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lunes, 14 de diciembre de 2015

El obispo, la secretaria y el marido de ésta

El obispo de Mallorca  folla más que tú. Y lo sabes.
La noticia saltó hace una semana en un diario local: el obispo de ésta nuestra isla había viajado hasta el Vaticano “a raíz de un episodio con conexión laical que contravendría frontalmente su ministerio episcopal”. La noticia era amplia, pero nada clara. ¿A qué se refería? ¿Qué sería? En los siguientes días, la noticia fue creciendo y creciendo: pronto se supo que el problema venía del “vínculo” que el obispo mantenía con una integrante de su equipo. Y de ahí ya pasamos a hablar de infidelidades, matrimonio roto, marido celoso, investigadores privados, encuentros y conversaciones a horas intempestivas, intercambio de alianzas y hasta el nombre y apellidos de los involucrados.

Yo, que nunca me entero nada ni de lo que pasa en mi entorno ni, mucho menos de lo que ocurre en las altas esferas de mi isla, no había oído a hablar del tema hasta ese momento. Pero como yo muchos otros, vamos. Eso sí, nada nos impedía opinar sobre el tema, nada ni nadie. Y la historia es tan, tan, tan jugosa que ha competido estos días en todas las conversaciones en la isla con lo de las elecciones. Y, no nos engañemos, la historia del obispo, la secretaria y el marido de ésta es mucho más divertida (y morbosa) que la política actual.

He oído de todo sobre esta historia. Unos poniéndose a favor del marido, otros de la esposa, otros del obispo. Hay quien le echa la culpa a ella, hay quien se la echa al marido y hay quien al obispo. Todos opinamos, decimos, discutimos, nos escandalizamos y hasta nos echamos unas risas. Circulan ya memes sobre el tema, como el que ilustra esta entrada (“El obispo folla más que tú, y lo sabes”, nos dice un sonriente Tomeu Penya).

Yo suelo acabar diciendo dos cosas. Primero, que es difícil opinar y juzgar sobre una historia de la que (aunque nos pese) no conocemos apenas nada (ya sabéis, eso de que no debemos juzgar a nadie, porque no sabemos las batallas que está librando esa persona). Y segundo, que me encanta esta historia, mucho. Si pudiera escoger, yo querría que esto fuera una historia de amor maravillosa, muy a lo Pájaro Espino, de amores imposibles y locos. Me encanta cómo hemos ido conociendo la historia, el misterio que la ha rodeado, la historia de los personajes y pensar que, oh, el amor, el amor que mueve el mundo es también el origen de la mayoría de nuestros problemas.

Igual es que, en el fondo, soy una romántica.

sábado, 14 de noviembre de 2015

París, 2015

Nunca he estado en París. Lo comentaba hace unos días, con alguien, no recuerdo con quién ni por qué salió la conversación. Me hablaron de París, de cosas que hay que ver, lugares que visitar; yo comenté lo mucho que me gustaría conocer esa ciudad. No sé, fue una conversación muy poco transcendente, una charla animada sobre una ciudad que hoy, más que nunca está en la mente y corazón de todos.

Hay muchas lecturas de lo que anoche pasó en la capital francesa. Con algunas estoy de acuerdo, otras me hacen sentir vergüenza ajena. Hay muchas lecturas de lo que está pasando hoy en día en el mundo y de cómo lo vivimos ahora, a través de las redes sociales. Yo me enteré de lo de París en una cena con amigos. Alguien consultó el móvil y vio algo en Twitter, nos quedamos petrificados. Cómo ha cambiado el flujo de información desde que existe internet.

Una de las cosas que me llama la atención es cómo han reaccionado algunos, cómo algunos echan en cara la gran importancia que se le da a lo de París frente a otras masacras perpetradas por los mismos en otras partes del mundo. Hace un par de días hubo más de cuarenta muertos en Beirut, pero sólo hablamos de París. Circulan muchos mensajes por la red recordándonos eso, que sólo se habla de, se piensa en, se reza por unos. ¿Y los otros? ¿No son todas las víctimas iguales?

Sí, lo son.
Pero…

Pero hay una cosa que se llama empatía. La RAE define así esta palabra:

                           1. f. Sentimiento de identificación con algo o alguien.
                           2. f. Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos.

Llamadme mala persona, llamadme mala gente, llamadme insensible, pero siento más empatía por las víctimas de París que por las de Beirut. No es cuestión de religión, ni de color de piel. Siento París más cerca de mí que Beirut y no es una cuestión puramente de distancia. Si me pongo delante de un mapa, sé más o menos situar París pero he tenido que mirar en google dónde está exactamente Beirut. Conozco a muchísima gente que ha estado en París, pero no conozco a nadie que haya estado en Beirut. Si fuera a París, sé qué lugares me gustaría visitar, sé el nombre de sus monumentos más famosos e incluso el nombre de algunos de sus museos, pero no sé qué podría visitar en Beirut. Conozco a gente que ha nacido en París, conozco a gente que tiene familia en París, conozco a gente que ha vivido en París, pero no puedo decir lo mismo de Beirut. Puedo imaginarme lo que la gente estaría haciendo una noche como ayer en París, no tengo ni idea de qué se hace un viernes por la noche en Beirut. No he estado en París, pero he estado en Francia muchas veces (este verano la última vez), pero nunca he estado en Líbano. Conozco a bastantes franceses, tengo amigos franceses, algunos muy queridos, pero (creo que) no conozco a ningún libanés. En París, podría haber muerto o haber resultado herido alguien que conozco, algún familiar o amigo de alguien que conozco, incluso podría haber estado yo, ayer, en París. Las probabilidades de que conozca a alguien que haya muerto o haya resultado herido en Beirut son mucho más bajas.

Por eso siento más empatía por las víctimas de París que por las de Beirut. Por eso siento más empatía por lo que sucede en mi ciudad que por lo que sucede en cualquier otra de mi país. Por eso siento más empatía por lo que sucede en cualquier ciudad de mi país que por lo que sucede en cualquier otra ciudad de Europa. Por eso siento más empatía por lo que sucede en una ciudad de Europa que por lo que sucede en cualquier otra ciudad del mundo. Por eso, cuando pierdo a alguien que quiero siento mucha más tristeza que cuando alguien que conozco pierde a alguien que quiere. Sí, también me duele, sí, también es triste, pero son sentimientos diferentes. No es egoísmo, es natural e inevitable. Y, permitidme la frivolidad, París es una pieza clave de mi película favorita (“Siempre nos quedará París”. Por supuesto).

Con esto no quiero decir que unos sean más importantes que otros, unos más víctimas que otros. Simplemente digo que entiendo que se esté dando más bombo a los atentados de París que a los que suceden a diario (o casi) en otros lugares fuera de nuestro continente. Probablemente, no debería ser así, es injusto, absurdo y tal vez hasta de mal gusto. Pero es así.

Y creo que estamos perdiendo el tiempo en hablar de todo esto, de discutir cosas que en realidad no son tan importantes y obviamos lo que es de verdad importante: nos matan, nos aterrorizan, nos quieren hacer vivir sometidos. ¿Cuál es la solución? No tengo ni idea. Cambiar la foto de perfil de facebook, compartir cosas en memoria de las víctimas por twitter o encender una vela no harán nada por solventar el problema mundial al que nos enfrentamos pero, ¿qué más podemos hacer? Si alguien lo sabe, que lo diga. Yo no tengo ni idea.

domingo, 1 de noviembre de 2015

De cementerios y fantasmas

Es una noche de otoño, víspera de Todos los Santos. Estamos en un pueblecito limítrofe entre la Serranía y la Alcarria y es precisamente esa situación fronteriza la que le da nombre. Hace frío. Las calles están iluminadas por una luz tenue proveniente de decenas de calabazas que, vaciadas con esmero por los niños del pueblo durante todo el día, iluminan ahora desde el otro lado de las ventanas de las casas. No, no estamos ya en el siglo XXI celebrando una fiesta yanqui importada, estamos a principios de los años 50 y, en este pueblo, ya hace mucho tiempo que se vacían calabazas para utilizarlas como faroles, aunque sus habitantes nunca han oído hablar de Halloween.

Un grupo de chiquillos corretea por las calles, deben tener unos diez años. Deberían estar ya en la cama, pero es la víspera de Todos los Santos y hoy puede pasar de todo. Hasta trasnochar. Se dirigen a los límites del pueblo, hacia el norte, entre risas nerviosas, tiritando de frío bajo sus jerséis y mantas, tiritando por el respeto, por el miedo que impone una noche como ésa. Van hacia el norte, saliendo del pueblo. Atraviesan la carretera, prácticamente a oscuras. Y allí se paran, en el borde del camino que asciende al cementerio.

Durante un instante, están todos callados. Nadie dice nada, nadie se atreve a dar el primer paso. Hasta que uno de los chicos, uno de nariz respingona, le da un codazo al compañero que tiene más cerca. “Venga, tú primero”. El resto empieza a jalearle. Se ha acabado el silencio, se ha acabado el esperar, toca pasar a la acción. Alguien le entrega un martillo y un clavo. “Venga, tú puedes”.

El chico, el más pequeño del grupo, da un par de pasos en dirección al cementerio. Camina apenas dos metros, en la oscuridad casi total de aquella noche sin luna. Y vuelve corriendo junto al grupo, soportando las risas de sus compañeros. Le entrega el martillo y el clavo al primer muchacho que se encuentra, un chico rubio con pecas. El chico emprende el mismo camino cuesta arriba y se aleja algo más. Pero vuelve también enseguida. Así, uno tras otro, los chicos intentan cumplir el reto que cada año se imponen a ellos mismos: llegar a la puerta del cementerio y clavar un clavo en su puerta. Lo intentan dos, tres, cuatro. Cuando ya sólo quedan tres chavales por probar, es el turno de un chaval gordito, tapado con una manta bajo la que no ha parado de temblar. Coge el martillo y el clavo, decidido a llegar a lo alto del camino, a la puerta del cementerio.

Sus compañeros le jalean, le lanzan gritos de ánimo. Llega un momento en que apenas los oye, pero sabe que no están muy lejos, el camino no es demasiado largo. El corazón le palpita ahora tan fuerte que el resto de sonidos le parecen lejanos e irreales. Pero su agudo oído le permite distinguir ruidos a ambos lados del camino, ruidos extraños, ruidos que no conoce, que no distingue, que no sabe qué son. Pero los ignora. Debe seguir, debe seguir.

En la penumbra de la noche distingue las sombras del cementerio. Ahí está, a sólo unos metros. Se coloca frente a la puerta y toca, con manos frías, la madera de ésta. Ya está, ha llegado. Se gira un momento y ve, a lo lejos, el pueblo apenas iluminado por las velas, desprendiendo una luz fantasmal que le aterra más que tranquiliza. Pero ya ha llegado, así que ahora tiene que hacerlo. Con manos temblorosas, apoya el clavo en la puerta e intenta clavarlo con el martillo. Falla una, dos veces. Casi se machaca un dedo, pero lo intenta una tercera vez. El sonido metálico del martillo contra el clavo le estremece. Siente cómo la madera cede, dejando paso al clavo. Otro martillazo, otro. Tres bastan. Es hora de volver. Sonríe para sí y se da la vuelta, dispuesto a volver, victorioso, con sus amigos.

Pero en ese momento, nota alguien tirando de su manta. Pega un grito e intenta zafarse del ente desconocido que intenta agarrarlo. Tira de nuevo de la manta y nota como aquel ser extraño la sigue agarrando. Así que, con un nuevo grito, sale corriendo colina abajo, abandonando su manta. Cuando llega junto a sus amigos, éstos le reciben con gritos de alegría, de ánimo, de sorpresa, de admiración. Pero él no se para siquiera, sigue corriendo, atravesando la carretera sin mirar, camino del pueblo, gritando: “¡Fantasmas, fantasmas!”. El resto del grupo, sin saber de quién o, peor aún, de qué huye el muchacho, le siguen, gritando como él. No paran ni para despedirse, ni para reunirse, ni para hablar de lo que ha pasado; cada uno corre hacia su casa, sin mirar atrás.

Al día siguiente, se encuentran todos en la iglesia, a la hora de la misa. No se miran, están todos cabizbajos, muchos de ellos no han podido dormir del miedo, del terror al pensar que han despertado alguna fuerza maligna que irá a por ellos. Por todos ellos. A la salida de la iglesia, el valiente vencedor del reto mira hacia el norte, hacia la calle que sale del pueblo en dirección al cementerio. Y se dirige a él, despacio.

- Eh. – le grita el chico de nariz respingona. - ¿Dónde vas?

- Tengo que recuperar la manta.- contesta, sin casi mirarle.- Mi madre me dio ayer una paliza por perderla.

Y se dirige, arrastrando los pies, hacia la iglesia. El chico de nariz respingona ni siquiera se ofrece a acompañarle.

Así que sale del pueblo, despacio y atraviesa la carretera. El cementerio está ahí, muy cerca, mucho más cerca de lo que parecía la noche anterior. Sube poco a poco por el camino, mirando el día sorprendentemente soleado que ha amanecido, los campos que rodean el pueblo, la colina en el otro extremo donde, años después construirán una torre que se acabará conociendo como El Cristo. Suspira, resignado. Tiene que enfrentarse al fantasma, al monstruo que le robó la manta la noche anterior. Sigue su camino y le parece atisbar la manta, allí, junto a la entrada del cementerio. Tal vez el monstruo se asustó tanto como él, tal vez huyó como él, dejando en su camino la vieja manta.

Ahí están, la puerta y la manta. La coge y tira de ella. Pero algo la retiene. Tira un poco más fuerte y se da cuenta de que lo que la retiene, lo que la retuvo anoche es el clavo que él mismo clavó en la puerta. El clavo que clavó en la puerta atravesando en su camino su propia manta. Frunce el ceño, entre enfadado y aliviado. Saca el clavo, después de varios intentos y usando las dos manos y lo tira al suelo. Dobla la manta y se la coloca bajo el brazo. Cuando ya se dirige de vuelta al pueblo, triste pero calmado, vuelve sobre sus pasos, lo recoge del suelo y vuelve a clavarlo en el hueco que ha dejado en la madera. Será un patoso, pero también fue un valiente llegando hasta allí y quiere que el clavo sea testigo de su triunfo.

Cuando por fin entra en el pueblo, con la manta bajo el brazo, sus amigos están todos reunidos delante de la iglesia. Se acercan hasta él corriendo y le preguntan por la manta y por el fantasma. Hasta que alguien se atreve a preguntar:

- Pero… ¿llegaste a la puerta del cementerio o no? ¿Clavaste el clavo?

- Compruébalo tú mismo. – sonríe él. Y se aleja hacia su casa, sonriendo.

En la foto, un atardecer de finales de octubre, en otro lugar, en otro tiempo.

domingo, 25 de octubre de 2015

Cambio de hora

Son las seis y media de la tarde y ya es noche cerrada. Hace más de una hora que tengo las luces de casa encendidas.

Bienvenido cambio de hora, bienvenido horario de invierno.

Hoy es un día absurdo, los relojes de mi casa marcan hasta tres horas diferentes (mi televisor inteligente ha decidido retrasarse dos horas, como si, repentinamente, se hubiera mudado a las Canarias). Los relojes que se actualizan solos, ya lo han hecho. Los que no, languidecen con la antigua hora, resistiéndose a aceptar que hay que cambiarla. Ya.

Estos días, hay en marcha una petición para mantener el horario de verano en nuestras islas, no retrasar el reloj y que no se nos haga de noche a la hora de la merienda. No creo que sirva de mucho, aunque ya se han recogido más de 6000 firmas. Yo he firmado.

Hay quien dice que es una barbaridad, que no se puede hacer. Bueno, no sé, a mi no me parece tan descabellado. Somos un archipiélago, hay que coger un avión o un barco (o dos) para salir o entrar aquí. Como en las Canarias. Entendería que fuera diferente si estuviéramos en la península. Pero somos islas. Para lo bueno y para lo malo. Y estamos al este, muy al este.

Vivimos con una hora de diferencia con Galicia, media hora con Madrid. Aquí, hoy el sol ha salido a las siete de la mañana, en Madrid a las siete y media y en Galicia a las ocho. Entiendo que en la península este horario sea más o menos adecuado, pero lo de llegar a casa de noche del cole, cuando era pequeña, era muy triste. Igual que ahora, dentro de un par de semanas, cuando vaya a trabajar después de comer y vea el sol casi poniéndose, me dará un soponcio. Lo sé.

A mí lo que pide el cuerpo cuando es de noche es dormir. A mí lo que me pide el cuerpo cuando es de día es levantarme. No soy fan de madrugar (¡nada!) y en invierno me cuesta especialmente levantarme por el frío que hace, pero prefiero levantarme un poco antes de que salga el sol y salir de la oficina con algo de luz natural que irme por la mañana al trabajo con gafas de sol antes de las ocho de la mañana y largarme de la oficina siendo ya noche cerrada. Luego la gente se sorprende de que no quiera apuntarme a clase de swing a las diez de la noche ¡si ya hace más de cuatro horas que se ha puesto el sol! Yo a esas horas ya voy en pijama, o casi.

Recuerdo el tema horario especialmente duro cuando viví en Creta. Allí amanecía absurdamente pronto y oscurecía aún más absurdamente tarde. No llegué a pasar allí el invierno, pero recuerdo el cambio de hora como lo peor de mi experiencia. Pero incluso en verano, oscurecía tan pronto que parecía que alguien se había equivocado en esto de poner la hora.

A veces, desearía pasar de la sociedad y seguir el ritmo de mi cuerpo. Levantarme cuando sale el sol y acostarme cuando es de noche. Y pasar de todo. Simplemente.

Oye, igual lo hago.

En fin, me voy a hibernar, que ya me toca.

En la foto, el atardecer de ayer, a través de las cortinas.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Abarcas rojas

El cuatro de Septiembre, pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina por la gran tormenta que cayó en la isla y de la que ya hablé aquí.

Curiosamente, esa mañana, cuando me calcé las abarcas menorquinas rojas que tengo, y que hacía mucho que no me ponía, me acordé de una foto que hice años atrás, en la época de mi exilio cretense, esta foto.

 
No recordé sólo la foto. Recordé perfectamente la sensación de pies mojados bajo la lluvia, en aquel día de otoño. Recordé que tenía que esquivar los caracoles que habían salido a dar la bienvenida a la lluvia. Recordé también la entrada del blog que hice entonces (otro blog, otro idioma) sobre las extrañas sensaciones que me inspiraba el otoño griego. Revisándola, he encontrado cosas que podrían perfectamente definir estos días, como lo de “Otoño es cuando llevas una semana el paraguas en la mochila y no llueve. O cuando finalmente lo sacas, empieza a llover” u “Otoño es cuando vas caminando y sale agua de la punta de tus abarcas”.

En todo eso pensaba, decía, el día cuatro cuando me ponía los zapatos. Y un segundo pensamiento pasó por mi mente “A ver si hoy no llueve”.

Ja.

Ja, ja.

Llovió y granizó. Y mucho. Y en una escapada que hice hasta el coche para comprobar si el granizo lo había abollado (en ese momento, pareció que no, pero finalmente fue sí), esquivando los charcos y mojándome los pies, hice esta otra foto.


Mucho ha cambiado entre ambas fotos. O muy poco. La tobillera cretense de entonces se ha transformado en una tobillera greco-namibia. Ahora llevo alguna tobillera más. Y las abarcas están más viejas. Pero lo demás… ah, lo demás. Yo creo que no ha cambiado tanto. O al menos, me siento la misma que entonces.

Siete años han pasado entre ambas fotos. Siete.

Ostras, sí que me duran las abarcas.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Cuatro de septiembre

Ayer fue el último día de una reunión que me ha dejado sin fuerzas, exhausta, algo cabreada y que no pasará a los anales de mi historia laboral precisamente como una maravillosa reunión. Una semana en la que colegas de oficina me han preguntado “Cuando vas fuera a tanta reunión, ¿siempre es así? ¿Siempre trabajáis tantas horas?”. Pues sí. Muchas horas de trabajo, algunas no especialmente agradables, y que te obligan a seguir trabajando días después (por ejemplo, un sábado a las 8 de la mañana, uf). Una reunión cansada, por tener que organizarla, estar pendiente de todo, desde un enchufe extranjero que hay que sustituir hasta cómo organizar un transporte al aeropuerto en medio de un caos circulatorio.

Debo admitir, y lo admito, que las noches han sido divertidas, con una compañera inesperada de casa, con conversaciones sinceras en algunos de mis lugares favoritos de la ciudad, entre copas de vino y buena comida. Ah, y algún bailoteo de lindy hop y hasta boogie con un colega italiano, convenientemente jaleados por el resto de la tropa. Dios mío, hay vídeos de ese momento. Y están en posesión de mi enemigo declarado número uno. Pero no me importa: lo máximo que puede pasar es que me avergüence de lo mal que bailo. Aunque siempre le puedo echar la culpa a mi pareja de baile, aunque no es el caso.

Ayer, además, me entristeció intensamente una tontería tan tonta que, probablemente, al acabar esta frase, ya habré olvidado. Ay, pues no. Bueno, pero fue una chorrada de esas que, con el cansancio y el cabreo acumulado de toda la semana, se te clava en el corazoncito (o por ahí dentro) de una manera tonta, te pone los ojos rojos y te hace enfurruñar. Pero es tan tonta que al final de este párrafo, ya la habré eliminado de mi mente.

Pues tampoco.

Bueno, seguro que, dentro de un tiempo, cuando relea esto, ni siquiera sabré a qué me refería. Es muy probable. Suele pasar. Yo soy así.

Es igual. El cuatro de Septiembre pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina como el día que cayeron granizos de hasta 5 cm del cielo y se batieron records de lluvia. Porque sí, ayer granizó, llovió, tronó, sopló viento fuerte, hubo inundaciones, árboles caídos, vuelos con retraso, cancelaciones y carreteras colapsadas. Fue un día extraño, complicado, agotador. Fue un día de esos que probablemente sería mejor olvidar. Aunque sé que nunca lo olvidaré, porque mi CocheCapricho ha quedado marcado para siempre (en techo y capó) con unos pequeños cráteres fruto de la granizada matutina.

Snif, snif.

Estas son algunas de las imágenes de un día histórico (e histérico).







lunes, 19 de enero de 2015

Víspera

Hoy es la víspera del patrón de mi ciudad, San Sebastián. Hoy las plazas de mi ciudad se llenan de fuego, de música, de gente, de fiesta. Hasta de luces de Navidad. Son unos días mágicos, estos de mitad de enero, con toda la isla celebrando algún que otro santo, San Honorato, San Antonio, San Sebastián.

Hoy es noche de salir a la calle y pasear, de encontrarte con conocidos, de criticar los grupos de música de este año (nunca, nunca, nunca he oído a nadie totalmente satisfecho de los mismos), de refugiarte de la lluvia porque sí, muy a menudo, más de lo que quisiéramos, llueve el día de la revetlla.

Hoy es una noche muy chula en mi ciudad. Cada año es diferente, cada año es especial por algo, aunque sea sólo porque no pase nada especial y cada año, en cuanto acaba, quieres que pase ya el año entero para volver a ver las calles llenas de gente, las plazas iluminadas por el fuego y con banda sonora en directo.

Hoy, aunque llueva, la ciudad vive y respira de una manera que no lo hace el resto del año.

La noche más sonada del año, dicen por ahí.

Y yo, en Roma.

La foto es de anoche, en esta ciudad maravillosa. Que sí, que lo es, pero hoy tengo el corazón un poco partido.

jueves, 8 de enero de 2015

Ayer

Ayer iba a actualizar el blog, pero la realidad pudo conmigo. Me parecía absurdo hablar de cualquier tontería que tengo en el tintero con lo que estaba pasando. Luego pensé que podría escribir sobre el atentado en Charlie Hebdo, pero era un hecho demasiado reciente y temía no ser capaz de escribir sobre lo que pensaba así, en caliente. Igual escribía alguna barbaridad. No, mejor dicho, no me creía capaz de escribir nada a la altura de los acontecimientos. Porque decir que me quedé sorprendida es poco. O asustada. O alucinada. O decepcionada. Me parecía que era irreal, ficción, que una barbaridad así no podía estar pasando, no podía estar pasando aquí al lado.

Pues sí.

Yo no entiendo los fundamentalismos. Ningún tipo. No concibo lo que es ser fundamentalista, querer, creer, vivir algo tanto que necesitas obligar a los demás a que también lo quieran, lo crean, lo vivan como tú. Hablo de fundamentalismos de cualquier tipo, religiosos, alimentarios o lo que sea. Yo puedo ser muy fan de algo y desear compartir sus maravillas con los demás, pero nunca intentaría obligar a nadie a que lo siguiera. Yo qué sé, yo desde que descubrí la copa menstrual como elemento (juas) de higiene femenina me parece lo más. Y si, estando con amigas, ha salido el tema, siempre alabo sus maravillas. Pero sé de gente a la que no le gusta, no le va bien o no lo encuentra cómodo. De hecho, entiendo perfectamente que haya gente a la que no le guste, no le vaya bien o no lo encuentre cómodo. Y ya está. O como el “Sálvame”. A mí no me gusta ese programa, no lo veo y creo que es totalmente imprescindible. Pero no lo veo. Me da igual que exista. Probablemente sería mejor que no existiera y que la gente viera otra cosa en su lugar (o apagara la tele y leyera un libro), pero yo qué sé qué le pasa por la mente a otra gente, yo qué sé qué buscan viendo “Sálvame” y, si ellos son felices viéndolo, no voy a obligar yo a que quiten el programa. Yo no lo veo y punto. Nadie obliga a nadie a verlo. Y, por supuesto, no iré por ahí con una pistola matando a las que no usan copas menstruales o a los que ven “Sálvame”.

Después está lo de matar en nombre de un dios o un profeta. Yo no sé si existe un Dios, o una Diosa, o muchos dioses y diosas. Pero lo que creo es que ningún Dios estaría nunca orgulloso de una matanza en su nombre. Y mira que se ha matado en nombre de la religión muchas veces, en nombre de muchos Dioses. Pero no son las religiones las que provocan la muerte, son los hombres malinterpretando los dictados de esas religiones. Puedo estar equivocada, mi educación fue sólo católica, pero entre eso y lo que he leído de otras religiones, la base de ellas es el amor. O el Amor, así, con mayúsculas. Las religiones, en sus bases, en sus orígenes, hablan de amar, de hacer el bien. Algunas de las reflexiones más bonitas sobre las religiones las encontré en el libro “Life of Pi” de Yann Martel. El protagonista, de niño, criado hindú, entra en contacto con el cristianismo y el islam y quiere seguir las tres religiones, ante la sorpresa y el rechazo de todos los que le rodean. Él no entiende por qué los que le rodean se sorprenden, ya que lo único que quiere es acercarse a Dios, buscando el mejor camino. De hecho, describe la religión como eso, como caminos, como puentes que atraviesan un río para llegar hacia un Dios, distintos puentes, pero cruzando un mismo río y llegando a la misma orilla.

Pero me desvío del tema.

He intentado no leer demasiadas cosas sobre el atentado de ayer. Sí, me he informado, he leído noticias, algunos artículos y he visto las muchas viñetas conmemorativas que se han dibujado. Pero los comentarios de la gente se me han atragantado. Algunos. He mirado así, por encima, opiniones de gente (desconocida) que dejaba comentarios aquí y allá y, cuando he empezado a leer cosas tipo “Es que con algunas cosas no se juega”, “Es que hay que poner límites a las ofensas” he decidido dejar de leerlos. Porque me cabreaba. Porque me daban ganas de decirles, a esos que piden que no se bromee o se opine o se hable de según qué que se callen, que no opinen, que no escriban lo que escriben porque a mí me ofenden. En un tono irónico se me ocurrían mentalmente muchas respuestas. Muchas. Porque si vamos a poner límites, ¿quién los pone?, ¿quién lo va a decidir? Pongamos que a mí me dan miedo los gatos. Pongamos que cada vez que veo un vídeo de esos de gatos haciendo monerías, me pongo enferma. Pues deberían prohibir todos los vídeos de gatos en internet. ¿Por qué no? A mí me molestan y, ¿quién va a decir que la molestia que a mí me provocan no es más grave que la que provocan lo que otros hacen? Más aún, odio los gatos. Que desaparezcan de la faz de la tierra. ¿No? ¿Por qué no?

No sé. Yo aún estoy confusa, cabreada y un poco perdida. ¿Qué mundo es éste en el que se mata a tiros a gente cuyo presunto delito es hacer unos dibujos? ¿Qué mundo es éste en el que unos asesinos se escudan en la religión para hacerlo? Como dice una frase que, por lo visto, se le atribuye erróneamente a Voltaire, “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Y, siguiendo con frases, dicen que ésta es de George Orwell “Si la libertad significa algo, será sobre todo el derecho a decirle a la gente aquello que no quieren oir”.

Creo que el único límite de nuestra propia libertad debería marcarlo la libertad de los demás. La libertad de uno mismo acaba donde empieza la libertad del de al lado. Yo puedo hacer lo que quiera con mi vida, con mis creencias, con mi tiempo, siempre y cuando eso no impida que tú hagas lo que quieras con tu vida, con tus creencias, con tu tiempo. Vive y deja vivir. No hagas daño a los demás. Sonríe y ama.

A mí me parece sencillo.

Por lo visto, no lo es.

miércoles, 31 de diciembre de 2014

El último

Hoy es el último día del año. Hoy sí, hoy es día de rememorar lo que han pasado en los últimos 365 días, lo bueno y lo malo. Ya hice mi resumen anual en el blog Catorce cosas y, como podréis ver en los comentarios de esa entrada, después de escribirlas aún pasaron más cosas buenas durante el año. Así que no hace falta revisar nada más, el 2014 ya está revisado. Al menos lo bueno. De lo malo… bah, de lo malo no hay ni que hablar.

Bueno, sí, tengo una cosa pendiente. En el día del libro de este año, por iniciativa de Bichejo, hice un listado de libros que quería leer antes de final de año. Me lancé a lo loco y puse diez. A finales de verano, creía firmemente que lo conseguiría, que los leería todos, pero la vida se complicó y al final no, al final me han quedado dos pendientes de leer: “En el último azul” de Carme Riera (Que empecé hará cosa de un mes, pero no me apetecía mucho, ni me apetece ahora, así que no sé cuándo lo leeré) y “The Chessmen” de Peter May, el tercer libro de la trilogía de Lewis. En mi defensa diré que he cambiado éste último por otro del mismo autor, “Runaway”, un libro que aún no se ha publicado pero del que tengo copia en primicia (como conté aquí) y que ya estoy leyendo. De modo que, no, no he cumplido mis previsiones. Pero casi. Aunque tampoco pasa nada, claro.

A lo que iba, hoy acaba el año. Y no sólo es día de recordar los últimos 365 días, también es día de empezar a planear los próximos 365 días. No soy nada dada a hacer propósitos para el nuevo año. Pero… PERO. Pero me he dado cuenta de que llevo demasiado tiempo dejándome arrastrar por la corriente, dejando que la vida me lleve un poco donde quiere, sin tener objetivos claros, sueños definidos, objetivos realistas. Así que sí, este año he decidido proponerme cosas para 2015. Tal vez no las cumpla todas, pero es bonito tener sueños, esperanzas y cosas que deseas. Y propósitos y retos. Ahí van, cosas que tengo que hacer o mejorar o alcanzar en 2015.

- Hacer más deporte. De verdad. Sé que es un típico de todas las listas del mundo mundial, pero lo necesito. Necesito perder algo de peso o al menos ganar algo de músculo. Seguir con mis clases de Pilates, nadar, tal vez saltar y siempre, siempre, bailar.

- Tener sueños. Sueños reales y cercanos, pero también sueños improbables e imposibles. Desear cosas que igual son difíciles de conseguir, aunque no sea a corto plazo, aunque sea a largo plazo. Como tener una casa con una puerta roja. O suelos de madera.

- Hacer algún viaje de placer. Que sí, que viajo mucho por trabajo y me encanta. Pero necesito algún viaje de placer. Y aunque ya tengo dos cortitos programados para 2015, necesito un viaje que escoja yo, que desee yo, que planee yo. Cuándo, cómo, dónde y con quién yo quiera. Incluso sin nadie.

- Plantearme retos laborales y volver a recuperar la ilusión por mi trabajo. Siempre digo que trabajo en lo que me gusta y que me encanta. Pero me siento estancada, me dejo llevar totalmente por la corriente y no tengo energías para nada. Y necesito recuperarlas. Posibilidades tengo, se han abierto las puertas de algunas colaboraciones interesantes, de ideas para cosas chulas, pero me falta encontrar una chispa, volver a sentir esa emoción de la inquietud, de la búsqueda de conocimiento, del querer saber más y moverme en esa dirección. Y, si no lo encuentro… pues solucionarlo.

- Tomar las riendas de mi vida. En el sentido de hacer de vez en cuando lo que yo quiero, no lo que debo hacer, o lo que esperan que haga, o lo que quieren que haga. Esto incluye hacer alguna tontería. De vez en cuando. Que soy demasiado formal.

- Dormir de manera razonable, sobre todo entre semana. Basta de irme a dormir un día a las diez y media de la noche y otro a la una y pico de la mañana. Basta de engancharme a series hasta altas horas de la mañana y maldecirme a mí misma a la mañana siguiente. Necesito un orden en mi vida y soy yo la única que lo puedo poner. Organizarme la semana, hacer cosas que me gustan después del trabajo, sí, claro, pero no a costa de perder horas de sueño.

- Dejar las patatillas. Dejar los ataques a patatillas a altas horas de la noche, generalmente asociados al punto anterior. De verdad, es muy importante que ponga un poco de orden en mi caos. Creo que mi salud me lo agradecerá.

- Abrirme al universo. Que es el eufemismo de encontrar pareja, ligue o como se llame ahora. Dejarme de tonterías, dejar de asustarme, dejar de tener miedo a que me hagan daño y lanzarme al universo. Que sale bien, estupendo. Que sale mal, pues que me quiten lo bailao. Abrirme al universo de verdad, de la manera que sea, sea como sea.

- Procrastinar menos. Soy la reina de la procrastinación. Y procrastino en todo, tanto en lo que me gusta como en lo que no. He llegado un momento en mi vida en que tengo tantas cosas que me gusta hacer en mi tiempo libre, que me estreso, no sé qué quiero hacer en cada momento y, al final, pierdo más el tiempo pensando que disfrutando de la vida. Necesito ser más efectiva, más productiva, tanto en horario laboral como en horario de ocio. Si tengo diez minutos libres, aprovecharlos en lo que me apetezca en ese momento y no lamentarme de lo que podría hacer si en vez de diez tuviera treinta. No debería ser tan difícil, pero para mí lo es.

Creo que como propósitos de Año Nuevo no están mal. Puede que sean muy generales, pero son lo que necesito. Hay que asumir objetivos, hay que proponerse metas, hay que intentar alcanzarlas. Y, si no lo hacemos, al menos no poder decir que no lo hemos intentado.

Feliz salida y entrada de año. Yo esta vez me quedo en casas, con mis amigos los analgésicos, los antiinflamatorios y los antibióticos. Tampoco es tan malo, no os creáis.

La foto la hice en el mar esta primavera. Me ha parecido adecuada para hoy, aunque no sé muy bien por qué.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

A la deriva

Hoy me ha sorprendido la noticia de que un buque de investigación español había rescatado en aguas cercanas a Sicilia a casi 200 personas que viajaban en una patera a la deriva. La noticia me ha llamado la atención, no sólo por el hecho en sí, sino también por cómo en algunos medios se trataba: somos los héroes que hemos rescatado a los pobrecitos africanos. Muy distinto de cómo se trata a veces el tema de la inmigración en algunos medios de comunicación: esos africanos malos que vienen a invadir nuestro territorio. Además, me ha llamado la atención que, una vez más, se cometan fallos cuando se mencionan centros de investigación o buques oceanográficos. El barco era el Sarmiento (no Santiago) de Gamboa que pertenece al Consejo (no Centro) Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), uno de los organismos públicos de investigación (OPI) que ha sufrido serios recortes en sus presupuestos en los últimos años. Pero no quería hablar de esto.

Me ha hecho pensar bastante esta noticia. Me ha recordado una conversación que tuve con alguien hace unas semanas, en la que se quejaba de la polémica que había habido en relación al trato que habían recibido un grupo de inmigrantes en Tenerife. Me refiero a esta noticia, cuando los transportaron en la parte de atrás de un camión. En palabras de la persona con la que hablaba (que podría ser perfectamente una tertuliana de TeleAhínco), “¿De qué se quejaban? Deberían dar las gracias, total ellos están acostumbrados a comer con las manos y dormir en el suelo”. Y eso me hizo pensar que sí, que aún hay mucha gente, muchos de nosotros que siguen pensando que nosotros los blanquitos somos mejores o más importantes o más evolucionados que los pobres negritos que pasan hambre. Porque, ¿qué ha pasado con el ébola? ¿Cuántas horas ocupa ahora en la prensa o en los informativos? Y, que yo sepa, sigue habiendo una epidemia grave y sigue muriendo mucha gente cada día. Pero claro, no es en Europa, no son blancos. Pero tampoco era de esto de lo que quería yo hablar hoy.

La noticia de hoy me ha recordado una conversación que tuve con un capitán de otro buque de investigación, hace unos meses. Era mi primera campaña en aguas del sur de España, en el mar de Alborán, y estábamos en mitad de ninguna parte, cerca de la isla que da nombre a esa parte del mar Mediterráneo, un islote a medio camino entre Europa y África, aunque más cerca de ésta. El buque recibió una llamada de una patrullera avisándonos de la posibilidad de que hubiera pateras por la zona y de que les avisáramos si veíamos algo. No vimos nada, aunque al día siguiente (o tal vez fue ese mismo día, no lo recuerdo) rescataron a 70 inmigrantes en dos pateras allí cerca. Ese hecho nos dio pie a varias conversaciones con el capitán sobre cómo actuaría si viera una patera, qué haría, si le podrían obligar a no recoger o a recoger a los inmigrantes, etc, etc. Creo que le avasallamos a preguntas, con la inocencia (y tal vez estupidez) de quien va poco al mar y cualquier evento nuevo es todo un espectáculo. Él nos contestó con calma, con la gravedad que tienen los que han pasado muchas horas en el mar y han visto, muchas, muchas cosas, incluyendo cosas terribles. Y nos dijo claramente que en su barco mandaba él, que un capitán es la máxima autoridad de un barco y que él toma las decisiones que considera oportunas en cada momento, dependiendo de las circunstancias. Ante nuestra insistencia sobre qué haría (repito, con la emoción que sentíamos de algo nuevo y novedoso, con la inocencia estúpida de quien habla de hechos como algo teórico) se puso serio (bueno, nunca dejó de estarlo en toda la conversación) y zanjó el tema con un “Como capitán, si veo una embarcación y considero que sus ocupantes están en peligro, por supuesto que los rescataría y nadie me podría decir absolutamente nada”. Entonces me di cuenta de que lo que para nosotros era algo teórico, una anécdota después de muchos días seguidos de mar en los que lo más emocionante que pasaba es que los domingos había para desayunar donuts, para él eran hechos, hechos reales. Me di cuenta de que se había enfrentado a la realidad que nosotros sólo teorizábamos, que había mirado a los ojos a inmigrantes que intentan llegar a nuestras costas muertos de hambre y de miedo y, de hecho, hizo algún comentario al respecto, sin entrar en detalles y que yo interpreté como un “Esto es un tema serio, dejad de frivolizar”. Y dejamos de frivolizar con el tema respetando un silencio que, seguramente, en su cabeza estaba lleno de imágenes y recuerdos.

He recordado todo esto por esta noticia. Por lo diferente que ve a los inmigrantes una persona que los observa a través de la tele, sentado en el confortable calor de su casa a como los ve alguien que está allí, en mitad del mar y con el frío calado hasta los huesos, tendiéndoles una mano para ayudarles a subir a un barco, dándoles algo de comer, de beber o una manta para abrigarse. Hay gente que ve en esos inmigrantes a los violadores de sus hijas, a los pobres incómodos que piden en los semáforos, a los trabajadores poco exigentes que hacen trabajos cobrando una miseria. Pero no suelen pensar que hay quien ve en esos emigrantes a un padre de familia que se va a ganar dinero para sus hijos, a un hermano que abandona a su familia buscándoles un futuro mejor, a una madre que arriesga su vida y la de sus hijos por asegurarles la comida de mañana.

He escuchado hace un rato las palabras de la capitana del Sarmiento de Gamboa y me ha impresionado por su serenidad, por su clara descripción, por su sinceridad expresando con emoción contenida lo que han vivido. Me quedo con la última frase de sus primeras declaraciones “Al final se han salvado un total de 408 vidas, que es lo importante”. Pero la segunda grabación, ésta, es brutalmente emocionante.

Lo de la foto no es un carguero, es la isla Alborán, en el amanecer del 1 de mayo de este año.

domingo, 19 de octubre de 2014

Octubre

Octubre. Domingo 19.

Temperaturas máximas por encima de 30º.

Así que, como reza un proverbio que me he inventado esta mañana, “Si Octubre te trae temperaturas por encima de 30º, vete a la playa”.

Y eso he hecho.







Buen inicio de semana.

lunes, 6 de octubre de 2014

Lo del ébola

La que se está armando con el virus del ébola. Esta tarde, estaba trabajando tranquilamente y escuchando la radio cuando he oído la primera alarma de un posible caso de contagio secundario a una enfermera de Madrid. Cuando he cogido el coche tras la clase de lindy hop, he oído por la radio el inicio de la rueda de prensa en la que se confirmaba la noticia.

“Menuda cagada”, he pensado.

Sí, menuda cagada.

Estuvimos discutiendo sobre el ébola en un soleado día de verano con unas amigas, todas biólogas de carrera u honorarias. Hacía pocos días que habían traído al primer religioso enfermo y, mientras algunas consideraban el hecho una barbaridad, yo no tenía una opinión tan clara. Bueno sí: tenía (y sigo teniendo) claro que si hubiera sido un familiar mío, hubiera querido lo trajeran. Pero, pensándolo fríamente, traerlo habría sido (y fue) una barbaridad. Luego hubo un segundo caso y pasó lo mismo, con el mismo resultado final. Y luego pasó lo del espeleólogo atrapado en una cueva peruana, en cuyo rescate no participó el Gobierno porque aparentemente no cubre accidentes en situaciones arriesgadas. O algo así. Aunque, ¿no deja de ser un riesgo trabajar con pacientes enfermos de ébola?

La cuestión es que lo de repatriar enfermos de ébola ha sido una cagada, como se ha demostrado hoy. O tal vez la repatriación no lo ha sido, pero que se haya producido (de momento) un contagio sí que es una gran cagada. Movilizar enfermos contagiados de un virus tan mortífero como éste es sumamente peligroso. Me flipó en su día que se decidiera de manera rápida y aparentemente sin ningún tipo de consulta. No hablo de la consulta catalana (jajaja), hablo de que tal vez, sólo tal vez, el Gobierno español no debería haber tomado esa decisión sin consultar no sólo a expertos en el tema, sino a autoridades superiores, sí, europeas, porque, no olvidemos, la circulación de personas es libre entre nuestras fronteras, con lo que repatriar a una persona enferma a España es prácticamente hacerlo a Alemania o a cualquier otro país europeo.

Igual suena frívolo, pero lo del ébola me recuerda soberanamente a “Guerra Mundial Z”, el libro, no la película que no he visto (ni quiero ver). Desde el primer momento en el que se habló de este brote de ébola, mi mente lo compara con la epidemia zombi del libro. Y sigo haciéndolo. Las imágenes de controles entre países africanos afectados por la enfermedad me recordaban terriblemente a los controles con perros para detectar zombis que describe el libro. Hasta la presencia de un supuesto suero curativo (o los correos en mi bandeja de entrada sobre una supuesta vacuna) tiene su equivalente en el libro. Y, al igual que pasa en el libro, está empezando a cundir el pánico, a un nivel, de momento limitado y siendo ésta una epidemia, de momento, más controlada pero mucho más terriblemente real.

Sólo veo una parte positiva a esto: tal vez ahora por fin, por fin ahora, los países llamados desarrollados acepten que hay un problema serio, muy serio en algunos países africanos y que es necesario todo el apoyo internacional para frenar este virus. Porque es una cosa seria, muy seria. Hay mucha gente muriendo por culpa del ébola, mucha. Es una enfermedad muy grave y muy contagiosa y en algunos países de África está haciendo estragos. Pero parece que las únicas muertes que importan son las de blancos. Una vez más, África sigue siendo la gran olvidada. O ignorada.

La ilustración, de André Carrilho, la vi hace algunos días en twitter y no podría parecerme más adecuada.

martes, 8 de julio de 2014

De cocodrilos y tobilleras

Hace ahora seis años (¡glups!) por estas fechas, estaba yo preparando lo que con posteridad llamé mi exilio cretense: los cuatro (maravillosos) meses que pasé en esa isla griega. Fue una experiencia increíble, de la que guardo muchos recuerdos y fotos, decenas de entradas en el blog que tenía entonces y algunos contactos y amistades. Durante aquellos meses, trabajé mucho y descubrí mucho de Creta. Casi cada fin de semana me lanzaba a recorrer la isla, con transporte público o coche de alquiler, llegando hasta esos rincones que ni siquiera aparecen en las guías.

En una de esas excursiones, descubrí, de camino al valle de Amari, una presa recién construida, con un embalse en el que apenas comenzaba a haber agua. Me impresionó mucho el lugar y me impresionó ver una iglesia en el fondo del embalse, todavía intacta y la iglesia nueva que habían construido en lo alto del embalse para sustituir aquella. Recuerdo que estuve allí un buen rato, parada, admirando el paisaje cambiante, haciendo multitud de fotos, impresionada por aquella iglesia a punto de sucumbir bajo las aguas, de aquellas carreteras que acababan en el fondo del embalse.

Ayer volví a pensar en ese embalse cuando vi esta noticia: se ha avistado un cocodrilo en ese embalse.

¡¡Un cocodrilo en Creta!!

Suena a noticia engañosa de internet. Pero no, por lo visto es cierta, incluso se ha grabado la presencia del bicho con un drone. Impresionante.

¿Qué hace un cocodrilo en Creta? Me imagino que es la típica historia de mascota que crece demasiado y se acaba soltando en la naturaleza. ¿No conocéis a nadie que tenga un cocodrilo en casa? Pues hay gente que tiene. Yo conozco a uno.

A lo que iba, hay un cocodrilo en Creta (y quieren capturarlo vivo). Y la noticia me ha parecido una excusa perfecta para recordar mi vida cretense y repasar algunas fotos de entonces, del embalse, de la presa, de la iglesia. Las recordaba más bonitas.






Y, siguiendo con la línea de pensamiento cretense, estando allí, hice una excursión a una maravillosa isla de playas cristalinas en la que compré una tobillera que usé durante mucho tiempo y de la que ya hablé aquí, de color rosa que se fue convirtiendo en blanco con el tiempo. Se me rompió en un par de ocasiones y siempre la pude arreglar, menos cuando se me rompió mientras jugaba con ella en una terraza de un restaurante en Swakopmund (Namibia). Allí quedaron, entre las tablas del suelo, muchas de las cuentas de mi tobillera. Pero guardé las que recuperé, pensando en resucitarla. Allí, en Swakopmund, compré cuentas blancas, hechas de cáscara de huevo de avestruz. Y ha sido ahora, hoy, más de un año después cuando, por fin, he creado la tobillera que quería: mezcla de recuerdos cretenses y recuerdos namibios. Y así es, mi nueva/vieja/reconstruida tobillera.


miércoles, 26 de marzo de 2014

Aeropuerto

Anteayer empecé a escribir esta entrada pero luego la borré, porque no tenía muy claro si la opinión que tenía en ese momento me iba a perdurar en el tiempo. La decisión de ponerle el nombre de Adolfo Suárez al aeropuerto de Barajas me pareció un calentón de nuestros gobernantes, un “ostras, hay que rendirle un súper homenaje, súper, súper, súper grande”. Luego lo pensé mejor y me planteé si ya lo tenían pensado, si era una decisión premeditada, un homenaje programado y no un calentón espontáneo. Creo que leí en algún sitio que la idea ya se planteó hace algunos años. Pero ya se sabe, los homenajes mejor a los muertos, no vaya a ser que disfruten en vida del reconocimiento general.

No voy a decir yo aquí nada sobre Adolfo Suárez que no se haya dicho ya, porque además yo lo sé de él es porque me lo han contado. Nací a finales de los setenta, así que para mí Suárez es alguien que aparecía en los libros de textos y de quien me contaban cosas, pero alguien a quién yo he visto en acción más bien poco. Así que no voy a decir nada más sobre él, está todo dicho y tampoco creo que pueda aportar nada. Pero lo de darle su nombre a un aeropuerto… eso sí que lo he vivido y puedo opinar.

Mi primera reacción fue la risa. ¿Por qué? ¿Para qué? Sí, como homenaje es fascinante pero ¿sabéis el follón que es cambiar el nombre a un aeropuerto? No, yo tampoco lo sé, pero sí que sé que trabajo para un organismo del Estado que cambia de Ministerio con una facilidad apabullante. Y sí que sé el follón que supone cada vez que nos cambian de Ministerio. Hay que cambiar la firma de los correos y el logo de todos los documentos que hacemos. Eso es sencillo, es electrónico y ya está. Simplemente hay que recordar cada vez a qué ministerio pertenecemos e intentar no meter la pata. Lo que ya es más difícil, tedioso y costoso es cambiar el nombre en los lugares físicos: las placas de los edificios, el logo en los buques, el de los coches oficiales y de más sitios en los que debe aparecer y no recuerdo. Hay que reutilizar los sobres con logos de ministerios que ya no existen a base de pegatinas y más pegatinas. Y multitud de papeles oficiales en blanco ya sólo sirven como hojas en sucio. Y así hasta el infinito. Si cambiar de Ministerio da todo este trabajo y tiene un importante coste económico, ¿cuánto costará cambiar el nombre a un aeropuerto? Pues por lo visto muchos euros.

Además, a la gente le costará acostumbrarse, eso es lo que pensé. Pero luego recordé algo que pasó en mi Universidad siendo yo estudiante. Cuando empecé a estudiar, el edificio de Biología se llamaba Darwin (un nombre muy apropiado, por otra parte), pero decidieron rebautizarlo con el nombre de un geólogo mallorquín, Guillem Colom Casasnovas. Al principio, nadie lo llamaba así. El edificio Darwin era el Darwin. Y punto. Pero con los años, la gente empezó a olvidar ese nombre y, de hecho, los nuevos estudiantes ya lo conocían como Guillem Colom. Y estoy segura que hoy en día muy pocos estudiantes conocen que ese edificio se llamaba antes Darwin. Así que después de recordar esto, he pensado que lo de cambiarle el nombre al aeropuerto no es tan mala idea. Para muchos de nosotros será un poco difícil acostumbrarnos, pero para las nuevas generaciones será su nombre desde el principio, así que no les extrañará. Y mejor aún, se preguntarán quién era Adolfo Suárez y tal vez así se acerquen un poco más a la figura del Presidente. Sólo por eso, el cambio de nombre ya vale la pena.

Pero (siempre hay un “pero”), pero sigo teniendo reticencias en lo de gastar tanto dinero (nuestro) en algo así. ¿No sería mejor invertir ese dinero en otras cosas? Por ejemplo, ¿en investigación de la enfermedad que acabó con Suárez, el Alzheimer? Circula ya una petición por ahí para usar ese dinero en eso, en investigación. No servirá para nada, esta vez ya es tarde, pero hubiera sido una maravilla, un homenaje sublime, crear una beca, un contrato, un premio, un algo de investigación sobre el Alzheimer con el nombre de Adolfo Suárez. Hubiera sido tan bonito como fue en su día la creación de un premio de fomento a la investigación con el nombre de la que fue rectora de mi Universidad, la Dra. Montserrat Casas. A mí, este tipo de homenajes me parecen más bonitos, más útiles, pero probablemente no tan mediáticos.

En la foto, el aeropuerto de Frankfurt, que juraría que se llama simplemente así, aeropuerto de Frankfurt.

viernes, 14 de marzo de 2014

Horario guiri

En los últimos meses, se ha oído bastante hablar sobre el tema de los horarios, de lo poco europeos que son y de cómo afectan al rendimiento laboral. Cualquiera que se haya movido un poco fuera del país, se habrá dado cuenta de que en España comemos y cenamos a horas mucho más tardías que el resto del mundo, lo que hace que las noches se alarguen más de lo que parece sano y nuestras horas de sueño sean menos.

Durante mucho tiempo, yo estaba convencida de que el resto del mundo estaba equivocado y que nuestros horarios eran estupendos. No sé si es porque ahora he viajado más que cuando pensaba eso o porque me estoy haciendo mayor, pero creo que nuestros horarios son pura bazofia y cada vez más me gustaría ser europea, en cuanto a horarios, me refiero.

Me parece una barbaridad, por ejemplo, que las series del prime time empiecen después de las 10:30 de la noche y acaben pasada la medianoche. Siempre me pregunto si yo soy la única en el país que madruga. Yo tengo un horario de entrada al trabajo bastante flexible, entre las 7:30 y las 9:00, pero me gusta llegar sobre las 8. Y no me gusta levantarme y salir corriendo al trabajo, me gusta desayunar tranquilamente leyendo un rato y escuchando la radio. Así, mi hora buena para levantarme serían las 6:30. Si viera las series o películas del prime time, dormiría apenas 6 horas, que a mí no me bastan. Hace bastante que dejé de ver cosas en la tele que empiezan a la hora que me estoy planteando ya meterme en la cama. Si quiero ver alguna serie, las sigo por internet. Me niego a pasar sueño en el trabajo por los horarios despóticos de la tele. Aunque admito que a veces me engancho y mis horarios no son todo lo regulares que desearía.

Cuando yo era pequeña, los telediarios empezaban como ahora, a las 9. Pero acababan a las 9:30, en dos minutos daban el tiempo y luego hacían algo que durara media hora o menos (creo recordar) y ya a las 10 empezaba la película. Sigo pensando que las 10 es muy tarde para empezar a ver cualquier cosa, pero había esos programas de media hora (sitcoms americanas, creo recordar) que te entretenían un rato y luego ya te ibas a dormir. Ahora todo empieza tarde. Hasta los programas protagonizados por niños empiezan a las tantas. Y parece que acaban sólo un ratito antes de que suene el despertador.

Lo del horario europeo lo he disfrutado especialmente estos días en Namibia (vale, no es muy adecuado llamarlo “horario europeo” estando en África, pero de alguna manera lo tenía que llamar. Venga, horario guiri.). Me levanto antes de las 7, trabajo de 8 a 1 y de 2 a 5 y me voy al hotel. Paseo un rato, voy al súper, lo que sea. Ceno cuando tengo hambre, sean las 7 o las 8, a las 9 y pico ya he hecho casi todo lo que tenía que hacer y antes de las 10 suelo meterme en la cama a leer o ver alguna serie. Duermo 8 horas de sobra, a veces me despierto incluso antes de que suene el despertador, porque he dormido como una bendita y he descansado estupendamente.

Lo de las comidas es otra barbaridad. Aquí desayuno a las 7 y pico y como de 1 a 2. Perfecto. En casa, yo no me puedo ir de mi oficina antes de las 2.30 (es decir, tengo que estar obligatoriamente en la oficina de 9 a 2:30 y cubrir el resto de horas entre las 7:30 de la mañana y las 7 de la tarde, menos los viernes, que por algún motivo que desconozco, no me cuentan las horas si trabajo después de las 3.30). Lo que decía. Yo desayuno sobre las 7 y no suelo comer hasta casi las 3. Aunque en medio tomo una merienda (sí, en Mallorca llamamos merienda también a lo que tomamos a media mañana), suelo llegar a comer desesperada de hambre. ¿Por qué no puedo ir a comer a la 1.30 que es lo que me pide el cuerpo? No tengo un trabajo de atención al público, así que me resulta difícil explicar la tiranía horaria. Igual que me resulta difícil explicar por qué no puedo trabajar un viernes un rato por la tarde, que suelen ser días que mi nivel de concentración es bastante alto.

He oído por ahí que se estaban planteando atrasar una hora los horarios, para corregir esto. ¿QUÉ? Atrasar los horarios no nos llevará a modificar los hábitos. Y viviendo en la comunidad autónoma más oriental del país, os aseguro que si se hace, me dará algo. En Baleares, en invierno a las 5.30 ya es noche cerrada. Pero totalmente cerrada. ¿Os imagináis vivir en un sitio en el que fuera de noche a las 4.:30? Yo sí, porque ya lo he vivido. Cuando estuve en Creta, viví 3 semanas en el horario de invierno y me quería morir. A las 4 era ya casi de noche y a las 4.30 ya era noche cerradísima. Claro, amanecía prontísimo pero, ¿para qué?

No, el cambio de hábitos no implica un cambio de huso horario, implica un cambio en las costumbres. ¿Qué sentido tiene trabajar hasta las 7, las 8, las 9 de la tarde? ¿Qué sentido tiene cuando los horarios escolares acaban antes de las 2 de la tarde (al menos en mi comunidad)? ¿Para qué queremos tener tiendas abiertas hasta más allá de las 9 de la noche? ¿Gimnasios hasta las 10? Vale, no voto porque las tiendas cierren a las 5, como aquí en Swakopmund, que a las 6 ya no hay nadie por la calle y a las 7 da hasta miedo salir. Tampoco que los gimnasios abran a las 5 de la mañana como aquí. Pero si los horarios laborales acabaran antes, las tiendas podrían cerrar antes (también abrir) y las teles podrían emitir sus programas a una hora más decente. Y, ¿qué ganaríamos con eso? Calidad de vida, calidad de sueño, más tiempo con los nuestros. En resumen, más felicidad. Al menos yo.

Sinceramente, no creo que se produzca ningún cambio. Yo intento adecuar mis hábitos a los horarios que me resultan cómodos, aunque vaya un poco a contracorriente y acabe viendo las series de las que todo el mundo habla con semanas de retraso. Viva el horario guiri.

En la foto, puesta de sol desde mi balcón namibio. En un par de horas, me voy al aeropuerto para empezar mi odisea de regreso. Mañana a mediodía, en casa.

jueves, 6 de marzo de 2014

Día nacional de oración

Hoy ha sido día nacional de oración aquí en Namibia. Me lo han contado dos colegas. Se celebraba para rendir homenaje a las víctimas de la violencia de género. Gender base violence (GBV) lo llaman aquí. O passion killing. Por lo visto, las muertes por violencia de género han aumentado espectacularmente en los últimos meses: si en 2013, 25 mujeres murieron aquí a mano de sus parejas, en estos dos meses (y poco) de 2014 ya han muerto 16. Así, hoy la gente se ha reunido en todo el país, en homenaje a las víctimas, para una oración conjunta.

Cuando les contaba a estas colegas que las cosas en España no son tan diferentes y que es un problema también muy extendido, han flipado. Hemos estado comentando lo aberrante y terrorífico que es, lo sorprendente, lo absurdo de este terrible fenómeno global. Cuando hablábamos de las causas o de las soluciones, una lo ha tenido muy claro: si la gente se casara, esto no pasaría, porque esto pasa porque la gente se va a vivir junta sin casarse. Yo le iba a contestar que es un problema que va mucho más allá de la religión y de Dios, pero luego he recordado que esta colega, en mi última visita, no vino un sábado a trabajar porque tenía que pasarse el día en la Iglesia. Yo intento ser muy respetuosa con cualquier creyente y no creyente y, aunque simplificar el tema de la violencia de género con un “es porque son unos pecadores” me parece absurdo, he preferido no entrar en discusión. Es un problema demasiado serio para simplificarlo así.

La cuestión es que aquí en Namibia la gente es muy religiosa, católica para más señas. Así que muchos piensan así, que todo ese mal es fruto del pecado. Yo creo que es precisamente lo contrario, la violencia es el mal, el pecado si se quiere llamar así. Y a pesar de saber que en este país son muy religiosos, me ha alucinado lo de día nacional de oración. Me parece muy bien rendir homenaje a las víctimas de la violencia de cualquier tipo, pero me ha sorprendido mucho. De hecho, esta colega me ha dicho que le hubiera encantado ir al estadio de Swakopmund donde se reunía hoy la gente para rezar y ha insinuado que no ha ido porque yo estaba aquí. Yo no soy su jefa, así que supongo que podría haber ido si hubiera querido. Pero ya me lo ha dicho por la tarde. El día nacional de oración empezaba a las 10 de la mañana, a las 12 había cinco minutos de silencio y luego seguía durante varias horas más.

Yo soy nueva en esto de días nacionales de oración, así que no tenía ni idea de si los colegas namibios querían ir o no. Luego, leyendo la prensa namibia, he descubierto que era obligatorio para todos los trabajadores (imagino que trabajadores públicos) asistir a las oraciones de su ciudad. Madre mía, igual les he obligado a incumplir un mandato gubernamental. También he descubierto que hoy estaba prohibido vender alcohol en tiendas (aquí no se puede vender alcohol en tiendas ni los sábados por la tarde ni domingos o festivos). No sé muy bien la relación entre la no venta de alcohol y el homenaje a las mujeres asesinadas, pero en un país en el que el alcoholismo es un problema latente, no creo que algo así sirva para mucho. Igual que un matrimonio religioso no acaba con la violencia de género, la prohibición de vender alcohol algunos días de la semana no acaba con el problema de alcoholismo. Creo yo.

Me ha flipado mucho esto del día nacional de oración. Pero más me ha flipado descubrir que mañana, 7 de Marzo, es el día mundial de la oración de las mujeres. Y que se celebra aquí, en Swakopmund.

Y yo que creía que ya no tenía nada que contar sobre Namibia

miércoles, 26 de febrero de 2014

Entre dos aguas

Octubre de 2010. Estoy sentada en la terraza de un restaurante en Estambul. Es de noche y hemos llegado hasta allí en un microbús. Es el día de la cena de grupo, ese día en las reuniones en las que todos salimos a cenar juntos, la social dinner la llaman los guiris. A mi lado, una colega italiana que siempre me trata con infinito cariño me cuenta lo mayor que (dice ella) es y lo poco que le queda para jubilarse. Enfrente, un colega griego al que acabo de conocer, criado en Alemania y con trabajo en España, se sorprende de que conozca una película griega que a los dos nos entusiasma, “Un toque de canela”. A su lado, una colega alemana que trabaja en Malta charla con él en alemán, poniéndose al día porque hace muchos años que no se ven, tal vez contándole sus vaivenes sentimentales. En algún momento de la noche, me encuentro con una colega (y amiga) francesa en el baño. Nos reímos. “He bebido mucho vino”, dice una. “Y yo”, dice la otra. Seguimos riendo. Nuestra conversación se desarrolla en ese inglés perfecto que tenemos todos después de unas cuantas copas de vino. Reímos de lo bien que nos lo pasamos cuando nos encontramos, hablamos de lo maravilloso del lugar, decidimos quiénes son los chicos más guapos de la reunión.

Es una noche mágica, como mágica es toda Estambul. Estambul es puro sentido, es vista, es olfato, es oído, es gusto, es tacto. Estambul es la visión de los minaretes de sus mezquitas, el olor a especias, el sonido del canto del muecín llamando a la oración, el gusto del zumo de granada, el tacto de sus piedras.

Estoy allí, en esa terraza en Estambul y oigo cómo un músico toca una guitarra española dentro del restaurante. Toca varias canciones. De repente, suena esto:


Sí, “Entre dos aguas”. Sólo que yo aún no sé que se llama “Entre dos aguas”. Es sólo una canción que me suena. Pero el chico griego la conoce muy bien y me habla de la canción, de Paco de Lucía y de que él también toca la guitarra. Así, en Estambul, descubro que esa canción que me suena es de Paco de Lucía y que se llama “Entre dos aguas”, gracias a un griego criado en Alemania.

Esa noche, alguien da una noticia de que otro colega ha conseguido un trabajo con una colega griega presente en esa cena. Ella está feliz, entusiasmada. Esa noche, volviendo al hotel en taxis, un colega francés se deja una mochila en uno. Él no se preocupa demasiado, porque no había nada de valor dentro.

No sé por qué recuerdo todos aquellos pequeños detalles de esa noche.

Noviembre 2010. Cadaqués. Estoy cenando con el colega griego y varios compañeros suyos de trabajo en el que es su campo base mientras realizan unos muestreos en la zona. Estoy recorriendo la costa catalana, en plena road movie, yendo por los puertos, reuniéndome con pescadores, responsables de cofradías, muestreadores. Esa misma mañana, he recibido una llamada desde Bruselas y me han ofrecido ser la silla de una reunión por tres años y aún no sé muy bien qué decidir. Y ahí estoy, en mitad de un grupo de gente que no conozco, disfrutando de una ya fría noche de otoño. Yo he llevado productos típicos de mi tierra (sobrassada, aceitunas, queso mahonés) y un italiano cocina platos de pasta maravillosos. En algún momento de la noche, vuelve a sonar “Entre dos aguas”, la pone el chico griego en su portátil y hablamos de Estambul, del trabajo, de música, de guitarras, de cine. Tras la cena, salimos a tomar algo (café, infusión) en el Casino. Dan fútbol por la tele. Juega el Barça. Champions creo.

Febrero 2014. Mi hermana la gafapasta envía un correo que dice “¿Habéis oído lo de Paco de Lucía?”. Entro en twitter pero ya me imagino que es “lo”. De repente viene todo esto a mi mente. Estambul, las guitarras, los colegas, Cadaqués. Pienso en el chico griego, que ahora trabaja en Alemania y sé de él a través de otros, porque hace tiempo que no nos escribimos. Pienso en toda esa gente que compartió conmigo aquellos días. En cómo me he ido cruzando con unos y otros, aquí y allí, en los que ya se han jubilado pero aún siguen al pie del cañón, en los que veo muy de tanto en tanto pero con los que mantengo esa complicidad que sólo el tiempo da, en los que ya no se hablan entre ellos, en los que aún no se han jubilado, en los que me he encontrado de nuevo pero no he sabido ubicar. Y trato de recordar cuándo volví a escuchar “Entre dos aguas”. No oírla así como si nada, sino cuándo la he vuelto a escuchar de verdad, consciente de ello, como la escuché en Estambul y en Cadaqués. Y no lo recuerdo. Casi juraría que, desde entonces, no la había vuelto a escuchar. ¿Es posible? Sí.

No sé nada de música y no sé nada de de flamenco. Así que esto es todo lo que puedo contar sobre Paco de Lucía.

La foto, Estambul, octubre 2010.

lunes, 24 de febrero de 2014

Operación Palace

Me gusta bastante Jordi Évole y veo bastantes veces “Salvados”. No lo veo todas las semanas, ni siquiera lo veo dependiendo del tema que trate, sino que lo veo según mi estado de ánimo. El programa de Évole me suele cabrear mucho y, aunque es una cosa muy necesaria siempre y en particular en estos tiempos que corremos, algunos domingos no estoy para más cabreos que los estrictamente necesarios en una víspera de lunes.

La cuestión es que ayer se confabularon una serie de hechos que me hicieron plantarme delante de la tele en horario de Évole. Sabía que era un reportaje sobre el 23-F y que no era un programa habitual, pero tampoco le había dado más importancia. En realidad, no es que me interese demasiado el 23-F, no por nada, sino porque es una parte de la historia española reciente que yo no recuerdo para nada y de la que siempre he creído que sabemos menos de lo que deberíamos. Aunque a veces parece que nos lo han contado todo.

Tenía el programa de fondo, mientras hacía otras cosas, así que no le prestaba atención. Pero enseguida me llamó la atención algo. ¿Estaban insinuando que el Óscar de Garci fue tongo? Es lo primero que me sorprendió. Al cabo de un rato, levanté la vista, ¿un montaje sobre el golpe de Estado? ¿Estaban diciendo que se preparaba un montaje de golpe de Estado pero el de verdad se adelantó o que el que creíamos real era un montaje? El interés que despertó en mí me hizo ir a por las gafas para ver mejor la tele (que me ponga las gafas para ver la tele implica que realmente estoy interesada lo que estoy viendo y no es sólo televisión ambiental). Una de dos, o Évole se estaba ganando a pulso entrar en los libros de Historia o todo era una gran broma. Parecía una broma pero... ¿una broma sobre el 23-F? ¿Alguien se atreve a bromear sobre el 23-F? Me lancé a twitter, que es donde se cuece todo. Y sí, allí ya había quien decía cosas como “Si sale alguien hablando en inglés, es todo una broma” (e inmediatamente salió alguien hablando en inglés) o que si estábamos delante de un evento de las características de “La guerra de los mundos” de Orson Wells (pincha aquí si no sabes de qué hablo). No sé cuándo decidí que lo que estaba viendo no era real, pero había demasiadas cosas que no me cuadraban. ¿Garci reconociendo que su Óscar era un tongo? ¡Ja! (Sí, lo sé, políticamente seguro que esto es lo menos escandaloso del reportaje –si fuera real- pero a mí es casi lo que más me impactó, será por las reminiscencias cinéfilas de mi adolescencia).

Al final sí, realmente todo es un falso reportaje del que se habló mucho ayer por Internet y hoy allí y en muchos otros sitios (supongo, porque he preferido no oír/leer nada hasta escribir mi propia opinión). Hay quien aplaude a Évole y hay quien lo mataría ahora mismo. Yo soy de las que, cuando acabó el reportaje, tuve ganas de levantarme y aplaudir. Me gustó mucho, mucho. Me pareció ameno, valiente y con un transfondo mucho más allá del 23-F. El reportaje de ayer es una crítica al hecho de que, aún hoy, los archivos sobre el golpe de Estado son secretos, así que cualquier cosa que pensemos, que nos inventemos, que especulemos podría ser tan verdad o tan mentira como lo que realmente sabemos. Sí, el 23-F pudo ser un montaje como el que mostró ayer Évole. O puede que Tejero fuera un extraterrestre que intentaba invadir la Tierra empezando por nuestro país. O puede que lo que sabemos fuera la verdad. Pero no lo sabemos, porque esos archivos siguen siendo secretos. Toma.

El reportaje también es una punzante arma para los espectadores, ¿tenemos que creernos todo lo que vemos en la tele? ¿Nos lo creemos? ¿Opinamos de manera encarnecida sobre todo lo que nos cuentan en la tele? Yo cuando empecé a verlo, no escribí en twitter nada sobre el reportaje. ¿Por qué? Porque desde el primer momento, tuve dudas. No me voy a hacer aquí la más lista y decir que desde le minuto cero supe que era mentira, porque no es cierto. Pero tampoco en el minuto cero me creí todo lo que vi, no me lo tragué como cierto. No es que sea una experta en periodismo y no sé cuándo decidí no creerme todo lo que sale por prensa y tele, pero la primera vez que se publicó un reportaje en la prensa local sobre un proyecto en el que participé y vi que habían publicado la conclusión principal justamente de manera contraria a como había sido, decidí que nunca me creería nada sin antes pensarlo un poco antes. Y eso es lo que, como espectadores, como sociedad, nos hace falta: ser críticos, poner en duda todo, absolutamente todo lo que nos dicen, lo que nos enseñan, lo que nos cuentan. Tal vez es mi espíritu científico el que me lleva a dudar de todo lo establecido (esa es la base de la investigación), pero creo que esa incredulidad debería ser básica para que no nos convirtamos en robots.

Por último, creo que el reportaje de Évole se merece un aplauso por la valentía de hacer algo así en un país en el que no estamos, para nada, acostumbrados a este tipo de ficción. Esto está muy relacionado con lo anterior. En un país en el que mucha gente se sigue indignando con las noticias de “El mundo today”, necesitamos más mundostoday y más falsos reportajes de Évole para educar al personal en la autocrítica. Recuerdo perfectamente la primera vez que me creí un falso reportaje. Se publicaba en un suplemento dominical. No recuerdo si yo aún era una estudiante adolescente o estaba ya en la Universidad haciendo Biología, pero vi un reportaje de un tal Jean Fontana sobre unos fósiles que se habían encontrado de un animal ya extinto que se parecía mucho, pero mucho a las míticas sirenas. Flipé, flipé en colores. ¿Cómo podía ser aquello verdad? Y sobre todo ¿cómo podía ser aquello verdad y nadie me lo había contado antes? Al final del reportaje descubrí que en realidad Jean Fontana es Joan Fontcuberta, un artista especializado en fotografía que había creado aquel falso reportaje. Mirándolo bien, al inicio del reportaje ponía algo así como “relato” o algo que indicaba claramente que no era un reportaje, sino una simple ficción. Me cabreé mucho, muchísimo, ¡cómo alguien osaba tomarme el pelo así! Con el tiempo, relativicé mi cabreo y valoré mucho más aquella historia (fabulosa, por otro lado). En realidad lo que me cabreaba era que algo tan increíblemente maravilloso no fuera real. Me cabreaba que la fantasía fuera mejor que la realidad, que la maldita realidad (una vez más) no le llegara ni a la punta de los zapatos a la fantasía. Y me enseñó a no creer a pies juntillas nada de lo que viera o leyera.

Resumiendo. Somos corderitos que nos dejamos llevar al matadero sin ni siquiera plantearnos nada. Nos lo creemos todos, lo engullimos y nos puede más el opinar antes de verificar lo que nos cuentan. Así nos va, así nos irá. Flipamos con las distopías de las novelas de ciencia-ficción futurista, pero somos ya carne de cañón para protagonizar nuestra propia distopía. Así que cuidado con lo que os creéis.

Enhorabona, Jordi! Ets un puto crack!

jueves, 13 de febrero de 2014

Lo del aborto

La reflexión más razonable que he leído en mi vida sobre el aborto fue en una carta al director en un diario, hace varios años. La escribía una señora católica y practicante. Dejaba bien claro que ella nunca abortaría, por convicciones religiosas, pero que entendía que había gente que no compartía sus creencias y que tenía que existir una ley que lo regulara, que permitiera a una mujer abortar en el caso que ella lo considerara necesario.

“Me quito el sombrero delante de esta señora”, pensé entonces. Ojalá todo el mundo pensara como ella, fuera tan respetuoso como ella. Ella tiene unas ideas muy claras y sabe lo que no haría, pero ella no se consideraba nadie para decidir lo que hicieran los demás, ni para juzgarlo.

Yo fui a un colegio de monjas. Desde los 3 a los 17 años. Toda mi vida escolar. Me contaron muchas cosas. No soy practicante y creyente sólo a ratos. Digamos que soy pseudo-escéptica y pro-“que cada uno piense lo que quiera y haga lo que quiera, mientras no moleste a los demás”. Lo que sí que me quedó claro tras tantos años de rosarios, misas y sermones es que, al fin y al cabo, lo único que importa es ser buena persona o ser mala persona.

Pongamos que no existe Dios. Si no existe Dios, podemos ser buena gente o mala gente porque nos da la gana, porque nos parece lo correcto o porque ser una u otra cosa nos parece lo más adecuado. A mí, en este escenario, lo lógico me parece ser buena gente. Da menos problemas, no te metes en líos y no te genera mala sangre.

Pongamos que sí existe Dios. Si existe Dios, podemos ser buena gente o mala gente, porque a Dios le parecerá bien o mal. A mí, en este escenario, lo lógico me parece que todos los que creen en Dios van a ser buena gente. Si eres buena gente, irás al cielo; si no, te quemarás en el infierno. Vamos, que si crees en el Dios que sea, eres siempre bueno, ¿no? Pues no.

Para mí, ser buena gente es vivir tu vida, sin molestar a nadie, ayudando a los que quieres, sin dejarte machacar, ignorando a la mala gente (cuando puedes). Y, qué queréis que os diga, últimamente los católicos practicantes no me dan el pego de buena gente. ¿Tu religión no te permite abortar? No abortes. Los musulmanes no comen cerdo y no por eso han creado una ley que prohíba comer carne de cerdo, ¿no? Si no quieres comer carne de cerdo, no la comas. Pero si la quieres comer, puedes ir al súper a comprarla.

Pues eso.

Esto del aborto es un tema muy serio. La mujer que aborta no lo hace alegremente, como si fuera a sacarse una muela. Todo lo que lleva y rodea una decisión así es muy duro. No es una decisión tomada al azar, ni arbitraria, ni feliz. Supongo. Ninguna mujer que yo conozco ha abortado que yo sepa, lo que no quiere decir que no conozca a nadie que haya abortado. Simplemente, yo no lo sé. Tampoco, supongo, es una cosa que se va contando por ahí. Yo nunca he tenido que pasar por la experiencia de plantearme nada así, pero no tengo ni idea de lo que haría, ni idea. Si tengo pareja, soy feliz y me quedo embarazada, lo tendría. Si me quedo embarazada de un gilipollas que me pega, me ha abandonado, me he quedado sin trabajo, me van a desahuciar y la criatura viene con una malformación que acabará con su vida en días, supongo abortaría. Y por eso mismo creo que tiene que existir una ley que lo regule de manera razonable, sin tener en cuenta las convicciones religiosas de nuestros gobernantes. Cada caso es un mundo, cada mujer, cada vida, cada instante no tiene nada, absolutamente que ver con otro. Y por eso creo que cada mujer, en cada instante de su vida, tiene que tener derecho a decidir y a que la ley le ampare en su decisión, sea cual sea ésta.

Recuerdo dos anécdotas de mi época escolar relacionadas estrechamente con esto. La primera era un caso que contó una compañera de una mujer cuyo esposo sólo pasaba por casa cada cierto tiempo, para hacerle un hijo y volver a desaparecer. Se hizo una ligadura de trompas, a pesar de ser católica, practicante, porque ya no podía más. No podía mantener a los numerosos hijos que su esposo religioso le engendraba periódicamente, para después abandonarlos. Cuando le preguntamos a la monja de turno si eso era pecado, dijo “Bueno, claro, es que cada caso es diferente…”. También recuerdo una charla que nos dio un sacerdote recién llegado de las misiones de África. Entonces, para mí, África era un país enorme lleno de niños que pasaban hambre y de guerras. Él volvía de una de esas guerras, en las que algunos sacerdotes habían muerto y muchas monjas habían sido violadas. Nos contaba cómo las monjas hacían todo lo posible para evitar quedarse embarazadas tras las violaciones o abortaban con lo que tuvieran a mano (creo recordar que pronunció palabras como “espráis” y “palos”). El murmullo en el auditorio era claro, nuestras mentes (pre)-adolescentes no daban crédito a la información que recibíamos. ¿Abortar? ¿Monjas? Al sacerdote aún le dio tiempo a hablar un poco más antes de que la monja cortara de cuajo la charla: una monja embarazada en mitad de un conflicto bélico tiene los días contados. Y al final, lo que importa es sobrevivir, hacer lo que nos toca hacer para enfrentarnos a las circunstancias y salir adelante.

Pues eso.

Supongamos que sí existe Dios. Si Dios existe, quiero ser yo quien le de a Él las explicaciones pertinentes de por qué hice o no hice esto o aquello. Quiero ser yo la que haga las cosas bien o mal, la que decida sobre un tema tan delicado como la maternidad. Si Dios existe, habrá que rendirle cuentas a él. Yo no quiero rendirle cuentas a Gallardón. Él no es Dios. Él es un Ministro con un cargo temporal que no debería jugar a ser Dios. Si Dios existe, Él se encargará de juzgar a quien haya actuado bien o mal. Si Dios existe, quiero ser juzgada por él, no por un humano que se cree superior a mí por… ¿por qué? ¿Por ser religioso? ¿Por ser político? ¿Por ser hombre? Cualquiera de estas respuestas me aterra.

Supongamos que sí existe Dios. ¿Qué opinaría Él de la reforma de la ley del aborto? ¿Creéis que felicitará a Gallardón cuando le llegue su hora y tenga que rendirle cuentas? Yo creo que no. No el Dios del que me hablaron en mi infancia y juventud. Pero igual peco de soberbia al intentar pensar lo que opinaría Dios. Pero ¿no pecan también de soberbia nuestros gobernantes al intentar implantar lo que ellos creen que es lo correcto? ¿Pueden ser más soberbios, ellos, nuestros gobernantes (que NO LO OLVIDEMOS fueron elegidos por nosotros, trabajan para nosotros, nosotros somos sus jefes y no al revés), que nosotros, los que los elegimos? Una cosa que recuerdo muy, muy bien es que Dios hizo a los hombres libres, capaces de actuar bien o mal, de pecar o no pecar. Libre albedrío, lo llamaban. Si Dios nos dio libre albedrío, ¿por qué los políticos nos lo quieren arrebatar?

Que alguien me lo explique, porque no lo entiendo.

Tampoco entiendo por qué hay tanta falsedad, tanta doble moral con este tema. Mi abuela era enfermera de un sanatorio (en el que, por cierto, nació nuestra actual Princesa). Son muchas las veces que mi madre la oyó hablar de “raspados vaginales” a los que las niñas bien de la ciudad eran sometidas. Había mucho alcohol en las fiestas de aquella época, la gente bien se lo pasaba muy bien y, como buenas católicas, los métodos anticonceptivos no eran norma habitual. Así que las niñas bien de la ciudad se sometían a “raspados vaginales” que solucionaban el problema, mientras que la gente pobre aguantaba con lo que venía o moría en manos de supuestas sanadoras expertas en eliminarte esos problemas. ¿Pensáis que la nueva ley solucionará esto? No. Volvemos a lo de siempre, a lo que es tan habitual en los últimos tiempos: la fractura entre la clase alta y la clase baja (¿media? ¿quién habló de clase media?). Si esta reforma de la ley del aborto sale adelante, volveremos a esta doble moral: quien pueda, abortará a escondidas, pero con todas las comodidades necesarias, aquí o en lugares donde sea legal. Quien no pueda, se arriesgará en manos de sanadoras que (seguro) resurgirán en todos lados o se verá obligada a alimentar a una boca más, pueda o no pueda, venga la criatura como venga, y sean sus condiciones vitales las que sean.

Qué queréis que os diga. A mí todo esto me da mucha pena. No soy yo de salir por ahí con las tetas al aire gritando eso de que mi cuerpo es mío y yo hago con él lo que me sale del floro. No lo soy porque me da vergüenza enseñar las tetas y porque no sé si es el mejor camino para conseguir las cosas. Pero entiendo que haya quien lo haga y creo que lo agradezco. ¿Es una barbaridad enseñar las tetas o interrumpir una misa para reclamar mantener un derecho que, actualmente, tenemos? Sí, puede que sea una barbaridad. Pero también es una barbaridad obligar a una mujer a ser madre de un crío con malformaciones, o ser obligada a ser madre en una situación personal determinada, que no conocemos y que, por tanto, no podemos, ni debemos juzgar. Y son barbaridades muchas cosas que pasan a nuestro alrededor últimamente, como oír a un cura decir que alguien tiene cáncer por ser homosexual, o que se aprueben tasas inasumibles para poder generar energía limpia, o que haya más de una cuarta parte de la población activa sin trabajo, o que desahucien a gente por deudas insignificantes en comparación a los sueldos de nuestros políticos, o que… o que…

Hay tantos “o que” últimamente. Pero parece que ya somos inmunes a todo.

Qué pena.