madurado con ellos. De hecho, yo misma empecé a trabajar en lo que sigo trabajando sólo unos meses antes de que ellos entraran en la academia. En estos quince años, ellos han evolucionado en su carrera musical como yo en mi carrera científica. Supongo que por eso me ha gustado verlos, ver cómo les ha tratado la vida, qué ha sido de sus vidas, vividas en paralelo a la mía: desde sus inicios a esa serenidad y hasta madurez que sientes cuando ya llevas quince años currando en el mismo campo.

Una cosa que creo interesante de todo esto es que todos los participantes, los dieciséis, han acabado bien. No es únicamente que todos vivan de la música (en ámbitos muy diferentes, lo que me ha parecido interesante para mostrar que se puede vivir de la música sin ser número uno de Los 40 Principales), sino que todos han llevado una vida “sana”. No ha habido escándalos, ninguno se ha desquiciado, ni desmadrado, ni han acabado siendo los juguetes rotos que todos pronosticaban. Y eso, a mí, me parece difícil, muy difícil. Que de los dieciséis a ninguno se le haya ido la cabeza (metiéndose en drogas o historias chungas de ese tipo) me parece todo un mérito, teniendo en cuenta que tenían todas las papeletas para acabar desquiciados, con la locura que les vino encima, así, sin más. Que lo más escandaloso que haya pasado con ellos en los últimos años sea que Juan Camus no quería ir al concierto o la (supuesta) cobra de Bisbal a Chenoa, me parece estupendo. Es decir, de algo hay que hablar (sobre todo en Twitter) y si al final se habla de estas tonterías, es porque no había ningún tema más grave del que hablar.

Y luego está la historia Bisbal-Chenoa, claro. Que hubo otras relaciones más o menos confirmadas en la academia, pero cómo se ha volcado la gente con esta historia es fascinante. Sí, es una chorrada, claro que lo es, pero qué queréis que os diga, en estos tiempos difíciles y grises, que medio país esté pendiente de si ha habido intento de beso o no, me parece divertidísimo. Obviamente, mucha gente estará indignada (igual que otros se indignan por lo de Halloween), pero cada uno es libre de perder su tiempo libre en lo que quiera (mientras no dañe a nadie). Y además, este divertimento es totalmente compatible con otros divertimentos llamémosles más intelectuales.

No sería en su día muy fan de OT pero sí lo soy de la pareja Bisbal-Chenoa, de lo que fueron, representan, son y, por supuesto de su actuación de anoche en el concierto. Que, por cierto, sí, hubo muchos que desafinaron, el vestuario era horrible y algunos peinados esperpénticos pero, por si no os habíais dado cuenta, la calidad del concierto era lo de menos. Ayer se trataba de recordar, de reunir, de rememorar y de emocionar. Pero yo hablaba de Bisbal y Chenoa. ¿Qué voy a decir que no se haya dicho ya? Mi padre, que no es nada fan de estas cosas, se tragó el concierto enterito (y no haciendo sudokus, como suele hacer cuando algo en la tele no le interesa) y hoy me ha dicho que Chenoa es “muy elegante, tanto dentro como fuera del escenario. Y qué voz tiene Rosa”. Y mi madre, la que predice lluvias en el desierto namibio y sol en el invierno irlandés, me ha dicho que Chenoa y Bisbal acabarán juntos “Igual no ahora, en un tiempo. Incluso él igual tiene hijos con alguna otra antes”. Y yo, con esto, ya estoy tranquila.

Y sí, lo de anoche fue una cobra. Creedme, soy bióloga. Y entiendo de bichos.

Pero si no lo fue… bueno, qué más da, qué felices nos hicieron.

domingo, 11 de septiembre de 2016

11-S

Hacía más o menos un mes que había empezado a trabajar, mi primer trabajo relacionado con mis estudios, en un centro de investigación marina. Faltaba menos de un mes para empezar mi último año de universidad. Y estaba emocionada porque en unos días participaría en una campaña oceanográfica, mi primer Festival (no de Primavera), ¡iría en un barco en mitad del mar! Y al día siguiente me iban a enseñar a muestrear peces.

Había ido a trabajar y comíamos en casa los cuatro: mis padres, mi hermana y yo. Después de comer, mi hermana y yo ayudábamos a nuestra madre a recoger y nuestro padre se fue al comedor, a ver la televisión. Oh, qué mal, si cogía él el mando a distancia seguro que ponía las noticias, qué rollo, en vez de “Friends” que era lo que queríamos ver nosotras. Íbamos y veníamos, recogíamos cosas, nos lavábamos los dientes, hablábamos y reíamos.

Y fue cuando nuestro padre dijo: “Ha pasado algo grave, muy, muy grave, pero no sé el qué ni dónde”. Y los cuatro nos juntamos delante de la televisión. Sorpresa, estupor, incredulidad. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era aquello? ¿Cómo podía ser?

El resto es historia.

¿Quién no se acuerda de lo que estaba haciendo tal día como hoy hace quince años?

Se ha dicho mucho sobre el 11-S, se ha hablado mucho. Creo que, en general, lo que a mucha gente nos hace reflexionar es por qué se le da tanta publicidad, tanta importancia a un hecho que no ha sido el más grave en la Historia de la Humanidad, ni mucho menos. Ha habido hechos muy peores, antes y después y los continúa habiendo. Pero lo que creo que marca la diferencia entre todo y el 11-S es que, por primera vez, nos dimos cuenta (como comprobaríamos después) que aquello nos podía pasar a nosotros. Nuestro día a día, en nuestro entorno, hay muchas cosas malas (accidentes, asesinatos), pero las grandes catástrofes (guerras, desastres naturales, atentados) pasaban muy lejos de nosotros, mucho, y a gente con la que no nos identificábamos. Pero cualquiera de nosotros podría haber estado allí. Quien más quien menos coge aviones de tanto en tanto, vive en grandes ciudades o viaja a grandes ciudades como NY. Y no era sólo eso: lo estábamos viendo en directo, por la tele. Ahora, estas dos cosas ya no son tan excepcionales. Por desgracia.

Han pasado quince años. Aún trabajo en el mismo centro de investigación marina. He hecho una tesis doctoral. He participado en muchas campañas más y, de hecho, ahora soy yo la que lidera la continuación de aquélla en la que estaba a punto de participar hace quince años. De los científicos con los que compartí aquella campaña, uno murió, otro se ha jubilado pero el resto siguen en activo y, con la mayoría, sigo en contacto. Peces he muestreado muchos. Y otros muchos bichos. De vez en cuando, aún comemos los cuatro, pero casi nunca simultáneamente. Ahora es nuestro padre el que recoge la mesa y nuestra madre la que va al comedor a ver la tele. Ahora, en las pocas veces que coincidimos a esa hora en casa de mis padres los cuatro, todos aceptamos ver las noticias. Y hace mucho tiempo que “Friends” acabó.

Publiqué una versión de este texto hace cinco años en otro lugar, en otro idioma. Entonces escribí también que no sabía si el mundo había cambiado aquel 11-S, pero ahora estoy convencida de que sí, mucho. Demasiado. Hay cosas que no cambian, claro. La gente sigue naciendo y muriendo cada día, la gente sigue enamorándose. Hay catástrofes naturales y acciones terribles de gente maliciosa. Pero el mundo continúa y continuará girando, no sé si siempre, pero sí de momento.

martes, 22 de marzo de 2016

Miedo. O lo que sea

Cuando se estrelló aquel avión en Barajas, pasé varias semanas obsesionada con los aviones. Yo vivía en Creta y aviones comerciales sobrevolaban todas las noches mi casa, hasta horas intempestivas, de camino al aeropuerto, a apenas 10 Km de donde yo estaba. Tenía que coger un vuelo un mes después y me aterraba la idea de hacerlo. Pero según pasaban los días, el miedo se fue diluyendo y cogí mi vuelo sin problemas.

Cuando ETA mató a dos guardia civiles en mi isla y tras las sucesivas explosiones que se produjeron días después, todo me parecía sospechoso, todo me parecía inseguro. Mi isla, la isla de la calma era vulnerable, tanto o más que cualquier otro lugar. Durante días, pensé en el tema, en las bombas, en lo que había ocurrido, pero poco a poco la inseguridad se fue diluyendo y el miedo desapareció.

Tras los atentados de París de Noviembre, pasé unas semanas en un estado similar a los anteriores, ese miedo que no sé si es miedo, esa inseguridad, esa sensación de que puede pasar cualquier cosa, en cualquier lugar. Hice dos viajes antes de final de año, totalmente a desgana, a dos destinos que podrían ser tan objetivos como cualquier otro, pensando que no tenía por qué pasar nada, pero que tampoco nadie nos garantiza que no vaya a pasar. En el primero de ellos coincidí con dos colegas francesas, muy afectadas por lo sucedido. Fue un viaje frío y triste. Era una de esas reuniones en las que después siempre salimos a cenar, a veces en grupos grandes y reímos y disfrutamos de coincidir con gente que normalmente ves poco. Esa vez fue diferente, estábamos todos más dispersos y poco animados. Todas las noches cenaba con las colegas francesas, pronto y sin apenas risas, intentando hacer normales unos días que no tenían nada de normales. Las colegas argelinas y marroquíes se sintieron muy incómodas aquellos días, se sintieron inseguras, observadas y acusadas de unos delitos que no tenían nada que ver con ellas. Fueron días raros, mucho. Pero, de nuevo, esa sensación de incomodidad, de inseguridad, de miedo, de lo que sea, se acabó diluyendo como un recuerdo pasado.

Esta mañana, cuando de camino a la oficina he oído que había habido dos explosiones en el aeropuerto de Bruselas, se me han puesto los pelos de punta. Luego he pasado más de media mañana en una reunión y, al salir, he descubierto que el terror se había extendido al metro de Bruselas. Maelbeek. Maelbeek. Maelbeek es “mi” estación de metro en Bruselas, la que está en los bajos del edificio de la Dirección General a la que normalmente voy por trabajo. A principios de mes estuve en ese aeropuerto, estuve en esa estación. El primer día me llamó la atención los dos militares armados que me encontré nada más salir del vagón del metro, en el mismo andén. Hace tres semanas, Bruselas me pareció tan fría y gris como siempre. Lucho desde hace años con esa extraña relación amor-odio que mantengo con esa ciudad y, en mi último viaje, me pareció que Bruselas se hallaba en una extraña calma tensa. Militares armados en estaciones de tren y metro no es algo que suela yo ver en mi día a día. Fui, hice mi trabajo, visité la Grand Place a dos grados bajo cero antes de las ocho de la mañana y actué con total normalidad, con un poso de no-sé-qué, de ese uf, de ese miedo, de esa inseguridad, de esa extraña sensación que no quieres llamar miedo, pero que de alguna forma se debe llamar.

Esta semana quería escribir una entrada sobre ese último viaje a Bruselas, sobre las cuatro fotos que hice, sobre esa ciudad gris que me acoge de tanto en tanto con un abrazo frío. Pero ya no lo haré, me parece totalmente superficial.

Madre mía, la entrada que escribí hace ahora tres semanas, desde el aeropuerto de Bruselas, me parece de una frivolidad espantosa. En ese aeropuerto, hoy ha muerto gente.

Hoy no he llorado porque estaba en la oficina. Ver las imágenes de sitios que conozco, el aeropuerto, las calles que rodean Maelbeek, la plaza de la Bolsa, me ha desarmado. Me pregunto si los militares que había armados en la estación, alguno de los pasajeros con los que compartí vagón de metro aquellos días o los colegas que trabajan en uno de los edificios desalojados, justo encima de la estación han muerto o han resultado heridos.

“No tendrás que ir a Bruselas, ¿no?”, me han preguntado hoy algunos colegas en la oficina. “De momento, no”, he contestado. Pero sé que algún día tendré que volver. Algún día volveré a ese aeropuerto que aún permanece cerrado, algún día volveré a coger el metro y volveré a parar en Maelbeek. Y seguramente lo haré con un nudo en la garganta, pero lo haré. Porque eso que sentiré, eso que siento, no quiero llamarlo miedo, eso sería dejarnos vencer. Lo llamaré desasosiego. Pero ni siquiera el desasosiego nos impedirá seguir viviendo. No nos queda otra.

En la foto, póster “Bières de la Meuse” de Alphonse Mucha, en el interior de un bar, por delante del que pasé a una hora muy temprana, a dos grados bajo cero, en mi visita relámpago a la Grand Place hace tres semanas. Me encanta Mucha. Y necesitaba un poco de su color para esta entrada.

miércoles, 20 de enero de 2016

Noche...

… de hogueras con llamas que rozan el cielo, de humo que se te impregna en la ropa y en el pelo, de calles llenas de gente como nunca has visto, de música en directo, de bailes tradicionales y no tan tradicionales, de conversaciones profundas después de un par de cervezas, de frío que te quita el aliento, de patear la ciudad, de discutir sobre el concepto de felicidad y su (para algunos) sobrevaloración, de encontrarte con gente que hace mucho que no ves, de estar con los amigos que ves cada semana, de dispersaros y reencontraros, de pasar más tiempo del esperado en un bar hablando sin parar, de reír por las más absurdas tonterías y por cosas no tan tontas, de conversaciones en la cola del baño sobre el tiempo medio de micción de los mamíferos, de luces navideñas encendidas en mitad de enero que compitiendo en luminosidad con las llamas de las hogueras, de bailar cosas que parecen imposibles de bailar, de casi treinta persona entrando en un bar más allá de las dos de la mañana para tomar la última, de volver a casa con las piernas cansadas de horas y más horas caminando y el frío golpeando en la nariz, de meterte en la cama pensando en que ya queda menos para la revetlla del año que viene.

Ah, qué gran noche la de ayer.

Visca Sant Sebastià!

En la foto, el fuego, anoche.

viernes, 1 de enero de 2016

Día 1

Me encanta el día 1 de Enero. Me encantan los principios de año. Todo es nuevo, todo es posible, un folio blanco que tenemos delante para rellenar.

Hay por ahí quien dice que los cambios no se dan de un día para otro, que cada día es un nuevo comienzo, que las cosas no tienen por qué cambiar el 1 de Enero. Aguafiestas.

Vale, sí, tienen razón, al menos en parte, pero ¿qué más da? Hay que aprovechar cada oportunidad, cada comienzo, cada nueva posibilidad que se abre ante nosotros para cambiar lo que no nos gusta de nuestra vida, para mejorar lo que queremos mejorar, para ver las cosas de otra manera.

Por eso me gustan los principios de año. Y éste aún más, porque tenemos un día extra para disfrutarlo (o sufrirlo, ya se verá).

Ya dije ayer que mi 2015 ha sido bueno. Lo razonable sería ahora desear que 2016 sea igual que 2015. Pero, como le dije a alguien alguna vez, quiero más. Yo lo quiero todo.

Así que mi reto es que 2016 sea mejor que 2015. Yo voy a intentarlo, aunque está claro que no todo lo que nos ocurre depende exclusivamente de nosotros. Pero yo pondré todo de mi parte.

¿Y propósitos de Año Nuevo? No voy a hablar de los propósitos de cosas que me gustan (tipo disfrutar de la vida, etc, etc) porque eso sé que lo voy a hacer sí o sí. Hablo de hacer cosas que me cuestan un poco. Como ponerme en forma y quitarme algunos quilos. Y dedicarle algo más de cariño a mi casa, arreglando un par de habitaciones que están cercanas al caos y decorar algunas paredes que siguen vacías.

Y ya.

Sed felices. Y que el 2016 os traiga todo lo que deseáis.

En la foto, el pollo que hoy nos hemos comido. Igual no es una foto muy bucólica para empezar el año pero es la única que he hecho hoy. Y en mi familia, comer pollo a l’ast el primer día del año es tradición.

jueves, 31 de diciembre de 2015

2015

Hoy se acaba el año, se acaba 2015.

No puedo quejarme de este año, la verdad. Creo que ha transcurrido razonablemente bien para mí, sin grandes tragedias, ni dramas, ni desastres. Empezó con una faringitis de campeonato, pero la salud me ha respetado bastante. Ahora que me he rendido a la medicina tradicional china, creo que mis defensas están mejorando. O eso quiero pensar. Tampoco puedo quejarme de la salud de los que me rodean; vale, no ha sido todo un camino de rosas, pero hemos ido superando las cosas que han ido apareciendo. Los hospitales cada vez me gustan menos, pero hay cosas con las que no queda más remedio que aprender a convivir.

Ha sido un año bueno, decía. Si no he recontado mal, he viajado once veces por motivos laborales (cinco de ellas a Roma) y dos veces por placer. Creo que ha sido el año (en los últimos tiempos) que en menos países extranjeros he estado: Italia, Francia y Bélgica. Y ya.  Me sigue flipando viajar, me encanta viajar, pero también me encanta los períodos que paso sin viajar, disfrutar de mi rutina, de mi vida, de mi gente. Este año el equilibrio ha sido bastante sensato. He descubierto lugares que se me han grabado en la mente, como el cementerio aconfesional de Roma o la cascada en un río de Sant-Laurent-le-Minier. He estado en sitios donde nunca había estado. He estado en Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera. He pasado un mes y pico en el mar. He disfrutado mucho, mucho de estar en el mar.

He leído quince libros, cuatro en inglés. He visto poco cine, muy poco. Me he enganchado a unas cuantas series. Ha sido el año que he escrito menos en este blog, pero aquí sigue, aquí sigo y que esto siga durando. He ido al teatro y a conciertos. Le recogí el micrófono que se le había caído al suelo a Oliver Stone (y me dijo “Thank you, madam”). Me hice una foto con David Ordinas y otra con Abel Folk. Me he vuelto loca bailando swing. Ahora sí, ahora por fin ha llegado ese momento en el que bailo y bailo sin preocuparme si lo hago bien o mal, sólo lo disfruto.

He tejido bastante. Una chaqueta de bebé, tres jerséis, un par de mitones, unos patucos, un cuello, una cesta, una bufanda, una manta y parte de otra. Igual más cosas que no recuerdo. He pasado de tejer sola a tejer acompañada: virtualmente en grupos de facebook y personalmente con un grupo de tejedoras de los jueves. Tejer es mi súperpoder. Ja.

Este año ha sido la primera vez que no he votado en unas elecciones, pero no porque no quisiera, sino porque un viajes inesperado me impidió ir a votar. La segunda vez sí que voté. Y con todas mis ganas.

He visto caer granizos como piedras a finales de verano, que me abollaron el coche. He visto más trombas de aguas sobre el mar que en toda mi vida anterior. He visto tantos cetáceos en libertad que ni me lo podía creer. He plantado guisantes y zanahorias. Me he enamorado, cada día, de mi jardín de gingkos.

He despertado. Con despertar me refiero a que no me siento la ameba que era en años anteriores. Tengo el corazón tranquilo, no me he enamorado, no me han roto el corazón, pero ha estado alegre, está alegre por mil y una chorradas. Y lo siento vivo, vivo como hace mucho que no lo sentía. Creo que esto de la acupuntura me ha dado una energía y vitalidad que necesitaba. O igual es que ya tocaba esto de sentirse así de bien.

No creo que me equivoque al decir que he reído mucho más de lo que he llorado este año. He reído mucho, mucho. He pasado ratos maravillosos con gente que quiero, con amigos, con familia, con colegas. Y eso ha sido lo mejor de este año: estar con la gente que quiero, reírme con ellos, hablar, charlar, cotillear, tomar cañas, vinos, copas o lo que sea, bailar. Y ahí también incluyo a la gente que conozco sólo en esta vida 2.0 que no es que sea una vida paralela a la 1.0, sino que es complementaria. Así que a todos los que habéis formado parte de mi vida, os habéis cruzado en algún momento conmigo durante 2015, gracias por estar ahí, gracias por formar parte de este año que hoy acaba.

En la foto, el faro de Es Cap de Barbaria, donde acaba Formentera.

lunes, 14 de diciembre de 2015

El obispo, la secretaria y el marido de ésta

El obispo de Mallorca  folla más que tú. Y lo sabes.
La noticia saltó hace una semana en un diario local: el obispo de ésta nuestra isla había viajado hasta el Vaticano “a raíz de un episodio con conexión laical que contravendría frontalmente su ministerio episcopal”. La noticia era amplia, pero nada clara. ¿A qué se refería? ¿Qué sería? En los siguientes días, la noticia fue creciendo y creciendo: pronto se supo que el problema venía del “vínculo” que el obispo mantenía con una integrante de su equipo. Y de ahí ya pasamos a hablar de infidelidades, matrimonio roto, marido celoso, investigadores privados, encuentros y conversaciones a horas intempestivas, intercambio de alianzas y hasta el nombre y apellidos de los involucrados.

Yo, que nunca me entero nada ni de lo que pasa en mi entorno ni, mucho menos de lo que ocurre en las altas esferas de mi isla, no había oído a hablar del tema hasta ese momento. Pero como yo muchos otros, vamos. Eso sí, nada nos impedía opinar sobre el tema, nada ni nadie. Y la historia es tan, tan, tan jugosa que ha competido estos días en todas las conversaciones en la isla con lo de las elecciones. Y, no nos engañemos, la historia del obispo, la secretaria y el marido de ésta es mucho más divertida (y morbosa) que la política actual.

He oído de todo sobre esta historia. Unos poniéndose a favor del marido, otros de la esposa, otros del obispo. Hay quien le echa la culpa a ella, hay quien se la echa al marido y hay quien al obispo. Todos opinamos, decimos, discutimos, nos escandalizamos y hasta nos echamos unas risas. Circulan ya memes sobre el tema, como el que ilustra esta entrada (“El obispo folla más que tú, y lo sabes”, nos dice un sonriente Tomeu Penya).

Yo suelo acabar diciendo dos cosas. Primero, que es difícil opinar y juzgar sobre una historia de la que (aunque nos pese) no conocemos apenas nada (ya sabéis, eso de que no debemos juzgar a nadie, porque no sabemos las batallas que está librando esa persona). Y segundo, que me encanta esta historia, mucho. Si pudiera escoger, yo querría que esto fuera una historia de amor maravillosa, muy a lo Pájaro Espino, de amores imposibles y locos. Me encanta cómo hemos ido conociendo la historia, el misterio que la ha rodeado, la historia de los personajes y pensar que, oh, el amor, el amor que mueve el mundo es también el origen de la mayoría de nuestros problemas.

Igual es que, en el fondo, soy una romántica.

sábado, 14 de noviembre de 2015

París, 2015

Nunca he estado en París. Lo comentaba hace unos días, con alguien, no recuerdo con quién ni por qué salió la conversación. Me hablaron de París, de cosas que hay que ver, lugares que visitar; yo comenté lo mucho que me gustaría conocer esa ciudad. No sé, fue una conversación muy poco transcendente, una charla animada sobre una ciudad que hoy, más que nunca está en la mente y corazón de todos.

Hay muchas lecturas de lo que anoche pasó en la capital francesa. Con algunas estoy de acuerdo, otras me hacen sentir vergüenza ajena. Hay muchas lecturas de lo que está pasando hoy en día en el mundo y de cómo lo vivimos ahora, a través de las redes sociales. Yo me enteré de lo de París en una cena con amigos. Alguien consultó el móvil y vio algo en Twitter, nos quedamos petrificados. Cómo ha cambiado el flujo de información desde que existe internet.

Una de las cosas que me llama la atención es cómo han reaccionado algunos, cómo algunos echan en cara la gran importancia que se le da a lo de París frente a otras masacras perpetradas por los mismos en otras partes del mundo. Hace un par de días hubo más de cuarenta muertos en Beirut, pero sólo hablamos de París. Circulan muchos mensajes por la red recordándonos eso, que sólo se habla de, se piensa en, se reza por unos. ¿Y los otros? ¿No son todas las víctimas iguales?

Sí, lo son.
Pero…

Pero hay una cosa que se llama empatía. La RAE define así esta palabra:

                           1. f. Sentimiento de identificación con algo o alguien.
                           2. f. Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos.

Llamadme mala persona, llamadme mala gente, llamadme insensible, pero siento más empatía por las víctimas de París que por las de Beirut. No es cuestión de religión, ni de color de piel. Siento París más cerca de mí que Beirut y no es una cuestión puramente de distancia. Si me pongo delante de un mapa, sé más o menos situar París pero he tenido que mirar en google dónde está exactamente Beirut. Conozco a muchísima gente que ha estado en París, pero no conozco a nadie que haya estado en Beirut. Si fuera a París, sé qué lugares me gustaría visitar, sé el nombre de sus monumentos más famosos e incluso el nombre de algunos de sus museos, pero no sé qué podría visitar en Beirut. Conozco a gente que ha nacido en París, conozco a gente que tiene familia en París, conozco a gente que ha vivido en París, pero no puedo decir lo mismo de Beirut. Puedo imaginarme lo que la gente estaría haciendo una noche como ayer en París, no tengo ni idea de qué se hace un viernes por la noche en Beirut. No he estado en París, pero he estado en Francia muchas veces (este verano la última vez), pero nunca he estado en Líbano. Conozco a bastantes franceses, tengo amigos franceses, algunos muy queridos, pero (creo que) no conozco a ningún libanés. En París, podría haber muerto o haber resultado herido alguien que conozco, algún familiar o amigo de alguien que conozco, incluso podría haber estado yo, ayer, en París. Las probabilidades de que conozca a alguien que haya muerto o haya resultado herido en Beirut son mucho más bajas.

Por eso siento más empatía por las víctimas de París que por las de Beirut. Por eso siento más empatía por lo que sucede en mi ciudad que por lo que sucede en cualquier otra de mi país. Por eso siento más empatía por lo que sucede en cualquier ciudad de mi país que por lo que sucede en cualquier otra ciudad de Europa. Por eso siento más empatía por lo que sucede en una ciudad de Europa que por lo que sucede en cualquier otra ciudad del mundo. Por eso, cuando pierdo a alguien que quiero siento mucha más tristeza que cuando alguien que conozco pierde a alguien que quiere. Sí, también me duele, sí, también es triste, pero son sentimientos diferentes. No es egoísmo, es natural e inevitable. Y, permitidme la frivolidad, París es una pieza clave de mi película favorita (“Siempre nos quedará París”. Por supuesto).

Con esto no quiero decir que unos sean más importantes que otros, unos más víctimas que otros. Simplemente digo que entiendo que se esté dando más bombo a los atentados de París que a los que suceden a diario (o casi) en otros lugares fuera de nuestro continente. Probablemente, no debería ser así, es injusto, absurdo y tal vez hasta de mal gusto. Pero es así.

Y creo que estamos perdiendo el tiempo en hablar de todo esto, de discutir cosas que en realidad no son tan importantes y obviamos lo que es de verdad importante: nos matan, nos aterrorizan, nos quieren hacer vivir sometidos. ¿Cuál es la solución? No tengo ni idea. Cambiar la foto de perfil de facebook, compartir cosas en memoria de las víctimas por twitter o encender una vela no harán nada por solventar el problema mundial al que nos enfrentamos pero, ¿qué más podemos hacer? Si alguien lo sabe, que lo diga. Yo no tengo ni idea.

domingo, 1 de noviembre de 2015

De cementerios y fantasmas

Es una noche de otoño, víspera de Todos los Santos. Estamos en un pueblecito limítrofe entre la Serranía y la Alcarria y es precisamente esa situación fronteriza la que le da nombre. Hace frío. Las calles están iluminadas por una luz tenue proveniente de decenas de calabazas que, vaciadas con esmero por los niños del pueblo durante todo el día, iluminan ahora desde el otro lado de las ventanas de las casas. No, no estamos ya en el siglo XXI celebrando una fiesta yanqui importada, estamos a principios de los años 50 y, en este pueblo, ya hace mucho tiempo que se vacían calabazas para utilizarlas como faroles, aunque sus habitantes nunca han oído hablar de Halloween.

Un grupo de chiquillos corretea por las calles, deben tener unos diez años. Deberían estar ya en la cama, pero es la víspera de Todos los Santos y hoy puede pasar de todo. Hasta trasnochar. Se dirigen a los límites del pueblo, hacia el norte, entre risas nerviosas, tiritando de frío bajo sus jerséis y mantas, tiritando por el respeto, por el miedo que impone una noche como ésa. Van hacia el norte, saliendo del pueblo. Atraviesan la carretera, prácticamente a oscuras. Y allí se paran, en el borde del camino que asciende al cementerio.

Durante un instante, están todos callados. Nadie dice nada, nadie se atreve a dar el primer paso. Hasta que uno de los chicos, uno de nariz respingona, le da un codazo al compañero que tiene más cerca. “Venga, tú primero”. El resto empieza a jalearle. Se ha acabado el silencio, se ha acabado el esperar, toca pasar a la acción. Alguien le entrega un martillo y un clavo. “Venga, tú puedes”.

El chico, el más pequeño del grupo, da un par de pasos en dirección al cementerio. Camina apenas dos metros, en la oscuridad casi total de aquella noche sin luna. Y vuelve corriendo junto al grupo, soportando las risas de sus compañeros. Le entrega el martillo y el clavo al primer muchacho que se encuentra, un chico rubio con pecas. El chico emprende el mismo camino cuesta arriba y se aleja algo más. Pero vuelve también enseguida. Así, uno tras otro, los chicos intentan cumplir el reto que cada año se imponen a ellos mismos: llegar a la puerta del cementerio y clavar un clavo en su puerta. Lo intentan dos, tres, cuatro. Cuando ya sólo quedan tres chavales por probar, es el turno de un chaval gordito, tapado con una manta bajo la que no ha parado de temblar. Coge el martillo y el clavo, decidido a llegar a lo alto del camino, a la puerta del cementerio.

Sus compañeros le jalean, le lanzan gritos de ánimo. Llega un momento en que apenas los oye, pero sabe que no están muy lejos, el camino no es demasiado largo. El corazón le palpita ahora tan fuerte que el resto de sonidos le parecen lejanos e irreales. Pero su agudo oído le permite distinguir ruidos a ambos lados del camino, ruidos extraños, ruidos que no conoce, que no distingue, que no sabe qué son. Pero los ignora. Debe seguir, debe seguir.

En la penumbra de la noche distingue las sombras del cementerio. Ahí está, a sólo unos metros. Se coloca frente a la puerta y toca, con manos frías, la madera de ésta. Ya está, ha llegado. Se gira un momento y ve, a lo lejos, el pueblo apenas iluminado por las velas, desprendiendo una luz fantasmal que le aterra más que tranquiliza. Pero ya ha llegado, así que ahora tiene que hacerlo. Con manos temblorosas, apoya el clavo en la puerta e intenta clavarlo con el martillo. Falla una, dos veces. Casi se machaca un dedo, pero lo intenta una tercera vez. El sonido metálico del martillo contra el clavo le estremece. Siente cómo la madera cede, dejando paso al clavo. Otro martillazo, otro. Tres bastan. Es hora de volver. Sonríe para sí y se da la vuelta, dispuesto a volver, victorioso, con sus amigos.

Pero en ese momento, nota alguien tirando de su manta. Pega un grito e intenta zafarse del ente desconocido que intenta agarrarlo. Tira de nuevo de la manta y nota como aquel ser extraño la sigue agarrando. Así que, con un nuevo grito, sale corriendo colina abajo, abandonando su manta. Cuando llega junto a sus amigos, éstos le reciben con gritos de alegría, de ánimo, de sorpresa, de admiración. Pero él no se para siquiera, sigue corriendo, atravesando la carretera sin mirar, camino del pueblo, gritando: “¡Fantasmas, fantasmas!”. El resto del grupo, sin saber de quién o, peor aún, de qué huye el muchacho, le siguen, gritando como él. No paran ni para despedirse, ni para reunirse, ni para hablar de lo que ha pasado; cada uno corre hacia su casa, sin mirar atrás.

Al día siguiente, se encuentran todos en la iglesia, a la hora de la misa. No se miran, están todos cabizbajos, muchos de ellos no han podido dormir del miedo, del terror al pensar que han despertado alguna fuerza maligna que irá a por ellos. Por todos ellos. A la salida de la iglesia, el valiente vencedor del reto mira hacia el norte, hacia la calle que sale del pueblo en dirección al cementerio. Y se dirige a él, despacio.

- Eh. – le grita el chico de nariz respingona. - ¿Dónde vas?

- Tengo que recuperar la manta.- contesta, sin casi mirarle.- Mi madre me dio ayer una paliza por perderla.

Y se dirige, arrastrando los pies, hacia la iglesia. El chico de nariz respingona ni siquiera se ofrece a acompañarle.

Así que sale del pueblo, despacio y atraviesa la carretera. El cementerio está ahí, muy cerca, mucho más cerca de lo que parecía la noche anterior. Sube poco a poco por el camino, mirando el día sorprendentemente soleado que ha amanecido, los campos que rodean el pueblo, la colina en el otro extremo donde, años después construirán una torre que se acabará conociendo como El Cristo. Suspira, resignado. Tiene que enfrentarse al fantasma, al monstruo que le robó la manta la noche anterior. Sigue su camino y le parece atisbar la manta, allí, junto a la entrada del cementerio. Tal vez el monstruo se asustó tanto como él, tal vez huyó como él, dejando en su camino la vieja manta.

Ahí están, la puerta y la manta. La coge y tira de ella. Pero algo la retiene. Tira un poco más fuerte y se da cuenta de que lo que la retiene, lo que la retuvo anoche es el clavo que él mismo clavó en la puerta. El clavo que clavó en la puerta atravesando en su camino su propia manta. Frunce el ceño, entre enfadado y aliviado. Saca el clavo, después de varios intentos y usando las dos manos y lo tira al suelo. Dobla la manta y se la coloca bajo el brazo. Cuando ya se dirige de vuelta al pueblo, triste pero calmado, vuelve sobre sus pasos, lo recoge del suelo y vuelve a clavarlo en el hueco que ha dejado en la madera. Será un patoso, pero también fue un valiente llegando hasta allí y quiere que el clavo sea testigo de su triunfo.

Cuando por fin entra en el pueblo, con la manta bajo el brazo, sus amigos están todos reunidos delante de la iglesia. Se acercan hasta él corriendo y le preguntan por la manta y por el fantasma. Hasta que alguien se atreve a preguntar:

- Pero… ¿llegaste a la puerta del cementerio o no? ¿Clavaste el clavo?

- Compruébalo tú mismo. – sonríe él. Y se aleja hacia su casa, sonriendo.

En la foto, un atardecer de finales de octubre, en otro lugar, en otro tiempo.

domingo, 25 de octubre de 2015

Cambio de hora

Son las seis y media de la tarde y ya es noche cerrada. Hace más de una hora que tengo las luces de casa encendidas.

Bienvenido cambio de hora, bienvenido horario de invierno.

Hoy es un día absurdo, los relojes de mi casa marcan hasta tres horas diferentes (mi televisor inteligente ha decidido retrasarse dos horas, como si, repentinamente, se hubiera mudado a las Canarias). Los relojes que se actualizan solos, ya lo han hecho. Los que no, languidecen con la antigua hora, resistiéndose a aceptar que hay que cambiarla. Ya.

Estos días, hay en marcha una petición para mantener el horario de verano en nuestras islas, no retrasar el reloj y que no se nos haga de noche a la hora de la merienda. No creo que sirva de mucho, aunque ya se han recogido más de 6000 firmas. Yo he firmado.

Hay quien dice que es una barbaridad, que no se puede hacer. Bueno, no sé, a mi no me parece tan descabellado. Somos un archipiélago, hay que coger un avión o un barco (o dos) para salir o entrar aquí. Como en las Canarias. Entendería que fuera diferente si estuviéramos en la península. Pero somos islas. Para lo bueno y para lo malo. Y estamos al este, muy al este.

Vivimos con una hora de diferencia con Galicia, media hora con Madrid. Aquí, hoy el sol ha salido a las siete de la mañana, en Madrid a las siete y media y en Galicia a las ocho. Entiendo que en la península este horario sea más o menos adecuado, pero lo de llegar a casa de noche del cole, cuando era pequeña, era muy triste. Igual que ahora, dentro de un par de semanas, cuando vaya a trabajar después de comer y vea el sol casi poniéndose, me dará un soponcio. Lo sé.

A mí lo que pide el cuerpo cuando es de noche es dormir. A mí lo que me pide el cuerpo cuando es de día es levantarme. No soy fan de madrugar (¡nada!) y en invierno me cuesta especialmente levantarme por el frío que hace, pero prefiero levantarme un poco antes de que salga el sol y salir de la oficina con algo de luz natural que irme por la mañana al trabajo con gafas de sol antes de las ocho de la mañana y largarme de la oficina siendo ya noche cerrada. Luego la gente se sorprende de que no quiera apuntarme a clase de swing a las diez de la noche ¡si ya hace más de cuatro horas que se ha puesto el sol! Yo a esas horas ya voy en pijama, o casi.

Recuerdo el tema horario especialmente duro cuando viví en Creta. Allí amanecía absurdamente pronto y oscurecía aún más absurdamente tarde. No llegué a pasar allí el invierno, pero recuerdo el cambio de hora como lo peor de mi experiencia. Pero incluso en verano, oscurecía tan pronto que parecía que alguien se había equivocado en esto de poner la hora.

A veces, desearía pasar de la sociedad y seguir el ritmo de mi cuerpo. Levantarme cuando sale el sol y acostarme cuando es de noche. Y pasar de todo. Simplemente.

Oye, igual lo hago.

En fin, me voy a hibernar, que ya me toca.

En la foto, el atardecer de ayer, a través de las cortinas.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Abarcas rojas

El cuatro de Septiembre, pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina por la gran tormenta que cayó en la isla y de la que ya hablé aquí.

Curiosamente, esa mañana, cuando me calcé las abarcas menorquinas rojas que tengo, y que hacía mucho que no me ponía, me acordé de una foto que hice años atrás, en la época de mi exilio cretense, esta foto.

 
No recordé sólo la foto. Recordé perfectamente la sensación de pies mojados bajo la lluvia, en aquel día de otoño. Recordé que tenía que esquivar los caracoles que habían salido a dar la bienvenida a la lluvia. Recordé también la entrada del blog que hice entonces (otro blog, otro idioma) sobre las extrañas sensaciones que me inspiraba el otoño griego. Revisándola, he encontrado cosas que podrían perfectamente definir estos días, como lo de “Otoño es cuando llevas una semana el paraguas en la mochila y no llueve. O cuando finalmente lo sacas, empieza a llover” u “Otoño es cuando vas caminando y sale agua de la punta de tus abarcas”.

En todo eso pensaba, decía, el día cuatro cuando me ponía los zapatos. Y un segundo pensamiento pasó por mi mente “A ver si hoy no llueve”.

Ja.

Ja, ja.

Llovió y granizó. Y mucho. Y en una escapada que hice hasta el coche para comprobar si el granizo lo había abollado (en ese momento, pareció que no, pero finalmente fue sí), esquivando los charcos y mojándome los pies, hice esta otra foto.


Mucho ha cambiado entre ambas fotos. O muy poco. La tobillera cretense de entonces se ha transformado en una tobillera greco-namibia. Ahora llevo alguna tobillera más. Y las abarcas están más viejas. Pero lo demás… ah, lo demás. Yo creo que no ha cambiado tanto. O al menos, me siento la misma que entonces.

Siete años han pasado entre ambas fotos. Siete.

Ostras, sí que me duran las abarcas.