jueves, 13 de octubre de 2016

Ponza

Imaginaos una pequeña isla, de menos de diez quilómetros cuadrados, en forma de arco, a la que sólo se puede llegar desde la cercana costa italiana en barco. La isla está surcada por una estrecha carretera, que sube y baja por su abrupta orografía volcánica, una carretera flanqueada continuamente por casas, poblaciones dispersos que nunca llegan a formar un auténtico núcleo. La isla está bañada por las cristalinas aguas mediterráneas y, en cada recoveco, un pequeño puerto lleno de lanchas recreativas refleja el amor hacia al mar de sus habitantes.

Imaginaos un pequeño hotel, de tonos rosados, al borde de un acantilado y flanqueado por la carretera. Es un hotel de veraneo que ahora, en temporada baja, está prácticamente habitado sólo por menos de una veintena de clientes venidos mayoritariamente de otros puntos de Italia, pero también hay algunas otras nacionalidades: suecos, ingleses, daneses, chipriotas, españoles e incluso estadounidenses. Es un hotel sencillo, funcional para el verano pero frío en esta temporada baja otoñal. En su entrada, un grupo de mesas en forman de U y una pantalla con proyector ocupan un lugar en el que normalmente hay varias butacas, que están ahora agrupadas contra las ventanas, con vistas al mar. En la pantalla, hay letras y número y gráficos y más letras y más números.

Imaginaos el efecto que hace, en esta isla de de menos de 4000 habitantes, un grupo heterogéneo de personas ruidosas entrando en un bar a media mañana, un bar en el que los lugareños se refugian de las inclemencias de un día otoñal, nublado y muy ventoso. Los lugareños observan curiosos al grupo, sobre todo a las rubias nórdicas y a los dos chicos altos que hablan inglés con acento de película americana, mientras apuran sus cafés, que tanto gustan a la gente que le gusta el café: muy cortos y muy negros. Uno de los estadounidenses le hace carantoñas a un perro grande y oscuro, de aspecto tranquilo, que no le hace mucho caso. Fuera, sopla un viento insoportable, que les hace encogerse sobre sí mismos y caminar inclinados. Las casas, de colores blancos y tonos pastel (azules, cremas, rosas) contemplan impasibles al grupo, que vuelve de camino al hotel, a la pantalla, a las letras y los números.

Aquí estoy, estos días. En esa diminuta y abrupta isla desde la que, por la noche, apenas se distinguen las luces de la no tan cercana costa italiana; en este hotel de fachada rojiza e interiores fríos, contemplando letras y números en una pantalla, a menudo indescifrables; sufriendo las inclemencias de un otoño variable y un poco incómodo con un grupo de gente tan heterogénea como peculiar. Y me siento un poco fuera de lugar, en este lugar extraño y fascinante y con esta gente tan lista y sabia. Y yo, intentando hacer ver que soy una de ellos.

La foto, de hace un rato, al salir de la cafetería.

3 comentarios: